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20.10.09

El O.V.N.I de Juan josé


Hace unos días, viendo un episodio del programa Callejeros en la cadena Cuatro, me volví a topar con uno de esos temas que, a pesar del tiempo, siguen despertando en mí una mezcla de curiosidad, escepticismo y una punzada de fascinación infantil: los OVNIs. El formato, tan popular hoy en día, consiste en ir con una cámara en ristre preguntando a la gente de la calle sobre cuestiones diversas, generalmente temas que afectan a los barrios obreros, las ciudades dormitorio, o lugares donde la vida cotidiana parece estar más pegada al suelo que al cielo. Aunque, en este caso, el cielo —o lo que podría haber más allá de él— era precisamente el protagonista.

La temática del programa era esa: los objetos voladores no identificados. Esos “cacharrejos”, como los llamaba mi abuelo, que supuestamente vienen de otros mundos o galaxias, con formas extrañas, luces intermitentes, colores imposibles y movimientos que desafían las leyes de la física. A pesar de todas las variantes modernas, el clásico platillo volante sigue siendo el icono dominante en los testimonios que, curiosamente, se siguen acumulando en todos los rincones del mundo.

Los testimonios recogidos en el programa eran de lo más pintoresco: desde personas visiblemente desequilibradas —hoy amablemente rebautizadas como frikis— hasta otros que contaban, con una seriedad conmovedora, lo que habían visto una noche cualquiera, buscando sin éxito una explicación lógica que nunca llegó. Y no voy a negarlo: el tema de los OVNIs siempre me ha apasionado. Mis primeras lecturas “serias” fueron libros de J. J. Benítez, que todavía ocupan un rincón entrañable en mi modesta biblioteca. Aquellos tomos, llenos de crónicas de encuentros, aterrizajes, luces imposibles y seres humanoides de mirada triste, alimentaron durante años mi afán por mirar al cielo durante las noches de verano. Pero la verdad es que jamás vi nada que no tuviera una explicación racional. Y así, poco a poco, mi fe en esos aparatos extraños fue perdiendo fuerza, aunque todavía —cuando conduzco de noche por una carretera secundaria— me descubro deseando que algo irrumpa en el horizonte y me saque de la rutina de lo tangible.

Sin embargo, hay dos historias que escuché con mis propios oídos, contadas por los protagonistas, que siguen dándome qué pensar. Dos testimonios reales, sin artificios ni ansias de protagonismo, que ni siquiera los propios implicados han logrado explicar años después. Uno de ellos, lamentablemente, ya no está entre nosotros. Pero el otro sí, y es precisamente el que quiero contar hoy.

Corría el año 1992, yo tenía 19 años y trabajaba por primera vez de manera remunerada como dependiente en una zapatería. Entre mis compañeros de entonces estaba Juan José, un hombre que rondaría los cuarenta y que destacaba por su carácter reservado, casi tímido, aunque con un poso de sabiduría serena. No recuerdo bien cómo surgió el tema —tal vez fue una conversación trivial sobre el espacio o alguna noticia absurda en la radio—, pero alguien comentó:
—¿No te ha contado Juanjo su experiencia con los OVNIs?
Yo, naturalmente, negué con la cabeza y me giré hacia él con curiosidad. Él, visiblemente molesto, le reprochó al compañero haber sacado el tema.
—Eso no se cuenta así como así —dijo con seriedad—. Ya bastante cachondeo tuve...
Le insistí, dejando claro que no buscaba reírme ni burlarme. Que de verdad me interesaba. Finalmente, tras un largo silencio y una mirada que parecía medir si era digno de escuchar lo que iba a narrar, aceptó compartir lo ocurrido.

Todo sucedió una noche cualquiera, a finales de los años ochenta, en la carretera secundaria que une Mirandilla con Mérida. Volvían él y su mujer del pueblo de ésta, tras una cena familiar. La luna estaba alta, redonda como un ojo vigilante, y la noche despejada permitía distinguir con nitidez los campos que flanqueaban la estrecha carretera comarcal. Conducía su mujer, pues él nunca había sacado el carné.

Apenas llevaban un par de kilómetros recorridos cuando, al tomar una curva suave, divisaron a lo lejos un bulto oscuro en mitad del asfalto. Al principio pensaron que era un camión parado sin luces. Pero a medida que se acercaban, Juan José sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. Aquello no era un camión. Ni un tractor. Ni ninguna maquinaria agrícola. Era una esfera, enorme, que ocupaba todo el ancho de la carretera. Un artefacto de unos cinco metros de altura, sin ventanas, sin marcas, sin aberturas visibles. Su superficie era de un color naranja intenso, como el de una bombona de butano, pero con un brillo leve, casi hipnótico. Y lo más inquietante: flotaba a un metro del suelo, completamente inmóvil.

Ateridos, detuvieron el coche a unos 25 metros del objeto. En ese instante, sin emitir sonido alguno, la esfera se deslizó lateralmente hacia un lado de la carretera, con una suavidad antinatural y una rapidez que no parecía de este mundo. Se quedó allí, a unos 30 metros del arcén, como si esperara... o como si observara.

El miedo se apoderó de ellos. No había cobertura (los móviles aún eran cosa de películas), ni tráfico, ni casas cercanas. Nada. Solo ellos, la noche, y aquello. Cuando lograron calmarse mínimamente, decidieron avanzar, con la esperanza de alcanzar la carretera nacional, donde quizá habría más tránsito y algo de seguridad.

Pero cuando el coche pasó junto al artefacto, este comenzó a moverse a su lado, manteniendo una distancia fija y replicando exactamente su velocidad. Si ellos aceleraban, él también. Si frenaban, lo hacía. Incluso una parada que hicieron, en medio del pánico, fue imitada por el objeto. El trayecto duró cinco o seis minutos eternos. Juan José lo describió como una de las experiencias más aterradoras y extrañas de su vida.

Finalmente, cuando vislumbraron las luces del cruce con la antigua carretera nacional, el objeto —como si supiera que su tiempo había terminado— se elevó lentamente, hizo un giro en el aire y salió disparado hacia el cielo en línea recta, a una velocidad que desafiaba toda lógica. En cuestión de segundos, desapareció.

Siguieron el resto del camino en completo silencio. Cuando llegaron a Mérida, se miraron y supieron que lo que habían vivido no era fruto de la imaginación ni de una alucinación compartida. Lo habían visto. Lo habían sentido.

¿Explicación? Nadie la tiene. ¿Un prototipo militar? ¿Un fenómeno atmosférico? ¿Una aparición colectiva? O quizá, solo quizá, algo más allá de lo que alcanzamos a entender.

Han pasado más de veinte años desde que Juan José me relató esa historia. A día de hoy, no creo que haya cambiado una sola coma de su versión. Y eso, al menos para mí, tiene más valor que cualquier informe oficial.

No sé si los OVNIs existen o no. Pero sí sé que hay misterios que resisten el paso del tiempo, y testimonios que, aun sin pruebas tangibles, dejan una huella indeleble. Y también sé que no todas las respuestas están en los libros. Algunas, simplemente, siguen flotando ahí fuera, como aquella esfera naranja, silenciosa, observando, esperando quizá volver.

15.10.09

El progreso humano


El progreso humano, a lo largo de los siglos, ha costado infinidad de víctimas y nada dice que en el presente podamos dar por clausurada esa época. Todavía vivimos en un sistema absurdo donde la relativa felicidad y libertad de unos se cimienta en el infortunio y la opresión de otros. Por desgracia, mucha gente considera esta situación como algo natural destinado a durar eternamente; incluso como algo justo. Para eso existen ideologías que proclaman la superioridad de unas razas sobre otras, de unos seres sobre los demás y hasta como último recurso, de una vida ultraterrena, donde todos seremos iguales y felices.

Santiago Carrillo (Memorias) 2006. Editorial Planeta. Edición revisada y aumentada.

8.10.09

Mi conversación privada con Dios en horas de siesta.

Un día cualquiera después de comer.
Hora: 16:30, más o menos.

Suena el teléfono.
Gli-gli-gli, gli-gli-gli.
(Los teléfonos ya ni siquiera hacen riing-riing, como antes).

—¿Sí, dígame?

—Hola, buenas tardes, ¿podría hablar con el señor don Alberto López?

—Bueno, muchas gracias por lo de señor y don, pero no me interesa ninguna oferta de telefonía, ni de internet, ni del club Chatrefour, ni la tarjeta de compra de El Corte Thailandés. Además, me acaba usted de fastidiar mi siestecita en el sofá mientras veo, entre tinieblas, Sé lo que hicisteis...

—Perdone, pero no le llamaba por nada de eso.

—¿Ah no? ¿Y con quién tengo el gusto de hablar?

—Pues verá... soy Dios.

—¿Perdón? ¿Cómo dice?

—Que soy Dios.

—¿Dios... Juan de Dios?

—No, no. Dios, Dios. A secas.

—¿Está de cachondeo? Mire que hoy no tengo el día para cantar bajo la lluvia como Gene Kelly.

—No bromeo. Soy Dios. El único y verdadero.

—¿Dios, Dios? ¿El de “me cago en…”?

—Ese mismo, por desgracia.

—¡Coño! Pues me pilla usted medio adormilado.

—Ya, ya te veo. Perdón por interrumpirte la siesta.

—¿Cómo que me ve?

—Soy Dios. Lo veo todo.

—¡Ostras, y yo en gallumbos!

—Tranquilo. Créeme, he visto cosas peores.

—Hombre, yo en gallumbos gano mucho, pero no sé si es el atuendo más adecuado para hablar con... ¿cómo le trato? ¿Su Santidad? ¿Su Altura? ¿Majestad?

—Llámame como quieras, hijo mío. Michael Landon me llamaba el Jefe en Autopista hacia el cielo.

—Pues nada, le hablo de usted, que me sale más natural. Pero dígame... ¿cómo es que llama por teléfono y no se aparece en forma de lengua de fuego o zarza ardiente o algo más bíblico?

—Marketing celestial. Si me aparezco en plan antiguo, la gente cree que es una cámara oculta o un especial de Iker Jiménez. Esto es serio, así que optamos por lo moderno: llamada telefónica post-sobremesa. Pillas a mucha gente en casa.

—¿Y no han probado con e-mails o SMS?

—Sí, pero la gente cree que es spam celestial. Ni lo abren. San Pablo propuso hacer una web con milagros en directo y subir vídeos a YouTube, pero no nos toman en serio. Mucho influencer y poca fe.

—Normal. El personal está muy quemado. La fe se desmorona. Falsedad, hipocresía, puñaladas traperas, decepciones... dan ganas de exiliarse a otro planeta.

—Por eso te llamo. Para hablar de fe. De tu fe, más bien de tu falta de fe.

—Hombre, no lo tome como algo personal. Es que el mundo no ayuda. Mire cómo están las cosas. Como dice Ismael Serrano, las hostias siempre caen sobre los que hablan de más. Y ahora con la dichosa “crisis”, todo afecta a los de abajo, mientras el de arriba se compra otro yate.

—Ya lo sé. Llevo observándote… unos 36 años.

—¡Joder, un rato dice!

—Para mí, eso no es nada. Soy intemporal.

—Cierto, cierto. Olvidaba ese detalle.

—Y he visto tu evolución... o más bien, tu involución religiosa. Has perdido la fe. Ya no crees ni en la suerte.

—Es que este mundo está mal repartido. Y cuando uno ve que los mismos se lo llevan calentito y los de siempre siguen en la cuneta... pues la fe se evapora. Hay demasiado predicador de escaparate, demasiada moralina en oferta y muy poco gesto real.

—Pasa de ellos. Son los de siempre: tiran la piedra y esconden la mano.

—Sí, pero cuando me tocan lo personal, salto.

—Eso lo sé. Pero no justifica que, en momentos de ofuscación, menciones a miembros del Santoral como si fueran compañeros de oficina.

—¿También me ve en el curro?

—Estoy en todas partes, ya te lo dije.

—Pues ya podría echarme una mano alguna mañana. Que voy hasta las cejas.

—No puedo hacer eso. Si te ayudo a ti, tendría que ayudar a todos. Sería un caos. Además, sin fe, poco puedo hacer.

—¡Ah, claro! Sin fe no actúa. Pero... ¿y si se manifestase un poco más? Algo tangible. Por ejemplo, si me tocase la Primitiva este jueves, le juro por su barba que me reconvierto. Incluso hago una donación a la Iglesia.

—No funciona así. No se compra la fe con euros.

—Bueno, si no es por no donar. Pero uno ya no se fía ni de las ONG. Que si UNICEJA, que si Matasanos sin Fronteras, que si Cruz Colarada... de cuatro partes, trincan tres y mandan una. Y gracias.

—Alguna hay, pero no todas. En fin... veo que no estás receptivo. Tendré que enviarte una señal divina.

—Pues si puede ser que el Athletic gane la Liga, eso sí que sería un milagro en condiciones.

—Tú piensa en lo de la fe. Ya hablaremos.

—Fíjese si tengo poca fe que hasta dudo que sea usted. Podría ser un Dios falso. De esos que se descargan por eMule.

—No digas chorradas.

—Perdone, es la costumbre. Bueno, vaya con usted mismo. Y piénsese lo de la Primitiva, que eso sí que me devolvería la fe.

—Jesús, Jesús…

—Dale recuerdos de mi parte. A él y al Rey del Pop.


📷 Fotografía: Atardecer en La Antilla (Huelva). Septiembre de 2008.


2.10.09

Un verano más o un verano menos.


Según se mire, porque los veranos, especialmente en determinadas épocas de nuestras vidas, dejan huella. No siempre son espectaculares, ni perfectos, ni de postal. Pero sí dejan algo. Un eco. Una vibración. Una marca invisible que solo el tiempo es capaz de revelar con claridad.

A veces lo hacen en forma de recuerdo luminoso, de carcajada compartida, de mirada en silencio o de una canción que sonaba en la radio del coche mientras atravesábamos una carretera secundaria sin rumbo fijo. Otras, simplemente vuelven cuando "aprieta el frío, cuando nada es mío, cuando el mundo es sórdido y ajeno", como escribió Sabina desde alguna de sus madrugadas rotas. Y entonces regresan. No solo los recuerdos del último verano, no solo los de este que acabó hace poco , el del 2009, sino también otros veranos, ya lejanos, ya levemente difuminados por el tiempo, que se superponen unos sobre otros como diapositivas antiguas en una vieja caja de zapatos.

No sabría decir si aquellos veranos fueron mejores o peores. Quizás eran más inocentes, o simplemente nosotros lo éramos. Pero lo cierto es que tenemos impresas en la memoria imágenes desgastadas como fotografías reveladas con prisas: un poco ajadas, algo arrugadas por los años, emborronadas por la vida y por la forma en que a veces, sin darnos cuenta, vamos deformando el pasado para hacerlo más habitable.

Seguramente habrá más veranos. Quizá más cálidos, más largos, más intensos. Pero nunca, nunca jamás, habrá uno igual a otro. Porque cada verano es único. Y cada uno se lleva algo de nosotros, como un ladrón que entra de puntillas y se lleva el sol por la ventana.

Así que, a modo de resumen sentimental, dejo aquí algunas postales desordenadas, retazos en forma de escena, capturados entre finales de junio y los últimos suspiros de septiembre de este verano de 2009, justo ahora que "el otoño llegó con su alfombra marrón tendida en las aceras", cubriendo los restos de lo vivido con esa melancolía tan suya, tan nuestra.

— Un viaje improvisado en coche con los cristales bajados, el salitre en la piel y el estribillo de una canción que ya no recuerdo, pero que en ese momento parecía contener todo lo que éramos.
— Las siestas en sombra compartida, el zumbido de los ventiladores y las conversaciones a media voz que parecen eternas, como si el calor también dilatara el tiempo.
— Una cena en la terraza de siempre, con vino barato, risas torpes, mosquitos traicioneros y promesas que no sabíamos que no íbamos a cumplir.
— El olor a aftersun, a cloro, a arena, a camiseta recién planchada para salir.
— Un mensaje que llegó tarde.
— Un reencuentro inesperado que no cambió nada, aunque por un momento fingimos que sí.
— Un cielo lleno de estrellas en un pueblo sin cobertura.
— Un domingo con resaca y tortilla fría, con los pies en alto y el alma a media asta.
— Un último baño. Siempre hay un último baño. A veces uno no lo sabe hasta después.

Y así, entre fuegos artificiales lejanos, canciones que se nos quedaron pegadas al cuerpo y un puñado de imágenes que ya empiezan a virar hacia el sepia, se nos fue este verano. El del 2009. Ni mejor ni peor. Simplemente único. Como todos.