Hasta hoy he sobrellevado el confinamiento con la entereza que permite una rutina impuesta por las circunstancias, aunque no sin cierta dificultad para calibrar con precisión el alcance de todo lo que veo, escucho y , sobre todo, siento. No ha sido fácil encontrar el equilibrio en medio del estruendo informativo, de las cifras, del miedo sordo y de esa sensación difusa de intemporalidad que convierte los días en un todo homogéneo. Y, sin embargo, puedo decir que he "resistido" , sí, en el sentido más estoico del término, durante casi mes y medio.
Hoy, sin embargo, ha sido diferente. Ese limbo que se abre entre un día laborable y otro, una especie de grieta en la rutina, me ha golpeado con una melancolía inesperada. Era previsible, por supuesto. Ningún confinamiento es inmune a las grietas emocionales. Y este ha sido uno de esos días en los que hasta acertar se convierte en error y en los que la realidad pesa como una losa demasiado concreta.
No escribía aquí desde hacía más de dos años. Este blog, que en otro tiempo fue confidente y espejo, ha ido quedando arrinconado, como una vieja cinta VHS que sabes que guarda tesoros, pero que rara vez te detienes a rebobinar. Pensé, al inicio de esta clausura global, en escribir un diario del confinamiento. Pensé que, quizás, pudiera servir de catarsis o de huella para el futuro. Me imaginé contando con detalle mis lecturas, películas, series, las peripecias del cocinillas improvisado en que uno se convierte cuando la nevera y el tiempo se confabulan, y también esas conversaciones con Blanca, que, con una paciencia más digna de estudio que de elogio, ha aguantado mis oscilaciones anímicas y mis recurrentes tormentas interiores.
He caminado por casa. Literalmente. Hasta 12 kilómetros en una jornada, emulando —salvando distancias metafóricas y literales— mis paseos por la isla, aunque sin árboles, sin patos, sin Guadiana. Solo yo, mi sombra, y ese reencuentro diario en el pasillo en el que, cruzándonos sin mirarnos del todo, nos reconocemos en la inercia. Ella me observa, incrédula, entre la sonrisa y el tedio, mientras yo intento hacer deporte en 90 metros cuadrados con la torpeza de un ermitaño moderno.
Y sin embargo, el blog quedó mudo. Lo relegué, como tantos otros hábitos, por la inmediatez de las redes sociales, por la efímera descarga de dopamina que ofrecen los likes, y por esa falsa sensación de haber compartido algo sin haber dicho realmente nada.
Leo las noticias, casi con un automatismo malsano. Y sé que no me hace bien. Lo sé. Pero uno se obstina en la sobreinformación como quien escarba en una herida para comprobar si sigue doliendo. Y claro que duele. Y claro que todo esto va para largo. A veces nos envuelve un espejismo de optimismo, una corriente superficial que nos invita a creer que todo pasará pronto, que despertaremos de esta pesadilla y que el mundo seguirá girando como antes. Pero ya intuimos que no será así. Que la normalidad que conocimos está, al menos por ahora, en suspenso. Que tal vez no regrese del todo jamás.
Si algo hemos aprendido —y no es poco— es la futilidad de los planes a medio o largo plazo. La renuncia forzada a nuestras pequeñas certezas. No poder ir esta Semana Santa a Miranda del Castañar, ese refugio de paz, de piedra y de silencios limpios, fue el primer golpe de realidad que me hizo comprender que la vida, ahora, debe vivirse en formato breve. El día a día como horizonte. El presente como única certeza.
No sabemos si volveremos a Lanjarón, a Benarrabá, a Estoril, a Losar de la Vera o a Mojácar. Si pisaremos de nuevo La Lola, B-Nomio, La Carbonería o El Trece Uvas. Si habrá cañas en El Pestorejo o churros en el Sanarra. Si se alzará el telón en el Gran Teatro o si Ipiña cantará para los suyos en una de esas noches que parecen abrazar al mundo. Todo eso, hoy, es literatura de la memoria.
Vivimos días insólitos, pensamientos extraordinarios, emociones atípicas. El mundo, como lo concebíamos, ha virado en un eje invisible, y nosotros con él.
Y pese a todo, pese a la incertidumbre, el cansancio, el encierro y la nostalgia, que no nos falte un canto de esperanza. Que no nos falte la promesa de un nuevo amanecer, como los de Miranda del Castañar vistos desde la terraza del apartamento de la muralla, cuando el sol asoma entre los tejados y uno cree, aunque sea por unos minutos, que todo encaja.
Hay que resistir. Porque quien resiste, al final, vence.
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