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23.2.11

Mi vago e infantil recuerdo del 23-F


 Retrotraerse en el tiempo treinta años no es tarea fácil, sobre todo para alguien que por aquel entonces aún no había alcanzado ni la edad de hacer la primera comunión. Y, sin embargo, algunos recuerdos de aquella fecha —que pasó a la historia de nuestro país más como una bochornosa efeméride que como lo que pudo haber sido— siguen flotando en la memoria como fragmentos borrosos de una película mal montada.

No tengo una imagen clara del 23 de febrero de 1981. Es lógico: era un niño de tercero de la extinta E.G.B., y por mi cabeza no pasaban ni la política, ni los partidos, ni los bandos, ni mucho menos el eterno conflicto de las dos Españas. Y tampoco falta que me hacía. Según cuentan mis padres, aquella tarde la pasé en casa de mi abuela. Ellos estaban en Zafra, en una de tantas revisiones oftalmológicas a las que debía acudir mi padre por los problemas que arrastraba desde hacía años. La noticia del "asalto" al Congreso les pilló allí, en la sala de espera de una clínica, y fue un familiar quien les alertó por la radio de lo que estaba ocurriendo. Sin pensarlo mucho, pusieron rumbo de vuelta a casa. Algo gordo pasaba, y el cuerpo lo sabía.

Yo, sin embargo, no recuerdo nada de aquella tarde ni de esa noche. Supongo que para mí fue un día más, en la casa de mi abuela, con merienda y dibujos animados. Mi padre, como tantos otros españoles, se pasó la noche pendiente de la radio y de la televisión, tratando de entender si todo aquello que con tanto esfuerzo se iba construyendo —aquello llamado democracia— no iba a ser arrojado por el retrete por cuatro exaltados, cuatro nostálgicos de tiempos oscuros en los que mandaban sin más ley que su voluntad, sin más orden que su uniforme.

No guardo recuerdos del 23-F en sí, pero sí de la mañana siguiente. Mi madre dudaba si llevarme o no al colegio. Había rumores de que no habría clases, o de que la situación no estaba del todo clara. Pero al final, con la intervención del rey durante la madrugada y el ambiente algo más tranquilo, decidió mandarme al cole. Al fin y al cabo, en el pueblo no se notaba nada raro, a pesar de que por entonces existía uno de los acuartelamientos militares más importantes de la región —hoy ya desmantelado del todo— y aquello podía haber tenido otro color si las cosas hubieran salido mal.

Para mí, un golpe de Estado no era más que una expresión lejana. Me sonaba a lo mismo que la Feria del Queso de Trujillo: algo importante para los mayores, pero que a mí me interesaba más bien poco. Lo que sí recuerdo con claridad son los corrillos en la calle, los comentarios cruzados entre vecinas, las frases que se repetirían durante años: “¡Que se sienten, coño!” o “¡Quieto todo el mundo!”. Aquellas palabras, más tarde icónicas, ya entonces circulaban entre risas nerviosas y miradas aún tensas.

El desconcierto fue aún mayor al llegar al colegio. Cada niño contaba una versión diferente de lo sucedido, como si hubiéramos asistido a mil películas distintas: que si ETA había matado al rey y a Suárez, que si los franquistas habían asesinado a todos los del Congreso, que un guardia civil se había vuelto loco y había matado a diestro y siniestro... Un auténtico cacao mental. Y luego, al volver a casa a la hora en que normalmente ponían alguno de esos programas soporíferos de las tardes, descubrí que estaban emitiendo una película de Danny Kaye, una comedia titulada El asombro de Brooklyn. Así que, en mi lógica infantil, pensé: “¿Y por qué no podría haber un golpe de Estado todos los días si eso significa que echan pelis chulas por la tele?”. Cosas de la edad.

La intentona pasó, y poco a poco la vida volvió a su cauce. En apenas unas semanas, comenzaron a circular miles de cintas de casete llenas de chistes sobre lo ocurrido. Se escuchaban en los coches, en las casas, en los bares. Aquello que pudo haber sido otra de las páginas más oscuras de nuestra historia, acabó quedando para muchos como un episodio surrealista, casi de opereta, protagonizado por unos cuantos nostálgicos armados de ridículo y pistola.

Con el tiempo, fui comprendiendo el verdadero alcance de aquel día que de niño no supe interpretar. Lo que entonces me pareció un circo con uniforme, me provoca hoy una mezcla de vergüenza, pena y desasosiego. Vergüenza por lo que intentaron imponer unos cuantos, creyéndose dueños del destino de todos. Pena porque cuando este país empezaba por fin a desperezarse de un letargo de cuarenta años, hubo quien quiso volver a sumirlo en la oscuridad. Y desasosiego porque, aunque han pasado décadas, aún hay quien sueña con imponer sin convencer, como se hizo tantas veces a lo largo de nuestra historia.

La foto que acompaña esta entrada es de aquel curso de 1981. Viéndonos en ella, con nuestras caritas de niños que no sabían nada de nada, está claro que no entendimos de qué iba la película. La de las Cortes, quiero decir. Porque la de Danny Kaye, esa sí, esa nos gustó a todos.

21.2.11

Albert Desalvo, el estrangulador de Boston.


Últimamente, me ha dado por revisitar clásicos del cine en DVD, esos filmes que en su día marcaron época o quedaron grabados en la memoria por algún motivo especial. Ya sean bélicas de los años 40 y 50, westerns de los 60 o grandes superproducciones de las décadas posteriores, siempre hay algo que te atrapa. Lo curioso es que al cabo de los años muchos recuerdos se desdibujan, los argumentos se entremezclan y, en ocasiones, la lógica parece ausente al tratar de reconstruir esas historias que en su día nos impactaron.

Así que en uno de esos días me hice con un ejemplar de El estrangulador de Boston, película de 1968 protagonizada por dos auténticos monstruos del cine: Henry Fonda y el recientemente fallecido Tony Curtis. Metí el DVD en el reproductor y, ¡zas!, como si la hubiera visto hace un par de meses, el filme volvió a atraparme. Creo recordar que la vi por primera vez en una de aquellas sesiones de "Sábado Cine" que TVE emitía en los años 80, justo después de Informe Semanal. Por entonces, con solo dos canales públicos y una audiencia muy repartida, esos programas eran verdaderos eventos.

Pero no quiero hablar tanto de la televisión española ni del film en sí, sino del personaje real en el que está basado: Albert DeSalvo, tristemente conocido como el Estrangulador de Boston. Porque, sí, la historia fue real y sucedió a comienzos de los años 60 en la ciudad estadounidense.

Albert DeSalvo parecía un hombre común, un tipo normal y corriente, casado, padre de dos hijos, empleado en una fábrica de cauchos. Nadie podría haber sospechado que tras esa apariencia anodina se escondía un asesino en serie. Vivía una existencia rutinaria: de la fábrica a casa y de casa a la fábrica, sin levantar sospechas entre sus compañeros o vecinos. Su juventud estuvo marcada por algunos altercados menores, pero nada que apuntara a lo que estaba por venir.

Nacido en Massachusetts en 1931, DeSalvo fue uno de cinco hermanos. Su infancia estuvo marcada por la violencia doméstica, ya que su padre era un hombre agresivo que golpeaba a su esposa y a sus hijos. Esta situación desembocó en el divorcio y el posterior nuevo matrimonio de su madre, lo que deterioró aún más la relación con Albert. Ya adulto, y tras alistarse en el ejército, fue destinado a Alemania, donde conoció a la que sería su esposa, con quien tuvo dos hijos, a los que adoraba y con quienes compartía largas horas jugando o viendo televisión.

Entre junio de 1962 y enero de 1964, Boston fue el escenario de una ola de terror provocada por trece asesinatos. Las víctimas, en su mayoría mujeres de edad avanzada, fueron estranguladas con una violencia fría e implacable. DeSalvo aprovechaba el espacio de tiempo entre la salida del trabajo y su llegada a casa para cometer estos horribles crímenes, eligiendo a sus víctimas por su fragilidad e indefensión.

La historia de Albert DeSalvo es, más allá del thriller o el drama, un estremecedor retrato de la oscuridad que puede ocultarse tras una apariencia banal, y la manera en que el mal puede infiltrarse en lo cotidiano sin que nadie lo advierta hasta que es demasiado tarde.

Hechos más o menos similares hemos visto, por desgracia, decenas de veces, tanto fuera como dentro de nuestro país. No es algo nuevo, ni exclusivo de un lugar o época. Sin embargo, lo que siempre me ha intrigado —y creo que a muchos también— es qué es lo que lleva a una persona, que aparentemente parece normal, con una vida cotidiana totalmente común, a convertirse en un monstruo capaz de cometer tales atrocidades.

Personas que podrían ser vecinos, amigos de la infancia, compañeros de trabajo, que comparten con nosotros preocupaciones típicas y terrenales: la hipoteca, el coche, el fin de mes ajustado, las vacaciones soñadas. ¿Qué mecanismos invisibles en su mente se activan para desencadenar el horror? Por mucho que la psiquiatría intente explicar con términos como trastornos disociativos, personalidades múltiples o esquizofrenia paranoide, la verdad es que me cuesta creer que alguien pueda adentrarse realmente en la oscuridad que habita en la mente de uno de estos asesinos y entender qué fue lo que les llevó a cruzar esa línea definitiva.

Y ahí reside el verdadero miedo, el temor profundo y constante, porque nunca sabremos con certeza quién es capaz de cometerlo. Esa persona terrible puede ser, en apariencia, el vecino del piso de enfrente, un amigo de la infancia con el que compartiste risas y juegos, o el cajero del supermercado donde vas a comprar cada día sin levantar sospechas.

Albert DeSalvo fue condenado a cadena perpetua en 1966, pero no pudo cumplir mucho tiempo su condena: fue asesinado por un compañero de celda en 1973. Y sin embargo, su historia sigue resonando como un oscuro recordatorio de lo frágil que es la línea que separa la normalidad de la locura y la barbarie.

7.2.11

George Reeves y la maldición de Supermán


Ayer por la tarde disfruté de una película Titulada "Hollywoodland", cinta del año 2006 basada en hechos reales con Adrien Brody y Ben Affleck, donde nos cuenta la historia de George Reeves un prometedor actor que comenzó su carrera participando en la legendaria película "Lo que el viento se llevó" y terminó protagonizando una serie de Supermán para la televisión Norteamericana durante varios años, papel que le dió la fama, pero del cual quiso desprenderse a toda costa y quedar encasillado en roles similares que jamás sacaron a la luz el posible talento interpretativo que pudiera haber tenido.
Para todos nosotros, Supermán, el nuestro, siempre será Christopher Reeve, que curiosamente casi coincide en apellido con el héroe de los años 50, pero nada tenían que ver el uno con el otro. También sabemos el trágico final que tuvo Christopher, relegado en los últimos años de su vida a una silla de ruedas y a un respirador debido a un desgraciado accidente de equitación que le privó de toda movilidad posible y que finalmente fué la causa de su prematura muerte en 2004 a los 52 años de edad.
El otro Supermán, George Reeves tampoco tuvo un final feliz, además de rodeado de un gran misterio que es la trama de la película que ayer ví, ya que jamás se pudo esclarecer si su muerte fué un suicidio o un asesinato en toda regla.

El 16 de junio de 1959, George Reeves murió de una herida de bala en la cabeza en el dormitorio del piso de arriba de su casa a la edad de 45 años.
La policía tardó menos de una hora en llegar, estando presentes en la casa en el momento de la muerte de Reeves, su novia Leonore Lemmon, William Bliss, el escritor Robert Condon, y Carol Van Ronkelcon su marido, el guionista Rip Van Ronkel. Se dice que Reeves jamás se puedo autoinflingir un disparo, ya que el arma no tenía huellas, el casquillo se encontró debajo de su cuerpo y se encontraron dos impactos de bala en la habitación. Se dice que podía haber sido por encargo de una amante con la que Reeves terminó un tiempo antes, que podóa haber sido su propia novia ya que el segundo impacto de bala confesó haber sido hecho por ella la mañana antes accidentalmente... Sea como fuere, la muerte de Reeves fué archivada, a pesar de las investigaciones privadas que su propia madre encargó que demostraban que no fué un suicidio y de los testimonios de amigos que declararon que George Reeves jamás se hubiera suicidado.

Dos actores, dos finales trágicos que irónicamente jamás hubiese tenido el personaje que compartían. Esto del cine crea mito, leyendas, historias rodeadas de un halo de misterio que en muchas ocasiones la realidad supera a la ficción. Supermán, up in the Sky¡¡¡.