
Ocurrió ayer por la tarde, en una preciosa localidad de la provincia de Cáceres, a donde nos dirigíamos, como en tantas otras ocasiones, para disfrutar de un magnífico evento musical: el Réquiem de Tomás Luis de Victoria.
Llegamos con bastante antelación, así que decidimos matar el tiempo tomando un café o un refresco en la primera cafetería que encontráramos abierta. Tras caminar unos minutos, dimos con un restaurante que en su planta baja hacía las veces de bar y cafetería. Apenas había clientes: una pareja detrás de la barra, otra pareja con una niña de unos diez años, y un hombre grueso, cabeza rapada, que se hacía notar demasiado.
Este tipo, que decía tener 37 u 38 años, hablaba en un tono demasiado alto para un local tan tranquilo, intentando hacerse el centro de atención, con cerveza en mano y evidentes signos de que no era la primera que se tomaba. Su discurso, cargado de odio y prepotencia, era una letanía de insultos y amenazas: presumía de echar de ese bar a todo “maricón”, “moro” y “sudaca” que osara entrar, a pesar de no ser dueño ni tener relación directa con el negocio.
Sus “perlas” no acababan ahí. Propagaba la supremacía del hombre sobre la mujer, reclamando obediencia absoluta y mano dura si esta no se cumplía. Se vanagloriaba de adiestrar perros de razas peligrosas —Pit Bulls, Rottweilers, Dobermans— para enseñarles a atacar y de organizar peleas de estos animales, algo que escuché con horror.
Lo más inquietante llegó cuando, ante la pareja y la niña que le acompañaban, se mostró orgulloso de un tatuaje de las SS nazis en su espalda. Con una sonrisa macabra, afirmaba que aquellos eran “tipos cojonudos” capaces de matar a más de 1.500 judíos en media hora.
En menos de cinco minutos, ese individuo desplegó un catálogo de odio, racismo y violencia que hizo imposible seguir en ese lugar. Apenas pude terminar mi refresco antes de salir a buscar aire fresco, porque necesitaba escapar de la atmósfera asfixiante que aquel energúmeno respiraba y hacía respirar a los demás.
Sentí un profundo asco al salir, y aún tuve que alejarme varios metros para que su voz, alta y cavernaria, no me llegara a los oídos en el silencio de la tarde. Pero no sólo me dio asco: sentí también una inmensa pena. Pena por ese pobre diablo, escoria humana incapaz de vivir con dignidad, pero sobre todo pena por los que le escuchaban sin intervenir, incapaces, quizá, de poner freno a sus barbaridades. Y pena terrible por la niña de apenas diez años que le acompañaba, inocente testigo de aquel cúmulo de odio y desprecio.
Es en momentos así cuando uno se da cuenta de que la ignorancia y el odio no sólo dañan a quienes los profesan, sino también a quienes los soportan.