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16.7.25

Waldo de los Ríos

 ¿Quién no se acuerda de la inolvidable melodía de Curro Jiménez, esa que nos trasladaba, en apenas unos compases, a los caminos polvorientos de Sierra Morena, entre trabucos, caballos y un aire de rebeldía romántica que olía a libertad? ¿O de aquel vibrante Himno a la alegría que Miguel Ríos llevó desde la radio, a la televisión, hasta los cines, los tocadiscos y las gargantas de una España que empezaba a soñar con abrir ventanas? Era Beethoven, sí, pero con arreglos, una orquesta sinfónica, una guitarra eléctrica de fondo y el pulso acelerado de una generación entera. Son músicas que no solo suenan, sino que marcan época, que se adhieren a la memoria como el eco de algo más profundo: una forma de ser, de sentir, incluso de resistir. Esas melodías, más allá de su belleza, se convirtieron en símbolos.

Durante años, el nombre de Waldo de los Ríos resonó en mi memoria como una melodía lejana, como esas canciones que uno ha escuchado muchas veces sin saber de quién son, sin detenerse a pensar en el rostro que se esconde tras los arreglos. Lo oí nombrar en conversaciones dispersas, en programas de televisión, y siempre con una mezcla de asombro y pesar. Sabía, sí, de su trágica y algo misteriosa muerte, ocurrida en 1977, cuando decidió poner fin a su vida en un Madrid que ya no parecía escucharle. Sabía también de su talento precoz, de su capacidad casi alquímica para transformar la música clásica en un puente hacia el gran público. Pero confieso que, hasta ver el documental Waldo (2024), no había profundizado en su figura. Y ahora que lo he hecho, siento que he rescatado del olvido a un hombre que nunca debió haberse perdido.

El documental, dirigido con una delicadeza que evita el sensacionalismo y apuesta por la reconstrucción paciente, nos revela a Waldo como un personaje poliédrico: niño prodigio, exiliado precoz, artífice de éxitos internacionales, alma atormentada por la exigencia estética y el peso del silencio. Su vida es un collage de luces y sombras, de orquestas y hoteles grises, de aplausos ensordecedores y madrugadas solitarias. La película sabe explorar con finura esa dualidad sin forzar el drama, dejando que sea la música, la suya, la que hable cuando las palabras resultan insuficientes.

A través de imágenes de archivo, entrevistas y recreaciones sonoras de sus arreglos más célebres, aquellas versiones de Beethoven o Mozart que supieron entrar en la casa de la gente sin traicionar su esencia, "Waldo" no sólo reconstruye una biografía; construye también una emoción. La de quienes alguna vez sintieron que el arte podía ser una forma de consuelo, una tregua, una patria móvil.

Hay algo profundamente nostálgico en el visionado de este documental, y no sólo por el aire setentero de muchas de sus imágenes, sino porque nos habla de una época, y de un tipo de artista, que parecen haber desaparecido: creadores que no hacían concesiones, que se desvivían por encontrar una armonía imposible entre lo popular y lo elevado, entre lo comercial y lo trascendente.

Al terminar "Waldo", uno no puede evitar preguntarse cómo es posible que una figura así haya sido relegada durante tanto tiempo a un rincón discreto de la memoria colectiva. Y al mismo tiempo, uno comprende que su historia, aunque trágica, no ha terminado. Porque cada vez que su música vuelve a sonar, ya sea en un vinilo polvoriento o en un documental como este, Waldo de los Ríos vuelve a la vida. Y con él, ese viejo anhelo de belleza que, aunque nos cueste admitirlo, sigue latiendo bajo la superficie del presente.


15.7.25

Leoncia: la mujer detrás de la estatua



En el corazón de Cáceres, allí donde la piedra antigua resiste al tiempo y las plazas respiran siglos, se alza, discreta pero firme, la figura de una mujer de bronce. Su presencia no impone, pero conmueve. No desafía, pero permanece. Su nombre es Leoncia Gómez Galán, y su imagen, congelada en un gesto cotidiano, encarna algo más profundo que la simpatía popular: la dignidad silenciada de una vida al servicio de los otros.

A los ojos del visitante, podría parecer una estampa amable del pasado. Sin embargo, quien se detiene a mirar con atención descubrirá, tras esa postura encorvada y ese pañuelo humilde, la historia de una mujer a la que la historia no quiso escribir. Una mujer nacida pobre, vivida en la sombra y esculpida, ya tarde, en la memoria colectiva de un pueblo que aún le debe justicia.

Leoncia vino al mundo en 1903, en la localidad fronteriza de Valencia de Alcántara. Su primer gesto en la vida fue una despedida: fue abandonada al pie de una iglesia y recogida, por caridad o destino, por una familia de escasos recursos. Aquel acto fundacional marcaría el tono de toda su existencia: la intemperie, la necesidad, el silencioso heroísmo de sobrevivir.

A los trece años, todavía una niña, fue enviada a Cáceres para servir en casa de un reputado abogado. Allí transcurrió medio siglo de su vida. No en su casa, sino en la casa de otros. Cincuenta años en los que el tiempo no le pertenecía, el descanso era ajeno, y la palabra “vida” se confundía con la palabra “obediencia”. Cocinó, lavó, crió, limpió, curó y calló. Su salario era simbólico, apenas unas pesetas primero, unos duros después. Su jornada no tenía fin. Su voluntad, propiedad del patrón. La suya fue una biografía sin páginas, vivida entre las costuras de otras vidas más visibles.

Cuando la edad y el cuerpo dijeron basta, la pobreza no concedió tregua. En 1966, con 63 años, comenzó una nueva etapa: la de vendedora ambulante de periódicos, vocera de El Periódico Extremadura. Cada mañana, con los ejemplares bajo el brazo, recorría las calles empedradas anunciando titulares a viva voz, confiando en que alguna noticia de calado incrementara las ventas. En esas caminatas se jugaba no solo unas monedas, sino también un lugar en el mundo.

Alquilaba una habitación en el barrio de Busquet. No tenía jubilación, apenas red. Era una mujer mayor recorriendo el frío de los inviernos y el sol implacable de los veranos para ganar lo indispensable. Y sin embargo, no pidió más que poder seguir adelante. Trabajó mientras el cuerpo le sostuvo. Calló mientras la voz le sirvió. Vivió en los márgenes, sin quejarse, pero dejando huella.

En 1975 se retiró. Vivió sus últimos días en la residencia de la Avenida de Cervantes, donde conoció, al fin, un poco de afecto tardío. Contrajo matrimonio en 1977 con Salvador Hernández Fernández. Fue, quizás, su único gesto de plena libertad.

Falleció en 1986, a los 83 años. Pocos pensaron entonces que su figura terminaría por representar una parte esencial de la identidad de Cáceres. Pero en 1999, con motivo del 75 aniversario del diario al que dedicó sus últimos años, se instalaron dos esculturas en su honor. Una, en la redacción del periódico. La otra, la más visible, en la Plaza de San Juan, en el mismo lugar donde tantas veces Leoncia vendió las últimas ediciones con la esperanza de una venta más.

Allí está ahora. No impone, no habla. Pero su presencia interpela. Su cuerpo encorvado no simboliza cansancio, sino resistencia. Su gesto no es de sumisión, sino de entrega. Leoncia, la criada, la vocera, la mujer sin nombre propio durante décadas, es ahora memoria de muchas otras que, como ella, vivieron sin aplausos y murieron sin homenaje.

Convertir a Leoncia en una estampa entrañable es tentador. Pero hacerlo sin contar su verdad es traicionarla. No fue folclore. Fue clase obrera. No fue un personaje pintoresco, sino la encarnación de la injusticia que se institucionalizó durante generaciones. Su historia no es una anécdota para turistas: es una advertencia. Y su estatua no debería invitar solo a la foto, sino al pensamiento.

Porque el bronce puede brillar, pero no debería ocultar las sombras. Y en la de Leoncia hay muchas: la explotación doméstica, el clasismo, el patriarcado, la pobreza secular. Honrarla no consiste en florituras ni placas, sino en reconocer a las mujeres que, como ella, sostuvieron el mundo desde abajo sin ser vistas, sin ser nombradas, sin dejar de luchar.

Hoy, cuando pasamos junto a su figura, conviene detenerse. Mirarla no como símbolo amable, sino como símbolo incómodo, verdadero, profundamente humano. Porque si el bronce de Leoncia perdura, es para que no olvidemos que bajo cada piedra noble de esta ciudad, hubo muchas vidas humildes que la levantaron. Y una de ellas, acaso la más silenciada, fue la suya.

14.7.25

Pedro José, Jesucristo y los Modern Talking (Basado, o eso creo, en hechos reales)




Todos los veranos son, en realidad, el mismo verano. Pese al calendario y sus hojas exactas, cada regreso al estío es también, de alguna manera, un regreso, más íntimo y secreto, a aquellos veranos que nos marcaron con una huella de sol en la memoria. Basta con que el aire huela a brea caliente o que un ventilador gire con su monótona letanía para que algo en nosotros, una brizna de nostalgia, una canción antigua, una piel morena recién salida del agua, se active y nos devuelva al lugar en que fuimos más intensamente nosotros mismos.

Porque el verano, más que una estación, es un estado del alma. Y no todos los veranos dejan huella, pero hay algunos, a veces uno solo basta, que se quedan a vivir en nosotros para siempre. Ese verano en que nos enamoramos sin remedio. Aquel en que descubrimos el vértigo de la libertad. O el que nos cambió sin que nos diéramos cuenta, y al final del cual ya éramos otros.

Esta pequeña  historia nace de uno de esos veranos. De uno de esos regresos. De una estación concreta, pero también de un tiempo suspendido, como atrapado en ámbar. Tú, si quieres, puedes seguir leyendo. Pero que sepas que, al hacerlo, no sólo entras en una historia ajena. Entras tal vez, también, en tu propio recuerdo.

Era el verano de 1998 y España andaba en una especie de resaca optimista. Habían pasado seis años de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Expo de Sevilla, y aunque ya nadie hablaba del “milagro español”, sí se respiraba una mezcla extraña de entusiasmo económico y hartazgo institucional. José María Aznar gobernaba con mayoría absoluta, hablaba inglés regular y prometía modernidad en traje gris. La palabra “burbuja” aún no se usaba fuera de los telediarios, pero los ladrillos ya crujían bajo los cimientos del país.

La juventud española vivía entre los ecos del grunge y los primeros beats del bakalao tardío. El teléfono móvil era un Nokia 5110, las cabinas aún servían para algo, y los SMS costaban lo suyo, así que la comunicación con las chicas del pueblo seguía siendo presencial o por carta (o por colega interpuesto).

El país crecía económicamente, pero lo hacía a trompicones: la corrupción ya asomaba por las esquinas, aunque aún se decía bajito, y los tertulianos no tenían Twitter, pero ya estaban calentando en las sobremesas. En las teles reinaba Telecinco, los resúmenes de Tour de Francia y las reposiciones de Verano Azul o El príncipe de Bel air. Y en Extremadura…

Extremadura, mientras tanto, seguía como siempre, con su calor de horno de leña, su sombra de acacia junto a los casinas del pueblo, y esa mezcla mágica de resignación, orgullo y retranca. La región todavía arrastraba cifras de paro más altas que el resto del país. Pero eso no impedía que los pueblos se llenaran cada verano de hijos pródigos que volvían de Madrid, Barcelona, el País Vasco o Alemania para pasar las fiestas patronales.

El campo extremeño resistía, los jornaleros se quejaban del precio de la uva y los tomates, y los jóvenes, esos que no se habían ido, se refugiaban en las gasolineras abiertas 24 horas, en los botellones en caminos de tierra, y en los bares donde se ponía desde Extremoduro hasta Camela sin pudor ni ironía.

La política regional estaba dominada por Juan Carlos Rodríguez Ibarra, presidente de la Junta desde 1983, que ejercía como una mezcla de maestro rural, gurú socialista y polemista de bar. Los planes de desarrollo se anunciaban con nombres rimbombantes, pero los pueblos seguían con consultorios cerrados a partir del mediodía y con los colegios públicos perdiendo alumnos a chorros.

Y sin embargo, no faltaban las verbenas. Las ferias de los pueblos eran el gran evento del verano: orquestas con nombres como Eclipse o Los de Proserpina, puestos de churros, tómbolas de peluches imposibles y garitos donde aún se bailaban pasodobles, aunque ya se colaban los acordes de la Ruta del Bakalao. En ese caldo de cultivo, entre olor a albero, cerveza caliente y cochecitos de choque, se gestaban historias absurdas, tiernas, torpes y entrañables. 

En aquel comienzo de septiembre de 1998, en Montijo, ese fin de semana, no quedaba rastro de los días laborables: la feria lo cubría todo con ese barniz de desenfreno donde la resaca es apenas una consecuencia lejana, como las facturas de octubre. Los amigos, José, Pedro, David y Alberto, llegaban con la piel tostada por el sol y el hígado ya algo resentido por un verano que había sido una gira improvisada por las fiestas de media Extremadura. Las de Almendralejo aún palpitaban en su memoria como una cicatriz reciente y gloriosa: alcohol variado, música machacona, chicas que olían a bruma de colonia y sudor dulce, y una noche que ninguno logró olvidar del todo, aunque tampoco lograban recordarla del todo bien.

Aquella noche de Montijo prometía cerrar el verano como se cierran los buenos libros: con una carcajada y una punzada en el pecho.

Todo comenzó, como siempre, en la explanada. Botellón previo entre coches aparcados en ángulo extraño, litronas sudando sobre el capó de un Renault 19 gris y vasos de plástico que crujían como grillos al pisarlos. Fue allí donde conocieron a cuatro chicas gallegas de paso. No recordaban exactamente de dónde eran, ¿Ferrol?, ¿Lugo?, ¿algún pueblo con nombre de piedra o de río?,  pero hablaban rápido y reían más rápido aún, y eso bastaba. Se intercambiaron nombres, cigarros, tragos y promesas de verse dentro “en la caseta grande, al lao de los coches de choque”.

Entraron al recinto ferial con esa mezcla de alegría y mareo que da un botellón en regla. Era una noche calurosa, espesa, como si la humedad se hubiera emborrachado también. Las casetas hervían con los sonidos de aquel verano: En una, “Mambo No. 5” de Lou Bega hacía que hasta los más torpes meneasen el esqueleto como podían. En otra, una voz robótica anunciaba el futuro: “Do you believe in life after love?” cantaba Cher, y los altavoces escupían auto-tune como si fuese magia. A Pedro le encantaba ese tema, aunque no lo reconociera. Decía que le recordaba a una ex que nunca había tenido.

En una caseta más al fondo sonaba “Ray of Light” de Madonna, mezclada a volumen criminal con “Blue (Da Ba Dee)” de Eiffel 65. Todo era confusión, ruido, felicidad sudorosa. Unos chicos se marcaban una coreografía improvisada con “Everybody (Backstreet’s Back)”, mientras otros tarareaban el estribillo de “La copa de la vida” de Ricky Martin entre litronas.

 David, empeñado en ir a contracorriente como un salmón tecnopop, recorría cada caseta con el mismo ruego:

—¿Me puedes poner el “You are my heart, you are my soul” versión del 98? ¡De Modern Talking!

Nadie le hacía caso. Uno le dijo que eso no era música para feria. Otro directamente le mandó a bailar a la verbena de los jubilados. Pero David no cejaba: era un caballero en su cruzada.

Entre risas, luces de neón y colisiones hormonales, surgió una pequeña anécdota con las gallegas: Pedro, siempre el más cauto con las palabras pero el más valiente con las miradas, terminó bailando con una tal Lorena (o Laura... o ¿Lucía?) que le plantó un beso que olía a piruleta de fresa, justo antes de desaparecer tras su grupo con un “¡nos vemos ahora!” que nunca se cumplió.

Hubo un pequeño conato de pelea cuando José, en su entusiasmo por pedir fuego, acabó metiendo sin querer la mano en el escote de una chica de peinado imposible. Su novio, un armario ropero con cara de querer cobrar peaje por respirar cerca de él, se puso tenso. Pero Alberto, con hábil diplomacia con cuatro rones en la sangre, logró mediar usando su gran frase mágica: “No hay que discutir, hombre. ¡Hay para todos!”

Y cómo olvidar el encuentro con Los de La Garrovilla. Siempre estaban. Eran como una cofradía ambulante, liderados por aquel muchacho que parecía sacado directamente de un vitral: pelo largo, barba descuidada, túnica mental. Le llamaban “Jesucristo”, aunque se llamaba Miguel, y los demás, Tomás, Juan, Mateo y el bajito que nadie recordaba cómo se llamaba, lo seguían con devoción de mártires con litrona. Se saludaban con un gesto de cabeza, como los pistoleros en una taberna del oeste.

A eso de las cinco, cuando el alma pide carne y el estómago amenaza con huelga, a David le entró un hambre asesina. Pero ya no le quedaba ni una peseta. Se plantó delante de un puesto de hamburguesas, observando fijamente al dueño calvo y sudoroso que tenía un aire innegable a Pedro José, aquel mítico mediocampista del Extremadura.

—¡Pedro Joseeeeeee! ¡Invítame a una hamburguesa, que tengo hambre y tú sabes lo que es luchar en campos difíciles! —gritaba una y otra vez, como si estuviera en el Francisco de la Hera.

—¡Pedro Joséeeeeeeeeeeeeee! —gritó, alzando los brazos como si acabara de marcar en el descuento.

El hombre lo miró por encima de las cejas. Silencio. David no se achantó.

—¡Hazlo por Almendralejo, por los ascensos! ¡Invítame a una hamburguesa, que estoy tieso y tú sabes lo que es pelear con el estómago vacío!

El calvo seguía en silencio, removiendo cebolla con resignación. Pero David insistía, ya convertido en espectáculo:

—¡Pedro José, tío! ¡Tú hiciste un doblete contra el Compostela y ahora me niegas una con queso! ¡Así no se trata a la afición!

El pobre hombre resopló y siguió sirviendo sin levantar la vista. Pero David se quedó allí, plantado como un hooligan de la nostalgia, recitando los “logros” de su nuevo héroe culinario:

—¡Ese balón que robaste en el 93 en el minuto 89! ¡Yo lo vi! ¡Yo estaba allí! ¡Tú eras el pulmón de ese equipo! ¡Hazme una de lomo, leyenda!

Los chavales alrededor se partían de risa. Algunos empezaron a corear:

—¡Pedro José, Pedro José!

Uno de esos chavales del grupo, que se llamaba Manolo pero se hacía llamar “El Waka”, se acercó al puesto riendo como un aspersor loco:


—¡Tú pídele también una con cebolla caramelizada, que Pedro José siempre la ponía así en los córners del 97!

La risa se expandía como una mancha de aceite. El calvo, que claramente no era Pedro José, pero que ya no podía librarse del personaje,
comenzó a resignarse a su papel. Se colocó una servilleta en el antebrazo como si fuera camarero de estrella Michelin y dijo:

—¿Y a ti qué te pongo, fenómeno? ¿Un bocata de ascenso directo o de promoción?

Y ahí estaba David, ya abrazado al poste del puesto como si fuera el banderín de córner, con los ojos brillosos, delirando de hambre y cariño por el Extremadura de antaño.

Alberto, Pedro y José llegaron alertados por el jaleo. Cuando lo vieron, con la cara desencajada y el estómago rugiendo como un león flamenco, decidieron apiadarse de él.

—Por favor, dijo Pedro al vendedor. Póngale una con todo. Lo que cueste, pero que se calle ya.

El hombre, en silencio, sirvió la hamburguesa como quien da limosna a un loco simpático.

David, al recibirla, la miró como si fuera el Santo Grial. Le dio un bocado monumental y, con la boca llena, se giró hacia el hombre y dijo:

—Gracias, Pedro José. Aún estás en forma.

El calvo no respondió. Pero se le escapó una media sonrisa, torcida y cansada.

Y David, feliz, se sentó en la acera a comer, con la frente sudada, los ojos rojos y el corazón lleno.

Y entonces, justo cuando David engullía su milagro en pan con hamburguesa, queso, cebolla, lechuga, bacon, mayonesa y ketchup pareció entre la penumbra de la feria ÉL.

“Jesucristo” de La Garrovilla.

Vestía como siempre: camiseta sin mangas desteñida, pantalones vaqueros deshilachados y sandalias de cuero curtido por las ferias. Llevaba una maceta de kalimotxo casi vacía en una mano, como un cetro de reyes errantes, y con la otra saludaba a la peña como si bendijera. Su entrada fue gloriosa, iluminada por el neón morado de una caseta de música tecno suave y el humo graso de los puestos de gofres. Se acercó al tumulto que rodeaba a David y al supuesto Pedro José con su calma mesiánica.

—¿Qué pasa, campeones? ¿Aquí repartiendo pan y milagros?

—¡Jesucristo! —gritó uno.

—¡El Mesías de La Garrovilla! —gritó otro.

Y él, sonriendo con la sabiduría de los que ya lo han visto todo (dos veces), se plantó frente al puesto, miró al cocinero a los ojos y soltó:

—A mí ponme una sin carne. Pero con todo lo demás.

—¿Y eso cómo es?

—Espiritual —respondió, serio. Y luego soltó una carcajada sonora, vieja, hermosa.

Se sentó al lado de David, que devoraba su hamburguesa con la devoción de quien cree en los milagros grasientos, y le ofreció un trago de su maceta.

—¿Y tú qué? —le dijo—. ¿Sigues soñando con ascensos imposibles?

David tragó y respondió:

—No. Ahora sueño con que me vuelva a tocar una hamburguesa como esta. Con eso me vale.

“Jesucristo” asintió como quien escucha una gran verdad y se quedó mirando al cielo sucio de luces y farolillos como si esperara una señal. Entonces dijo, sin mirar a nadie:

—No hay verano como el último que aún no sabes que fue el último.

Y en ese momento, aunque nadie lo supo entonces, ese fue el instante exacto en que la feria alcanzó su punto álgido. No fue el beso, ni el baile, ni el petardazo final. Fue esa frase, dicha por un tipo que parecía una aparición, mientras el aire olía a cebolla y sudor, y los años aún no pesaban

Fue, según David repetiría después durante años, “la mejor hamburguesa de mi vida, y la única que me ha dado un futbolista profesional”.

El sol ya asomaba tímido cuando salieron del recinto. Algunos se habían quedado por el camino. José ligó con una chica de Cañamero y se fue con ella a ver las estrellas (o eso dijo). Pedro se quedó hablando con una de las gallegas sobre Camarón y las meigas. David devoraba su hamburguesa como quien encuentra agua en el desierto. Y Alberto, más sobrio de lo habitual, se quedó en el banco mirando cómo la feria comenzaba a morir, con los feriantes desmontando cacharros y las luces apagándose poco a poco.

Volvieron al coche caminando, sin música, sin risas ya, solo el sonido de sus pasos cansados sobre la grava. El aire era fresco y olía a fin. A fin del verano. A fin de algo más que no sabían nombrar. Tenían algo más de veinte años y todo el mundo por delante, pero esa noche, en la carretera de regreso, sabían que ya no habría otra igual.

Hay noches que no buscan ser épicas, pero lo terminan siendo por puro accidente. No por lo que se consigue, sino por lo que se siente. Por cómo se ríe uno. Por lo mucho que se olvida el mañana.

Aquella feria de Montijo en septiembre del 98 no fue una revolución ni un punto de inflexión en la historia de nadie. Pero fue una estampa imborrable de lo que significa tener algo más de veinte años, los bolsillos al final de la noche, vacíos y el alma llena. Fue vida pura, sudor de cubatas, chicas que se desvanecen entre casetas, promesas que solo duran hasta el amanecer y un hambre feroz que terminó en milagro.

Porque en realidad no era Pedro José quien servía hamburguesas esa noche. Pero daba igual. Porque nosotros sí éramos esos tipos. Los que gritaban, bailaban, tropezaban, se enamoraban por media hora y creían, aunque no lo dijeran, que esa felicidad era invencible.

Ahora miramos atrás y no sabemos qué fue de las gallegas, ni del tipo de La Garrovilla calcadito a Jesucristo, ni del calvo del puesto de hamburguesas. Pero sabemos que estuvimos allí. Y que lo vivido, por absurdo, gamberro o borroso que fuera, nos pertenece para siempre.

Esa fue nuestra última gran feria. La última antes de que empezaran los lunes de verdad.

Y quizá por eso… aún nos reímos al recordarla. Aunque sea con un poco de hambre en el alma.


Pasaron los años como se escapa la espuma de la cerveza en vaso de plástico: deprisa, sin hacer ruido, y dejando un regusto raro. De aquel verano del 98 ya nadie hablaba, salvo cuando salía algun CD viejo en una mudanza, o alguien soltaba eso de “¿os acordáis del tío aquel de La Garrovilla, el que era igualito que Jesucristo?”.

Jose, ahora trabajaba como administrativo en el hospital de Mérida. Su mesa estaba junto a una ventana sin vistas, desde la que apenas se adivinaban las ambulancias cuando llegaban con sirena y polvo. Pasaba los días entre partes de ingreso, sellos de goma y programas informáticos con nombres en inglés.

Era un jueves por la mañana, de esos en los que el aire acondicionado no funciona y los pasillos huelen a lejía y desayuno recalentado. José hojeaba unos  folios cuando lo vio entrar.

Pelo largo, algo encanecido. Barba recortada, pero aún con ese punto mesiánico. Una bolsa de tela colgando del hombro y una camiseta floja con un sol desgastado en el pecho. Caminaba despacio, con la cabeza alta y los ojos tranquilos. Era él. Jesucristo. El de La Garrovilla.

Veinticinco años después y seguía teniendo el mismo aura: entre místico de plaza de pueblo y cantautor de bar canalla. Quizá ya no bajaba del cielo ni recitaba versos de Extremoduro, pero algo en él seguía flotando como en los viejos tiempos.

Jose no dijo nada. Solo lo miró. Y cuando el otro pasó por su lado, sin prisa, le hizo un gesto leve con la cabeza. Uno de esos saludos antiguos, secos, con historia. Como los pistoleros en los salones del oeste, antes de sacar la guitarra o el revolver.

El "Jesucristo" de La Garrovilla lo vio. Sonrió sin mostrar los dientes. Y respondió con el mismo gesto: una leve inclinación, sin palabras, cargada de memoria.

Ni falta que hacían las palabras.

En aquel instante, por un segundo, la feria volvió entera a la cabeza de Jose: la hamburguesa de Pedro José, los coches de choque, los Modern Talking 98 con resaca, y la certeza de que los veranos verdaderos solo existen cuando uno tiene algo más de veinte años y no hay futuro inmediato más allá del lunes siguiente.

Después, la vida siguió su turno. Pero el gesto quedó.

Como quedan los veranos de antes: en silencio, pero clavados.



13.7.25

¿Qué fue de la capa de ozono? Crónica sentimental de una estrella mediática venida a menos

 Hubo un tiempo, querid@s amig@s, en que la capa de ozono era la reina del drama ecológico. Ni el deshielo polar, ni las mareas negras, ni siquiera los incendios forestales tenían tanto protagonismo como ella. La capa de ozono salía en telediarios, acaparaba documentales, tenía su propia entrada en enciclopedias gordas y era protagonista en debates escolares, junto al reciclaje y los deberes de matemáticas.

Corría la década de los 80 y los 90 y todos temblábamos ante la amenaza de "el agujero de la capa de ozono", ese misterioso boquete en el cielo por el que, según los expertos, se colaban rayos ultravioletas capaces de freírnos como boquerones en la playa de Punta Umbría. El culpable: un puñado de productos con nombres de villano de Marvel, los CFC, clorofluorocarbonos, presentes en sprays, desodorantes de bola y hasta en los  frigoríficos y neveras que tu tío Ramón trajo de Alemania del Este para venderlas en su tienda de electrodomésticos .

En los colegios, los profesores nos advertían con la voz grave y el proyector de diapositivas  encendido:—Si seguimos así, no habrá capa de ozono y todos acabaremos con la piel como un chicharrón.

Y tú, que solo querías usar laca para hacerte el tupé de moda, a lo George Michael en "Faith" te sentías culpable de destruir el planeta con cada vaporización capilar.

Pero de repente, sin que nadie diera muchas explicaciones, la capa de ozono desapareció del panorama mediático. No como amenaza, sino como tema. Así, sin más. Se fue como se van los juguetes del Burger King: sin despedirse. Un día hablaban de ella en Informe Semanal y al siguiente, nada. Silencio. Como si hubiera conseguido trabajo en Noruega o se hubiera casado con un guarda forestal.

Los más optimistas dijeron que “la habíamos salvado”, que “los países firmaron el Protocolo de Montreal” y que “todo estaba bajo control”. Pero tú, que ya eras un poco desconfiado desde que el cambio climático empezó a sonar más fuerte que el reguetón, te preguntabas en voz baja:

—¿Y no se siguen usando gases raros? ¿No sigue habiendo fábricas echando de todo al cielo? ¿No era esto urgente?

A día de hoy, la capa de ozono vive en el anonimato. Algunos dicen que se ha retirado a vivir a un balneario atmosférico entre la estratósfera y las Alpujarras Granadinas. Otros aseguran que está en tratamiento por estrés oxidativo, intentando cerrar su agujero con terapia y cremas solares factor 50. Lo cierto es que nadie pregunta por ella. Ni una portada en El País Semanal, ni un especial de Netflix. Ni siquiera una entrevista en Sálvame (cuando existía).

¿Tiene hijos? ¿Se ha casado? ¿ Tiene una cuenta de Instagram? ¿Colabora con influencers climáticos?

No se sabe. Su presencia se ha difuminado más que el desodorante Fa, frescor salvaje del caribe, en pleno agosto.

Y mientras tanto, seguimos quemando cosas, soltando gases de nombre impronunciable, fabricando cosas con más plástico que una boda en Las Vegas, y diciendo con la boca llena de nuggets veganos:

—Algo habrá que hacer, ¿no?

Pero no te preocupes, si la capa de ozono vuelve, será con un documental narrado por David Attenborough, una campaña en TikTok con filtros de rayos UV y, si hay suerte, un cameo en la próxima temporada de "Stranger Things" o "En la que se avecina".

Hasta entonces, que no nos coja sin crema.

12.7.25

Superman

 Anoche fuimos al cine a ver la nueva versión de Superman, la dirigida por James Gunn. Íbamos con esa mezcla de curiosidad y recelo que uno lleva siempre que se enfrenta a un mito reinventado. Pero salimos del cine en silencio, con esa rara sensación de que acabábamos de ver algo que no era solo una película. La propuesta de Gunn es moderna, vibrante, con una mirada más humana que nunca sobre el Último Hijo de Krypton. Hay músculo visual, sí, pero también alma. Este Superman duda, siente, se hiere por dentro; es una figura poderosa, pero no invulnerable. Y ahí está su fuerza.


La cinta respira respeto por el legado, pero no se acomoda en él. Se atreve a mirar hacia adelante sin traicionar lo esencial: la esperanza. En un mundo narrativo saturado de superhéroes que matan, ironizan o simplemente destruyen, Gunn rescata la nobleza. Y eso, en estos tiempos cínicos, es casi un acto revolucionario.

Imposible, sin embargo, no pensar en Christopher Reeve. En aquel Superman que nos enseñó a muchos que volar era posible. Había algo profundamente elegante en su mirada limpia, en esa manera suya de ser imbatible sin parecer altivo, de sonreír con la gravedad de quien sabe que el bien no necesita alardes. Reeve no interpretaba a Superman: lo encarnaba. Su capa no ondeaba por el viento, sino por la decencia. Y su Clark Kent era todo lo contrario a estos líderes que hoy se disfrazan de mesías cuando no son más que bufones peligrosos.

Porque sí, al salir del cine no dejábamos de pensar en eso: lo mucho que este mundo necesita a alguien como él. Un superhombre que no venga a imponer, sino a equilibrar. Que no busque el caos, sino el consuelo. Que se atreva a alzar el vuelo por encima de tanto delirio que hoy nos gobierna. Que mire a los ojos a toda esa estirpe de caudillos modernos que confunden liderazgo con furia, y les diga, sin levantar la voz: “No”.

Nos hace falta alguien así. No tanto porque creamos en los superpoderes, sino porque empezamos a desconfiar de los humanos. Vivimos tiempos en los que la serenidad es un superpoder y la justicia una quimera. Y tal vez por eso, entre tanta oscuridad, nos aferremos a la idea de un hombre que vuele por encima del ruido y que, simplemente, haga el bien.

Quizás nunca venga. Pero mientras tanto, que no nos falte el cine para recordarnos lo que aún podríamos ser. Aunque sea por dos horas. Aunque sea desde la butaca de la nostalgia.


11.7.25

Luces en la memoria: el enigma de Manises y la nostalgia del misterio


Desde muy joven, los misterios del cielo me han seducido con una mezcla de inquietud y asombro. Recuerdo con nitidez aquellas tardes de verano a mediados de los años 80, encerrado en mi habitación mientras el calor se colaba por las persianas, devorando las páginas de Ovni: S.O.S. a la humanidad o El incidente Manises de J.J. Benítez. Libros que olían a tinta y a secreto. Fue entonces, en esa época de descubrimientos y certezas tambaleantes, cuando el caso Manises se alojó en mi memoria como uno de los episodios más intrigantes de la ufología española. Y aún hoy, tantos años después, me sigue pareciendo un enigma fascinante, como si las luces que aquella noche surcaron el cielo hubieran dejado una estela también en el tiempo.

Todo ocurrió el 11 de noviembre de 1979. Un domingo aparentemente anodino. El vuelo comercial TAE-297, procedente de Salzburgo con escala en Palma de Mallorca y destino final en las Islas Canarias, surcaba la oscuridad del cielo mediterráneo. Cuando se encontraba al suroeste de Ibiza, el mecánico de vuelo advirtió la presencia de dos luces rojas intensas a gran distancia por la izquierda del aparato. Eran dos puntos fijos, potentes, sin estructura aparente. Parecían moverse, o al menos eso interpretó la tripulación, y sobre todo, parecían acercarse.

Desde tierra, el Centro de Control de Barcelona confirmó que no había ningún otro aparato en las cercanías. Eso hizo saltar todas las alarmas. El comandante, desconcertado y ante la posibilidad de una colisión inminente con aquello que no tenía nombre, solicitó autorización para aterrizar de emergencia en Valencia. Aterrizaron en Manises, con la tensión colgando en el aire como un relámpago suspendido.

Pero la historia no acabó con el aterrizaje.

Varios testigos en tierra, personal del aeropuerto, militares en la base aérea, también vieron luces extrañas en el cielo. Había algo allá arriba, ajeno y silencioso. A la 1:20 de la madrugada, el Mando de Combate dio la orden: un Mirage F-1 despegó desde la base aérea de Los Llanos, en Albacete. Su misión: identificar el “tráfico desconocido”.

El piloto del caza detectó varias luces en la distancia, pero por mucho que acelerara, por mucho que maniobrara, nunca logró reducir la distancia entre él y el fenómeno. Como si las luces jugaran con él desde otro plano, burlonas e inalcanzables. Además, el Mirage sufrió interferencias en la radio y bloqueos intermitentes en sus sistemas de alerta, como si una mano invisible lo estuviera empujando hacia la incertidumbre. Tras más de una hora de persecución sin éxito, con el depósito casi vacío, regresó a la base.

¿Qué se vio realmente aquella noche?

Oficialmente, nada tangible. No hubo detecciones en radar, ni en tierra ni en aire. Nadie vio una nave. Solo luces. Pero esas luces alteraron el protocolo aéreo, movilizaron un caza de combate y dejaron en el aire más preguntas que respuestas. El expediente, desclasificado en 1994, es cauteloso: no hubo tráfico aéreo, sino luces “de dudosa identificación”.

Lo verdaderamente inquietante no es lo que se vio, sino cómo lo vimos. Porque como bien decía el psicólogo Buckhout, incluso los observadores más entrenados pueden fallar bajo presión. Nuestra mente interpreta, completa, rellena huecos con lo que espera ver. En la tensión del cielo nocturno, dos luces lejanas pueden convertirse en presencias que acechan. El piloto del Mirage, al igual que la tripulación del vuelo comercial, interpretó la amenaza. Pero... ¿existía?

El caso Manises sigue envuelto en una niebla racional y emocional. Algunos afirman que fue un simple cúmulo de errores: luces lejanas, planetas, estrellas confundidas, quizás los resplandores de la refinería de Escombreras. Otros, entre los que me incluyo por puro romanticismo del misterio, no podemos evitar pensar que algo nos visitó aquella noche. Algo que no entendemos. Algo que, como tantos otros fenómenos, se mueve en el filo donde acaba la ciencia y comienza el asombro.

Y es ahí, en ese espacio indefinido, donde habita el caso Manises. Un capítulo que no se cierra, que se resiste al archivo, y que sigue brillando, como aquellas luces sobre Ibiza, en la oscuridad.

A veces pienso que el caso Manises no me fascina tanto por lo que sucedió en el cielo aquella noche de 1979, sino por lo que encendió en mí años después, cuando era un chaval que hojeaba con devoción los libros de J.J. Benítez bajo la luz temblorosa de una lámpara de escritorio. Aquellos tomos de tapa blanda, con fotos borrosas de luces en el cielo y testimonios llenos de pasmo, no solo alimentaban mi imaginación: eran una ventana a un universo paralelo, donde lo imposible parecía posible y donde el mundo aún conservaba rincones sin cartografiar.

Eran tiempos sin internet, sin respuestas inmediatas ni explicaciones al alcance de un clic. Todo lo que sabíamos venía del boca a boca, de algún programa nocturno en la radio o de esos libros que parecían escritos para iniciarnos en una hermandad secreta del asombro. Había algo sagrado en creer, o al menos en permitirse dudar de lo establecido. Algo que hoy, en esta era de escepticismo exprés y certezas tecnológicas, echo profundamente de menos.

El caso Manises es, para mí, mucho más que un incidente aéreo. Es una madeja de misterio, pero también una cápsula del tiempo: una de esas primeras puertas que se abren cuando uno empieza a mirar el mundo con la intuición de que hay más de lo que se ve. Y, aunque el adulto que soy haya aprendido a valorar el escepticismo, el niño que fui, aquel que soñaba con luces inexplicables y cielos llenos de secretos, 
aún sigue creyendo, al menos un poco, que aquella noche pasó algo que nadie ha sabido explicar del todo.


Quizá, después de todo, ese sea el verdadero poder de estos casos: no resolver ningún enigma, sino conservar viva la capacidad de asombro. Como una luz lejana que nunca logramos alcanzar, pero que nos obliga a seguir mirando hacia arriba.

10.7.25

El último destello de amplificadores


Anoche, al apagar la luz, sentí el eco de aquellas guitarras que forjaron mis noches de adolescencia: el zumbido grave de los amplificadores, el rasgueo preciso que hacía vibrar el corazón, y ese compás compartido con miles de voces unidas en un solo grito. Recordé cómo rebobinábamos cintas con un boli Bic para atrapar un solo perfecto, cómo cada vinilo crujía con la promesa de un descubrimiento, y cómo, al cerrar los ojos, el mundo entero parecía girar al ritmo de un riff. Hoy, con las estanterías llenas de discos amontonados y las plataformas digitales dictando nuestro gusto a un clic, me asalta la nostalgia de una era en la que la música se vivía, no se consumía. Y es esa nostalgia, esa melancolía por los viejos titanes del rock y el latido primigenio de cada acorde, lo que me impulsa a rescatar estas palabras antes de que el silencio sea definitivo.

Hubo un tiempo en que el mundo rugía con guitarras eléctricas. Bastaba con los primeros acordes de una canción para saber que ibas a levantar el puño, sacudir la cabeza o sentir que pertenecías a algo más grande que tú. Eran tiempos de vinilos rayados, y de tardes enteras delante del radiocasete esperando que sonara esa canción para grabarla. Bandas como Queen, Nirvana, Led Zeppelin, AC/DC, Guns N’ Roses, Héroes del Silencio o Extremoduro no solo llenaban estadios, también llenaban huecos en el alma de los adolescentes que aprendimos a sobrevivir entre riffs.

En aquellos años dorados, los ochenta, otros titanes del rock y el pop marcaron el rumbo: The Police llevó su reggae‑rock a estadios con la gira Synchronicity Tour (1983–84), U2 convirtió The Joshua Tree Tour (1987) en himno generacional, Depeche Mode reinventó el pop oscuro en la inolvidable Music for the Masses Tour (1987–88), Metallica desató el thrash con la demoledora Damaged Justice Tour (1988–89), Iron Maiden arrasó continentes con su imponente World Slavery Tour (1984–85), The Cure envolvió a millones en la atmósfera gótica de la Prayer Tour (1989), Bruce Springsteen, “The Boss”, llevó el corazón de la América obrera a la carretera con la inolvidable Born in the U.S.A. Tour (1984–85), y Michael Jackson, el Rey del Pop, redefinió la espectacularidad en directo con su Bad World Tour (1987–89), un terremoto de coreografías, efectos de luz y una conexión instantánea con cuatro millones de fans alrededor del planeta.

Ahora, todo eso parece un eco lejano. Muchas de esas bandas se disolvieron, algunos de sus miembros ya no están, y los que siguen lo hacen con giras nostálgicas que suenan más a despedida que a revolución. El rock, que un día fue juventud y furia, se ha ido marchitando en los márgenes, convertido en rareza para melómanos o fondo sonoro en anuncios de coches.

Los gustos han cambiado. Lo que antes era rebeldía ahora es algoritmo. El trap, el reguetón, la electrónica… dominan las listas y las pistas. No es que esté mal, es que ya no es lo mismo. Las letras ya no hablan de cambiar el mundo, sino de contar billetes o exhibir una vida perfecta en Instagram. Donde antes había guitarras y sudor, ahora hay autotune y coreografías virales. Y el público, más que escuchar, salta de canción en canción como quien pasa stories: rápido, sin compromiso, sin dejarse tocar de verdad.

También cambió la manera de consumir la música. Antes un disco se escuchaba de principio a fin, como quien lee un libro. Hoy se consumen singles, playlists creadas por algoritmos, hits de treinta segundos para TikTok. Las canciones no tienen tiempo de crecer, de doler, de curar. La música se ha vuelto efímera, como un suspiro que se borra en el siguiente scroll.

Y sin embargo, uno sigue creyendo. Porque aún hay quien se emociona cuando suena el solo de “Stairway to Heaven”, quien no puede evitar gritar cuando entra el estribillo de “Smells Like Teen Spirit”, quien se estremece con la potencia de “Born to Run”, el himno de Springsteen, o con el inolvidable “Beat It” de Michael Jackson. Porque el rock, y el pop, no están muertos, pero sí están en retirada, como un viejo lobo que ya no aúlla, pero que aún vive en alguna parte del bosque.

A veces, por las noches, me pongo esos discos viejos. Los que crujen al principio. Cierro los ojos, subo el volumen y, por un rato, el mundo vuelve a ser ese lugar donde todo era posible con una guitarra, tres acordes y una verdad a gritos.

Y entonces me acuerdo: el rock no se fue. El rock somos nosotros. Solo que ahora, a veces, cuesta más escucharlo entre tanto ruido.

Y así termino este viaje de memoria entre acordes ya lejanos. Cierro los ojos y vuelvo a sentir el crujido inicial del vinilo, el instante exacto en que la aguja despierta al silencio, y me dejo envolver por la tibia resonancia de un solo que parece surgir desde el fondo de un tiempo que ya no volverá. Sé que el mundo ha cambiado, que las plazas hoy laten al compás de otros latidos, pero en mi interior sigue ardiendo la hoguera de aquellos riffs, la llama que encendimos juntos en noches interminables. Porque aunque los grandes titanes se hayan ido apagando, sus sombras, y nuestras voces,
perviven en cada eco, en cada susurro de guitarra que se cuela en la memoria. Y mientras haya quien recuerde, quien levante el puño al alba de un acorde verdadero, el espíritu indómito del rock seguirá vivo, latiendo suave bajo el polvo de las canciones.

9.7.25

Cáceres y los tiempos en que la noche mandaba

Antes de que el siglo XIX se hiciera del todo visible, cuando aún gobernaban los relojes de campana y el viento golpeaba en las tapias sin pedir permiso, Cáceres era un laberinto de piedra donde la noche tenía sus propias leyes. Las callejas, angostas y empinadas, se retorcían bajo un cielo sin faroles, y cada sombra era un mundo. Los rumores corrían más rápidos que los coches de caballos, y los silencios pesaban más que losas.

No había más luz que la que brotaba del hogar o de algún candil tembloroso que sostenía una mano temerosa. En cuanto el sol se retiraba tras los cerros, la villa entera parecía esconderse. Los vecinos se recogían pronto, no tanto por prudencia como por respeto: a los muertos, a los aparecidos, a lo que no se podía nombrar con claridad.

Era la época de los serenos, del toque de queda no escrito, del miedo vestido de mujer con sábana al hombro o de galán travieso disfrazado de espectro. Los límites entre la broma, la amenaza y lo sobrenatural se desdibujaban en la penumbra.

Fue en 1836 cuando todo empezó a cambiar. La ciudad, ya designada como capital de provincia, recibió los primeros faroles de aceite. Se colocaron en la Plaza Mayor y, poco a poco, se extendieron por otras calles. Con ellos vinieron los serenos: vigilantes de la noche, portadores de luz, de orden… y también de rumores nuevos. Porque si la oscuridad propiciaba fantasmas, la luz no tardó en revelar otros.

Aquella transformación no fue solo física, sino simbólica. Donde antes habitaba el espanto, ahora se instalaba la vigilancia. Donde reinaban los cuentos, comenzaron a circular los bandos municipales. Pero el alma antigua de Cáceres, tercamente adherida a sus piedras, resistía al olvido. Y aunque la ciudad se modernizaba a golpe de decreto, en los rincones más retorcidos de su trazado medieval aún se escuchaban susurros de otro tiempo.

Pero antes de eso, hubo una época, no tan lejana como a veces creemos, en la que la noche no era simplemente la ausencia del día, sino un territorio salvaje, imprevisible, con leyes propias y criaturas que no figuraban en los censos ni en los padrones municipales. En la villa de Cáceres, cuando el sol se retiraba tras las crestas del oeste y la piedra se enfriaba en los muros, la oscuridad se instalaba con la solemnidad de un poder antiguo.

Los vecinos, sabedores del pacto no escrito entre el silencio y el miedo, se recogían temprano. Las calles se volvían estrechos corredores de sombra, y en ellas surgían, sin más permiso que el sigilo, los llamados Aullones: seres indefinidos, a medio camino entre el tunante y el espectro, entre el galanteo y la amenaza.

También estaban ellas, las Marimantas, envueltas en sábanas como mortajas, deslizándose sin ruido por las esquinas. No hacían daño, pero helaban la sangre con su sola presencia. Eran utilizadas por madres y abuelas para doblegar voluntades infantiles, con versos recitados en voz queda, como hechizos:

Una fea amortajada,
con su sábana sin hilo,
cruza el cuarto si te ve
jugando fuera del nido.

Aquella era una ciudad gobernada por la penumbra, sin faroles ni guardianes, donde la única luz que cruzaba la noche era la de la luna y alguna candela clandestina que temblaba tras una celosía. Pero eso cambió, como cambian los tiempos y las costumbres, cuando el progreso decidió irrumpir de la mano de una orden estatal que imponía alumbrado público en las capitales de provincia.

Corría el año 1836 cuando los primeros faroles se instalaron en la Plaza Mayor. Eran modestos, de aceite y cristal biselado, pero suficientes para deshacer los velos de la oscuridad. Con ellos vinieron los serenos, cuatro hombres encargados de encender las lámparas, apagar los rumores y mantener la decencia nocturna. Subían con sus escaleras, portaban mechas, candiles y un chuzo, esa lanza breve que servía tanto para espantar a un maleante como para rescatar un gato subido al tejado.

Y con cada farol que se encendía, se apagaba un mito. Los Aullones fueron diluyéndose en la rutina, ya sin recodos donde esconderse ni doncellas a las que asustar. Las Marimantas perdieron poder: su reinado dependía de la sugestión, y la luz, como es sabido, tiene el mal gusto de dejarlo todo demasiado claro.

Sin embargo, el recuerdo permaneció. Como una humedad leve en las paredes de la memoria. Y aún a mediados del siglo XX, no faltaban voces que aseguraban haber visto algo, alguien, una figura blanca y errante, rondando por la antigua judería: un lugar de calles retorcidas y resonancias perdidas, donde el eco de siglos anteriores parecía susurrar a quien se atreviera a pasar a ciertas horas.

Quienes hablaban de ella decían que no hacía ruido, que ni siquiera caminaba: simplemente estaba, esperando, inmóvil bajo la luz intermitente de un farol mal alimentado. No iba tras nadie, pero su sola presencia bastaba para disuadir al más valiente. Los que la veían, al relatarlo después, se enredaban en frases como “parecía que miraba” o “sentí que me llamaba por dentro”.

Y así, el miedo volvió. No como antes, pero sí disfrazado de duda. La historia renació en los corros de madrugada, en las sobremesas eternas y en los cafés clandestinos. Algunos creían en la aparición, otros la atribuían al vino o a la imaginación. Nadie se atrevía a comprobarlo del todo.

Hasta que un joven panadero, de esos que empiezan su jornada cuando el mundo aún bosteza, decidió enfrentarse a la leyenda. Estaba harto de rodeos y sustos, y más harto aún de tener que alterar su ruta por temor a una sábana andante. Tomó su navaja de hoja bien afilada y se propuso encontrar aquello que tanto alboroto causaba.

Y lo encontró.

Una madrugada fresca, entre dos casas encaladas, la figura blanca surgió. Parecía no tener rostro, solo luz. El panadero se le plantó delante, sin temblor. La sombra se dio media vuelta y echó a correr. Él, más rápido, la alcanzó. Y cuando alzó el brazo para quitarle la máscara al miedo, la figura alzó los brazos, descubriendo un rostro conocido y una voz temblona:

—¡Ay, por lo que más quieras, no me hagas daño, que soy la señá Petra!

—¿Señá Petra? ¿Pero qué...?

—Ando vigilando al Joaquín, que me han dicho que se mete en casas que no son la suya...

El silencio que siguió fue espeso. El panadero bajó la navaja. La señora Petra recogió su sábana con la dignidad de quien ha sido pillada con las manos en el aire y los celos en el corazón. Y se marchó calle abajo, dejando tras de sí una estela de vergüenza y alivio.

Así terminó la historia.
La última Marimanta no era un alma sin paz, sino una esposa celosa con imaginación.
El último Aullón, si acaso, fue aquel panadero, valiente e ingenuo, que se atrevió a poner fin al cuento.

Desde entonces, la noche cacereña fue menos propensa al mito y más amiga del sueño. Y aunque el miedo ya no habita las calles, algo en las piedras, en esas esquinas donde el farol parpadea y nadie pasa,
parece decirnos que hay historias que no mueren, sino que esperan.
Pacientes.
Como la propia oscuridad.


8.7.25

Frankenstein 04155

 Acabo de ver el documental “Frankenstein 04155” en RTVE PLAY, y aún tengo un nudo en el estómago. No solo por la crudeza del relato, ni por la angustia contenida en cada testimonio de las víctimas y sus familias, sino por la incómoda certeza de que hemos vivido, una vez más, en un país donde las responsabilidades se diluyen como tinta en agua, donde la verdad se esconde bajo capas de burocracia y propaganda, y donde la vida humana parece valer menos que una foto en un acto de inauguración.

Este no es un simple documental sobre un accidente ferroviario. Es una denuncia. Un espejo roto que nos enfrenta con una realidad que durante años muchos prefirieron no mirar. Frankenstein 04155 no habla solo de un tren. Habla de un sistema. De una cultura política que prioriza el impacto electoral sobre la seguridad. De una gestión pública que a menudo está más pendiente de cortar cintas que de cumplir protocolos. De un país que, cuando se enfrenta al dolor, reacciona no con justicia, sino con silencio.

El 24 de julio de 2013, a escasos kilómetros de Santiago de Compostela, el tren Alvia 04155 descarriló en la curva de A Grandeira. Ochenta personas murieron. Más de ciento cuarenta resultaron heridas. En apenas unos segundos, diez, para ser exactos, se desató una de las mayores tragedias ferroviarias de la historia reciente de España. Diez segundos que, como queda demostrado en el documental, no fueron producto de un imprevisto, sino de una cadena de decisiones negligentes, evitables, y por tanto, imperdonables.

El título del documental no es gratuito. Frankenstein. Un tren híbrido, ensamblado a partir de tecnologías y sistemas que no estaban concebidos para convivir. Un experimento técnico nacido de la prisa política, de la presión institucional, de la obsesión por inaugurar la línea antes de las elecciones. Un tren sin sistema de seguridad ERTMS operativo en todo el recorrido. Un trayecto de alta velocidad degradado sin advertencia suficiente. Un monstruo funcional, sí, pero peligrosamente incompleto.

Y en medio de todo eso, la estrategia de siempre: señalar al último eslabón. El maquinista. Convertido en único culpable por un relato oficial que, durante años, se esforzó por ocultar responsabilidades en niveles superiores. Se ocultaron informes. Se maquillaron datos. Se intentó cerrar el caso con rapidez. Se dijo que fue “un fallo humano”. Como si el error no viniera de mucho antes. Como si el sistema no estuviera diseñado precisamente para evitar que un fallo humano acabe en tragedia.

Lo más desgarrador no es solo el accidente, sino lo que vino después. La lucha solitaria de las víctimas. La desinformación. La falta de apoyo institucional. La resistencia feroz a que se conozca toda la verdad. Y también la complicidad, durante demasiado tiempo, de medios públicos como RTVE, que ahora recuperan el documental, pero que durante años contribuyeron a amplificar la versión oficial, esa que solo hablaba del maquinista, nunca de los despachos.

Casi doce años después, los familiares siguen clamando por justicia. No piden venganza. Piden verdad. Piden explicaciones. Piden responsabilidades. Y ver este documental es como despertar bruscamente de una mentira sostenida. Como darse cuenta de que lo que se vendió como modernidad era en realidad una huida hacia adelante.

Frankenstein 04155 no es solo un reportaje. Es una bofetada. Una llamada a la conciencia. Una prueba más de que la democracia no se mide solo por el número de urnas, sino por la capacidad de los poderes públicos de asumir sus errores. Nos obliga a hacernos preguntas incómodas:

¿Queremos un país donde los trenes se inauguran a toda costa, aunque la seguridad no esté garantizada?

¿Donde el márketing político vale más que una vida humana?

¿Donde los informes técnicos se modifican, se ocultan o se ignoran para no alterar los plazos de los ministros?

Porque lo que está en crisis no es la alta velocidad. Lo que chirría no son los raíles, sino los cimientos éticos de un sistema que, cuando falla, deja caer el peso en los más débiles. Y si no aprendemos de esta tragedia, si no sacamos lecciones reales y profundas, cualquier vía puede ser una vía hacia la muerte.

Que no digamos después que nadie nos avisó.

Que no volvamos a llamarlo accidente, si todo estaba anunciado.

Como dijo una de las madres que perdió a su hija en el siniestro: “A mi hija la mató el sistema, no un maquinista. Y ese sistema sigue ahí, como si nada.”

Lo verdaderamente terrible no es que un tren descarrile. Lo insoportable es que el país descarrile con él… y nadie quiera mirar atrás. Que los años pasen, las portadas cambien, y la injusticia siga instalada como una losa en el pecho de quienes lo perdieron todo. No basta con emitir un documental tarde. Lo necesario, lo urgente, es cambiar el sistema que lo hizo posible. Porque una democracia que no protege a sus ciudadanos ni responde por sus errores, no es una democracia: es una fachada con raíles rotos.


7.7.25

El Mercedes Radio control de Rico

Debe de tener cerca de cincuenta años, pero me acuerdo como si fuera ayer del día que me lo regalaron mis padres por Reyes. Aquel amanecer de ilusión, en una casa que ya no existe, o al menos no como era entonces, sigue tan vivo en mi memoria como si pudiera volver a él con solo desearlo.

No necesito cerrar los ojos para ver a mi padre, agachado en el suelo del salón, mostrándome con infinita paciencia cómo funcionaba aquel prodigio que hoy parecería prehistórico, pero que para mí fue un salto a otro mundo. Un coche teledirigido. ¡Nada menos! El mando tenía solo dos funciones: si apretabas el botón, el coche iba hacia delante; si lo soltabas, giraba. Y eso era todo. Pero para mis ojos de niño aquello era tecnología punta, pura ciencia ficción. Yo veía en él la libertad de conducir sin carné, de explorar sin límites, de tener el control de algo que obedecía solo a mí.

He conservado ese coche durante toda mi vida, como quien guarda un pequeño trozo de su alma. Y no solo el coche: también la caja, ya deslucida y con las esquinas vencidas por el tiempo, pero aún con la foto de Santi Rico, aquel chaval de sonrisa limpia que salía en los anuncios de la marca juguetera. Aún conservo el libreto de instrucciones, breve y directo, y la garantía, amarillenta ya, como un documento de otra época.

Durante años, alguna que otra persona me insinuó que lo tirara. Que ocupaba espacio. Que era una reliquia sin utilidad. Pero jamás tuve la más mínima intención de hacerlo. ¿Cómo deshacerse de algo que encierra tanto? ¿Cómo renunciar a un recuerdo que tiene forma, peso y hasta olor?

Ese coche es más que un juguete. Es una cápsula del tiempo. Un espejo en el que se refleja aquel niño que fui, con los ojos abiertos como faros y el corazón aún sin heridas. Es un puente a la infancia, ese lugar que, por más que lo intentemos, nunca se puede recuperar del todo. Solo se visita a través de objetos como este, o de canciones, o de olores, o de ciertas luces de las tardes de verano.

Y es también, sobre todo, una presencia. Porque cuando lo saco de su caja y lo sostengo entre las manos, no estoy solo. Está mi padre, conmigo, aunque ya no esté. Escucho su voz, paciente y suave, explicándome cómo funciona. Siento su mano guiándome. Veo su sonrisa mientras yo daba vueltas por la vieja casa de Santa Catalina
con mi nuevo tesoro. A veces la nostalgia no viene sola; viene con nombres, con ausencias que duelen pero también abrigan.

Gracias, papá, por tanto. Por el coche, sí. Pero también por todo lo que no cabe en una caja.
Gracias por los gestos pequeños que se hicieron eternos.
Gracias por seguir acompañándome, de alguna manera, cada vez que me asomo a aquel niño que aún habita en mí.



6.7.25

Cáceres, donde las librerías bajan la persiana y la cultura la cabeza

 


Se cierra Agúndez, una librería con más de 40 años en Cáceres. Se baja la persiana sin fuegos artificiales, sin una placa, sin un acto. Como si fuera una papelería cualquiera. Como si en ese local no hubieran crecido generaciones enteras de escolares, padres, abuelos. Como si no se hubiera vendido cultura al peso, al detalle, al consejo.

Y no es la única. También están en el aire Cervantes, Eguiluz… y Figueroa lleva dos años cerrada. Lo llaman “jubilación” o “traspaso”, pero todos sabemos lo que es: la lenta desaparición de las librerías antiguas, las de verdad. Las que olían a papel, a tinta, a conversación. Las que conocían tus gustos antes que tú. Las que sabían recomendar, sin algoritmo, sin cookies, sin ofertas relámpago.

Ahora todo se pide por internet. Todo es inmediato, barato, sin alma. Compramos novelas como si fueran cepillos eléctricos. Y nos da igual. Porque hemos aceptado que leer ya no es un acto íntimo, ni un camino. Solo un producto más.

Las librerías de barrio, aquellas que resistían con dignidad, se están apagando una a una.

Y no porque no funcionen.

Sino porque ya nadie quiere hacerse cargo.

Porque ser librero exige pasión, tiempo y vocación. Y porque este sistema no premia nada de eso.

Mientras tanto, los responsables del  Ayuntamiento se hacen fotos en actos vacíos, presumen de estadísticas y cortan cintas en eventos culturales de escaparate, donde no hay más profundidad que el titular del día siguiente. ¿Dónde está el apoyo real? ¿Dónde está el plan para sostener el tejido cultural de la ciudad más allá del turismo y el postureo?

Cáceres no necesita más festivales con cantantes mediocres, ni más eventos olvidables. Ya tiene bastantes. Necesita librerías abiertas. Necesita cuidar a sus creadores, a sus libreros, a sus profesores, a sus artistas. No basta con nombrarlos en campaña.

Nos quieren hacer creer que la cultura sobrevive sola. Que no necesita raíces. Que basta con tres eventos al año y un autobús con poemas en las marquesinas.

Pero no. Lo que se va con cada librería que cierra es una forma de ser ciudad.

Un espacio que resistía la prisa, el olvido, el cinismo. Un sitio donde aún era posible hablar de un libro sin que nadie mirara el reloj.

La culpa no es solo de Amazon, ni del ebook, ni de la falta de relevo generacional.

La culpa también es política. Por no proteger lo esencial. Por invertir en lo superficial. Por dejar morir lo que nos hacía distintos.

Cuando desaparece una librería, no se pierde solo un local.

Se borra una historia. Se rompe un vínculo.

Y se apaga una luz que no volverá.

Y que nadie se engañe: lo que está en crisis no son los libros. Lo que está en crisis es la cultura

5.7.25

Sonetos líquidos y cuchareos heroicos: crónica de un gazpacho que salva veranos extremeños


 Hay un instante, allá por el mes de julio, cuando el sol extremeño, ese astro inmisericorde y radiante que parece entrenar cada verano para fundir medallas olímpicas, empieza a derretir las aceras de Mérida y convierte el empedrado de Cáceres en una parrilla de granito donde podrían freírse huevos (de corral, claro está), en el que el cuerpo clama no ya por agua, sino por redención. Y ahí, en ese clamor ancestral entre el sudor y la resistencia, aparece él: el gazpacho extremeño, humilde en su cuna, glorioso en su efecto.

No debe confundirse este elixir con versiones tibias ni con esos gazpachitos envasados que se anuncian como si fueran colonias. No. El gazpacho extremeño no se vende, se prepara, y siempre con la liturgia propia de los grandes ritos ibéricos: cuchillo afilado, cuenco de barro, y una paciencia que solo tienen los que han visto más de cuarenta veranos seguidos sin aire acondicionado.

Los ingredientes son sencillos y honestos como la tierra que los cría: tomates bien maduros, de esos que huelen a huerta y no a supermercado, pimientos verdes que aún conservan el rumor del amanecer en la vega, ajos bravos como el carácter de un abuelo de Guareña, aceite de oliva virgen extra (preferiblemente de la Nava de Santiago), un poco de vinagre, sal y, según las casas, sobre todo en la de mi madre, pan del día anterior como base mística del conjunto.

Se tritura con devoción, se tamiza con mimo, y se sirve bien frío, casi con escarcha en la jarra, como si fuera un hechizo líquido contra el bochorno. En algunas casas lo coronan con picadillo de pepino y huevo duro, en otras con jamoncito ibérico desmenuzado, ¡oh gloria bendita de la dehesa!, y las más generosas te ofrecen, junto al gazpacho, un trozo de Torta del Casar para untar con mano libre y conciencia plena.

El gazpacho extremeño no solo refresca, también reconcilia. Une al jornalero de Castuera con el funcionario de Badajoz, al estudiante de Cáceres que ha vuelto del Erasmus echando de menos su nevera, y al turista que llega a Mérida buscando ruinas romanas y acaba encontrando el sentido de la vida en una cucharada bien servida.

Y es que, más allá de su humilde apariencia, el gazpacho es una fórmula magistral contra el sopor, una pócima sagrada de antioxidantes y memoria, un recurso natural frente al cambio climático y las digestiones pesadas. Es un escudo contra el calor, sí, pero también contra la tristeza. Porque nadie puede estar triste mientras sorbe gazpacho al fresco de un porche, oyendo las chicharras cantar y viendo al fondo las sierras que aún custodian la sabiduría de nuestros mayores.

Que lo diga el cronista, el médico, el poeta o el tendero de Zafra: en Extremadura, cuando aprieta el verano, no hay nada más sensato ni más sublime que un buen cuenco de gazpacho. Y si viene acompañado de unas lascas de jamón, una aceituna de Manzanilla Cacereña y un trocito de queso fundido por la voluntad divina de la Torta del Casar, entonces ya podemos hablar, sin exagerar, de felicidad.

Y que nos disculpe Aristóteles, pero en Extremadura el equilibrio del universo no está en el punto medio, sino en el punto de sal y vinagre del gazpacho.


4.7.25

Mecanismo de autocontrol


Mecanismo de autocontrol, como cantaba nuestro Jose “Chino”. Hay un momento, siempre llega,  en el que julio deja de ser un mes y se convierte en una trinchera.

Uno empieza con fuerza, creyéndose capaz de atravesarlo sin apenas rasguños, sin que te alcance la metralla, con esa ingenuidad propia del que ve el calendario como un camino llano. Pero pronto llega la fatiga. No física, no; más bien una extenuación del alma, un desgaste silencioso que empieza en la nuca y termina en las ganas.

Porque julio no se anda con rodeos: es sol en la cara a las ocho de la mañana, asfalto blando, y calendario que se descojona de uno. Es ese silencio en la curro, espeso y brillante como el sudor de una fiebre, mientras los compañeros de se evaporan uno a uno, rumbo a algunas playas o pueblos con sombra y fresco al anochecer.

Entonces uno empieza a hablar solo. A repetir, como un conjuro, aquello que cantaba nuestro Jose “Chino”:"mecanismo de autocontrol.....

Como si fuera un mantra para no perder el juicio. Como si sirviera de ancla cuando el aire huele a cable derretido y los días se alargan más que las promesas electorales.

Y en medio de esa batalla, el descanso aparece al fondo, allá donde se funde el cielo con la esperanza. Un espejismo en forma de agosto, ese mes soñado, idealizado, tan lleno de postales mentales que uno casi olvida que también sudará en él, aunque de otra manera. Pero da igual. Agosto es la meta, la recompensa, el delirio necesario.

Así que resistimos. Con dignidad. Con los pies en las baldosas calientes y la mente en una cala del cabo de gata o en la terraza del "Cosmo"

Como esos soldados que no saben muy bien por qué luchan, pero sí que no pueden permitirse rendirse.

Y repetimos el verso de Jose “Chino”, ya con menos voz que Miguel Bosé, ya sin fuerzas, pero con la mirada fija en el horizonte: "mecanismo de autocontrol....en tus miradas"

Porque todo agosto empieza con un último julio.

"Mecanismo de autocontrolEn tus miradasTu no quieres pero entre los dosSolo hay palabrasBúscame un sitio, encuéntrame un ratoYo abro los brazos llego volando
Como un avión"

3.7.25

Balas en Mojácar, polvo en Tabernas


Tabernas, Almería. Octubre de 1881.

El forastero apareció por la rambla como quien baja a por pan y se encuentra con el fin del mundo. Venía a pie, con la gabardina gris rebozada en polvo, una sombra alargada por el sol y un andar lento que parecía una amenaza educada. No arrastraba los pies, pero tampoco los ponía deprisa. Caminaba como si lo estuvieran esperando desde hacía años.

En Tabernas, aquel año, hacía tanto calor que hasta las lagartijas se tumbaban boca arriba pidiendo sombra. El reloj de la iglesia llevaba tres semanas marcando las doce y cuarto. El cura decía que era una señal divina. Los vecinos sabían que era vagancia municipal.

El forastero se paró frente al saloon "El Palmeral", se sacudió la chaqueta con un golpe seco, como si espantara recuerdos, y entró sin decir palabra. Dentro, la penumbra olía a sudor, serrín, aguardiente barato y conversación a medio terminar. Al fondo, en la mesa redonda de los que mandan sin uniforme, estaban los hermanos Earp, Wyatt, Virgil y Morgan, con los sombreros calados hasta la nariz, fichando cada movimiento. En la barra, con su pañuelo de lunares, su revólver plateado y una tos de ultratumba, Doc Holliday bebía a tragos lentos.

El camarero, que había servido a más de un difunto en vida, lo miró con desconfianza.

—¿Qué le pongo, forastero?
—Una caña. Y si tiene tapa, que no muerda.

Le sirvió un vaso tibio y un cuenco con tres pepinillos y una loncha de chorizo seca como el párroco. El forastero lo miró. Luego se lo comió. Sin comentarios. Doc lo observó con esa expresión que se le ponía cuando algo no cuadraba en su mundo maltrecho.

—¿Y tú quién demonios eres? —preguntó sin girarse.
—Depende. Para algunos soy un error. Para otros, una solución.
—Bien —dijo Doc, tosiendo una carcajada—. Ya tenemos filósofo.

Fue esa misma tarde cuando llegó la noticia, traída por un chaval descalzo desde el cortijo de la Cañada Honda: seis forajidos estaban bajando desde Mojácar, armados hasta los dientes y con ganas de hacer del pueblo una finca propia. Los llamaban "los Hombres del Cabezo", y eran famosos por su puntería, su falta de modales y un acento tan cerrado que a veces ni entre ellos se entendían.

—Han robado dos cabras, una mula y el honor de la hija del herrero —dijo el alguacil, que exageraba con una soltura que rozaba lo poético.

—¡Y se han bebido el agua del pozo de la escuela! —gritó una señora.

—Eso sí que no —dijo Morgan Earp—. Los niños necesitan su agua... pa’ que no les dé el solano.

La decisión fue rápida. Al día siguiente, a mediodía en la plaza, los Earp, Doc y el forastero se plantarían frente a ellos. No por venganza, ni por justicia. Por principios. Y por aburrimiento, que en Tabernas siempre ha sido letal.

A la hora de más calor, cuando hasta las cigarras suenan tristes, la plaza estaba vacía salvo por cuatro hombres y una mula dormida. El reloj, milagrosamente, volvió a sonar: doce campanadas oxidadas como la conciencia de un político.

Los forajidos bajaron en fila, con sus pañuelos rojos y una cara de no haber desayunado legal en semanas. Iban seguros, confiados. Hasta que vieron al forastero.

Él, mientras, sacó su revólver como quien se quita una piedra del zapato. Disparó una vez, y uno de los Hombres del Cabezo cayó redondo como un botijo mal puesto. A partir de ahí, la cosa se volvió rápida: Doc disparó dos veces, Morgan una, y Virgil se agachó a recoger la gorra de un niño que se había colado entre las balas por error.

Los dos últimos bandidos huyeron como alma que lleva el tren a Almería. Uno de ellos, Zacarías el Mojacarero, juró venganza. El forastero, al verle correr, se encogió de hombros y dijo:

—Si se va para Mojácar, habrá que hacerle una visita.

Tres días después, el forastero cabalgaba, esta vez sí, prestado un burro viejo con nombre de alcalde jubilado, hacia Mojácar, donde el sol se vuelve rojo al atardecer y las casas blancas te devuelven la mirada como si escondieran secretos.

Allí, entre calles empinadas, geranios ofendidos y gatos con más vidas que remordimientos, Zacarías se escondía en una venta ilegal, disfrazado de cantaor flamenco.

Pero el forastero lo encontró.

—¿Y tú qué quieres ahora? —preguntó Zacarías, guitarra en mano, voz temblorosa.
—Nada. Solo escuchar un buen fandango… y que no desafines.

El disparo se perdió entre el eco de las paredes. La guitarra cayó. Y el pueblo siguió con su vida.

Desde entonces, hay quienes juran haber visto al forastero sentado en el mirador de Mojácar, al caer la tarde, con su gabardina gris, una copa de vino y un cuenco con pepinillos. Observa el horizonte como quien espera algo que quizá no venga… o que ya llegó y se fue.

Los niños le preguntan si fue verdad lo del duelo. Él sonríe. A veces dice que sí, otras que fue un sueño. Y hay días, muy pocos, en los que responde:

—Eso fue cuando Tabernas ardía, y yo aún no tenía sed.