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30.6.09

Entre todos le mataron y el solito se murió


Curiosa, pero cierta, la frase que más he escuchado en estos días: “Te acompaño en el sentimiento”.
Y no es para menos. Muchos me han dado el pésame —en persona, por teléfono, por SMS, por email, incluso por Messenger— como si se hubiese marchado alguien de mi propia familia.
Y en cierto modo, así ha sido.

Quienes me conocen desde hace años saben que he seguido la trayectoria de Michael Jackson desde siempre. Que estuve ahí —a mi manera— en sus momentos más difíciles, cuando muchos prefirieron apuntarse al linchamiento fácil. Lo defendí siempre, en público y en privado, por activa y por pasiva. Porque estaba seguro de su inocencia. Porque nunca entendí cómo se podía ensañar así con uno de los artistas más grandes que ha dado la historia, un ser excepcional, fuente de inspiración para generaciones enteras, que dedicó su vida no solo al arte, sino también a causas justas.

¿De verdad ya nadie recuerda We Are The World? ¿O sus incontables gestos solidarios? ¿O que fue candidato al Premio Nobel de la Paz en dos ocasiones?

Ahora muchos hablan de sus deudas, de su declive, de sus excentricidades… pero pocos mencionan que donó más de 300 millones de dólares a causas sociales, sanitarias y humanitarias. Una cifra que podría haber cubierto con creces todas esas supuestas deudas de las que tanto se habla hoy.

El juicio popular es cruel, implacable y con memoria selectiva. Pero los que admiramos su arte, su entrega y su esencia, no olvidamos. Y por eso duele. Porque se ha ido alguien que, sin conocerme, marcó profundamente mi vida.

Hoy, más que nunca, me uno a millones de personas en todo el mundo que sienten este vacío.
No solo se ha ido un músico. Se ha ido una parte de nuestra banda sonora emocional.


Ahora sale a la luz el testimonio del primer niño por el que Michael Jackson fue acusado en 1993. Ya adulto, declara que Michael jamás abusó de él, y que fue su propio padre quien lo chantajeó para obtener una suma millonaria —más de 20 millones de dólares— a cambio del silencio. Algo que para muchos ya era evidente, pero que solo quisieron ver quienes tenían interés en ocultarlo.

En cuanto al segundo niño, es público y notorio el historial de estafa, extorsión y robo de sus padres. A pesar de ello, Michael se prestó a ayudarles económicamente para el tratamiento contra el cáncer que padecía el niño. Y así fue como le pagaron, con falsas acusaciones.

Es una auténtica pena que toda esta verdad salga a la luz solo unos días después de su muerte. Pero, al menos, nos queda la satisfacción —y el consuelo— para quienes siempre creímos en la inocencia de ese Peter Pan eterno, cuya leyenda sigue viva más allá de rumores y medias verdades.


29.6.09

Billie Jean (Revisited)

 

No fue una simple actuación en una de tantas galas conmemorativas para la televisión norteamericana. No. Aquello tiene su historia, su peso, su contexto.

En mayo de 1983 se celebraba el 25º aniversario de la fundación de uno de los sellos discográficos más influyentes de la historia de la música popular: Motown. Mucho más que una discográfica, Motown fue el altavoz global de la música afroamericana, un motor cultural que, desde comienzos de los años 60, transformó para siempre el panorama musical y social de Estados Unidos… y del mundo.

Fundada por Berry Gordy en Detroit, Motown rompió barreras raciales en la industria musical, haciendo que artistas negros llegaran a todos los públicos, incluidas las emisoras blancas que hasta entonces apenas programaban música negra. Su sonido —pulido, melódico, bailable, con un toque de alma y pop perfectamente equilibrado— se convirtió en una marca registrada. El “sonido Motown”.

Por sus filas pasaron auténticas leyendas: Jackie Wilson, James Brown, The Commodores, Lionel Richie, Marvin Gaye, Stevie Wonder, Diana Ross y The Supremes... Y por supuesto, The Jackson 5, aquel grupo de hermanos explosivos, liderado por un niño prodigio llamado Michael.

También fue en Motown donde Michael Jackson, ya en solitario, dio sus primeros pasos hacia una carrera imparable. Temas como Got to Be There o Ben surgieron bajo ese paraguas, antes de que el joven Michael rompiera definitivamente con su infancia musical y redefiniera el pop desde otro lugar.

Así que no, aquella gala del 25º aniversario no era cualquier cosa. Era un homenaje a una historia, a un legado, y también —aunque entonces no se sabía— el escenario de un momento histórico: la noche en la que Michael Jackson presentó por primera vez Billie Jean… y el mundo vio por primera vez el moonwalk.

Y todo eso, en un plató de televisión. Pero nada fue igual después.



Las imágenes pertenecen a aquella gala televisada a medio mundo. Y para entender realmente de qué estamos hablando, no basta con leer estas líneas: hay que verla. Visionarla con atención. Porque en esa noche no solo se celebraba un aniversario, sino que se estaba escribiendo, sin saberlo, una página decisiva de la historia del pop.

Era mayo de 1983 y se conmemoraban los 25 años de la fundación de Motown, ese sello mítico que fue mucho más que una discográfica: fue una revolución cultural. La mayoría de los artistas legendarios que habían formado parte de su historia —y también algunas estrellas emergentes de aquel entonces— hicieron acto de presencia sobre el escenario. Fue una auténtica constelación musical.

Y entre ellos, claro, los Jackson. Los hermanos. Incluido Jermaine, que ya llevaba años fuera del grupo y había continuado su carrera en solitario. En realidad, todos los Jackson habían abandonado Motown para fichar por CBS/Epic, pero Berry Gordy, presidente y fundador del sello, les pidió personalmente que participaran en aquella noche tan especial, para revivir juntos la época dorada de la familia más famosa del soul-pop afroamericano. Aceptaron, sí, pero con una condición: si ellos actuaban juntos, Michael tenía que interpretar un tema en solitario. No cualquier tema. Tenía que ser Billie Jean, del recién estrenado Thriller, producido por Quincy Jones para la CBS. Un disco que ya empezaba a asomar como algo grande, pero que todavía no había mostrado todo su potencial.

Los Jackson interpretaron un medley entrañable y vibrante con algunos de sus mayores éxitos de la etapa Motown: I Want You Back, ABC, The Love You Save, I’ll Be There… Fue un momento de nostalgia, de energía, de complicidad fraternal. El público respondió con entusiasmo. Era un homenaje vivo a los años dorados, al talento juvenil de unos chavales que conquistaron América con sus coreografías milimétricas y la voz aguda e inconfundible de un niño prodigio.

Y entonces, llegó el momento.

Michael se quedó solo en el escenario. Agradeció los aplausos. Habló con humildad y afecto de aquellos años pasados, de la infancia, de la Motown, del aprendizaje. Pero también dijo algo más. Algo importante: que lo que de verdad importaba eran las canciones nuevas. Las que estaban por venir. Y entonces… empezó la música. O más bien, empezó la magia.

Los primeros compases de Billie Jean sonaron como si fueran el anuncio de algo inevitable. Michael, con su chaqueta de lentejuelas negras, guante blanco y calcetines blancos brillando bajo el foco, bailó con una precisión sobrenatural. Y cuando llegó ese instante —ese segundo suspendido en la historia— deslizó los pies hacia atrás, desafiando la física, inventando algo que nadie había visto antes: el moonwalk. En ese momento, millones de personas en todo el mundo se llevaron la mano a la boca. Porque no era solo baile. Era otra cosa. Una aparición. Un mensaje.

Y el resto… ya es historia.

Pocas veces —y siendo sincero, ninguna hasta el día de hoy— se ha visto una actuación tan fresca, tan novedosa, tan genial y, sobre todo, tan memorable como la que ofreció Michael Jackson aquella noche de mayo de 1983 en el especial televisivo Motown 25: Yesterday, Today, Forever. Fue allí donde estrenó, ante millones de espectadores, ese paso hacia atrás que parecía flotar sobre el suelo: el moonwalk. Un gesto, un movimiento, que cambió la forma en que entendemos el baile… y el espectáculo.

Aquellos pasos, que hicieron las delicias de los fans del break dance de la época, marcaron un antes y un después. Pero lo curioso es que, según contó el propio Michael en su autobiografía Moonwalk (1988), ni siquiera tenía claro lo que iba a hacer sobre el escenario hasta la misma mañana de la actuación. Fue en la cocina de su casa —sí, la cocina— donde finalmente perfiló lo que después sería historia.

Y no fue solo la puesta en escena, que ya de por sí rozaba lo sobrenatural. Fue también la canción. Billie Jean es una obra maestra. Sin rodeos. Con ese bajo hipnótico, la batería precisa, los arreglos elegantes, la tensión constante que va creciendo hasta hacerse irresistible… Es puro arte en forma de pop. Un equilibrio perfecto entre lo comercial y lo innovador, entre lo accesible y lo sofisticado.

Yo no soy muy amigo de listas ni de rankings —ya sabes, esas cosas que cambian cada semana según quién vote—, pero Billie Jean suele aparecer, una y otra vez, en lo más alto. Muchos críticos, músicos y enteradillos la consideran la mejor canción pop de todos los tiempos. Pero lo realmente importante es que también lo cree la gente de a pie, la que de verdad importa, la que en aquellos años se rascaba el bolsillo y se iba a casa con el disco bajo el brazo. Y esa gente no suele equivocarse.

Después de aquella actuación, llegó la locura. Thriller, que ya estaba teniendo buena acogida, despegó como un cohete. Las ventas se dispararon. Y cuando se estrenó el videoclip del tema que da título al álbum —esa película de terror ochentera en miniatura dirigida por John Landis— ya no hubo vuelta atrás: en 1984 se alcanzó la asombrosa cifra de un millón de discos vendidos por semana. Sí, has leído bien. Por semana. Y hoy, más de cuatro décadas después, Thriller ha superado los 100 millones de copias vendidas en todo el mundo. Una cifra que, sinceramente, parece imposible de superar.

Y con los tristes acontecimientos de estos últimos años —la muerte de Jackson, los documentales, las controversias, los juicios paralelos en redes sociales— lo único que ha quedado claro es una cosa: la música sigue ahí. Intocable. Imbatible. Intensa. El legado es demasiado poderoso como para borrarlo con rumores, titulares o prejuicios.

El resto ya es historia del pop. De la cultura. Aunque le pese a más de uno.

Eran otros tiempos, sí. Pero qué tiempos.


27.6.09

Michael Joseph Jackson


Michael Jackson ha muerto.

Al menos, eso es lo que dicen todos, absolutamente todos los medios de comunicación del planeta. No hay canal, emisora, periódico, web o red social que no lo proclame a voz en grito.

Y es curioso —o triste, o revelador, o todo a la vez— porque hace apenas dos días, Michael Jackson era poco menos que un apestado para muchos. Había pasado a ser un personaje incómodo, arrinconado por sus propias sombras y por la hipocresía ajena. Nadie —o casi nadie— hablaba ya de su música, de su arte, de lo que significó. De cómo transformó para siempre la industria del pop. De cómo derribó barreras raciales con un guante blanco y una voz inconfundible. De cómo se ganó al mundo entero bailando sobre la luna con una sencillez que hoy resulta casi dolorosa de recordar.

Porque sí, claro que hubo excentricidades. Hubo rarezas, gestos difíciles de comprender. Pero, ¿alguien se acordaba de aquel joven brillante de principios de los ochenta? ¿De ese niño prodigio que se convirtió en el Rey del Pop sin necesidad de coronas ni castillos? Muy pocos. O, en todo caso, ya no querían recordar.

Y ahora, todo está colapsado.

En esta era en la que ya no se vende ni un maldito CD, sus discos han desaparecido de las estanterías. Se agotan en las grandes superficies, en las pocas tiendas de discos que aún resisten como faros viejos en medio del temporal digital. Las plataformas de streaming no dan abasto. Nadie se quiere quedar fuera del fenómeno.

Esta mañana leía cómo la tormenta cibernética provocada por la muerte de Jackson ha puesto patas arriba Internet. Twitter se ralentizó hasta lo insoportable por la cantidad de usuarios intentando postear, opinar, llorar, recordar. YouTube vio cómo las visitas a sus videoclips se disparaban hasta cifras de locura. Las webs de los grandes periódicos estadounidenses se frotaban las manos mientras las visitas se multiplicaban por cien, como si la muerte también cotizara en bolsa.

Y todo esto no deja de ser un espejo: uno que refleja nuestra memoria selectiva, nuestro culto morboso al mito, nuestra manía de enterrar en vida a los genios para luego resucitarlos con flores y trending topics.

Michael Jackson ha muerto. Sí. Pero para muchos —los que nunca dejaron de escuchar su música, los que sí recordaban aquel joven de los ochenta, los que no necesitan que la muerte les recuerde lo que significa el arte—, Michael nunca se fue del todo.



Harlem le rindió homenaje. Y no en cualquier rincón, sino en el legendario Teatro Apollo, el mismo escenario donde, décadas atrás, se convirtieron en leyendas los grandes músicos negros del jazz. Un templo cargado de historia, donde Billie Holiday, James Brown, Ella Fitzgerald o el propio Michael Jackson fueron más que artistas: fueron símbolos de resistencia y belleza en tiempos en los que a los afroamericanos se les prohibía cantar o tocar en clubes de blancos.

Por eso, aquella despedida popular en Harlem no tuvo el tono solemne de un adiós definitivo. Fue más bien un recibimiento. Un reencuentro. Como si Michael volviera a casa, al corazón mismo de la música negra, a ese lugar donde lo que importa no son los escándalos, ni las cifras, ni los titulares, sino lo único que queda cuando todo lo demás se apaga: la música.
Y en Harlem, la música es sagrada.

Mientras tanto, en el otro extremo del espectro, el poder también se inclinaba. Se guardó un minuto de silencio en Wall Street —donde el dinero rara vez se detiene—, en el Congreso de los Estados Unidos, en la mismísima Casa Blanca. El propio presidente Obama lo dijo sin rodeos: Michael Jackson fue un artista espectacular y un auténtico icono de la música. Así, con esas palabras. Directo, sin adornos. Como se habla cuando se reconoce a alguien que fue más que una estrella.

Y entonces, las calles comenzaron a llenarse.
París, Madrid, Londres, Nueva York, Buenos Aires, Tokio, Shanghái... Las ciudades del mundo parecían conectadas por una misma canción. Multitudes espontáneas salieron a bailar, a cantar, a llorar, a sostener carteles, a encender velas. La música —la misma que algunos querían olvidar hace apenas días— volvía a sonar en todas partes.

Incluso en Gary, Indiana, su pueblo natal, ese rincón obrero donde comenzó todo, hubo vigilia. Aunque algún redactor despistado del Telediario de La 1 se empeñara hoy en situar su nacimiento en Los Ángeles, demostrando una vez más que la documentación a veces es la gran ausente en las redacciones.

Pero ahí estaba Gary. Con su gente, con sus calles humildes, con la casa de los Jackson aún en pie. Y ahí estaba el mundo, despidiendo a Michael, no como una figura polémica, ni como un producto de la industria, ni siquiera como el "Rey del Pop", sino como lo que realmente fue: un creador inmenso. Un tipo que convirtió su cuerpo en instrumento, su voz en latido, y su arte en puente entre generaciones, razas y países.

La música permanece. Y hoy, más que nunca, se escucha con el respeto que siempre mereció.



Dicen que todos empezamos a morir justo en el momento en que nacemos. Yo no lo veo así. Para mí, empezamos a morir cuando comienzan a faltarnos esas personas, esos elementos, esos fragmentos de vida que han formado parte de lo que somos. Cuando desaparecen aquellos que nos han acompañado sin estar físicamente a nuestro lado, pero que estaban ahí, siempre, como una presencia constante.

Y es que más de 25 años escuchando su música… son muchos años. Una vida entera, prácticamente. Y uno no escucha simplemente canciones: uno las vive. Las asocia a momentos, a lugares, a personas. Una canción es un puente a un instante perdido. Bad sonando en el radiocassette del coche, mientras conducías sin destino. Esa bandera de BAD colgada durante años en la pared de tu cuarto. Los pósters descoloridos, las fotos clavadas con chinchetas. Aquella camiseta de Moonwalker que llevabas con orgullo. Y tantas, tantas tardes tumbado en el sofá, con los auriculares puestos, dejando que su voz lo llenara todo.

Dicen que ha muerto Michael Jackson. Pero yo, honestamente, no me lo creo.

¿Acaso ha muerto Elvis? ¿John Lennon? ¿Freddie Mercury? ¿Enrique Urquijo? ¿Bob Marley?
No. No lo están. Siguen aquí. Permanecen. En cada canción que suena por la radio, en cada vinilo polvoriento que vuelve a girar, en cada CD olvidado en la guantera del coche, en cada descarga, en cada lista de reproducción, en cada persona que —sin saber muy bien por qué— tararea un estribillo, mueve los pies, sonríe.

El pasado sábado, en una boda en tierras gaditanas, pusieron Billie Jean. Y, ¿sabes qué? Nadie se quedó indiferente. Unos cantaban, otros bailaban. Algunos apenas sabían la letra, pero ahí estaban, siguiendo el ritmo, dejando que la canción hiciera su trabajo. Porque Billie Jean no necesita presentación. Es una de esas canciones que lo atraviesan todo: generaciones, estilos, gustos. Es parte de nuestro inconsciente colectivo.

Ha muerto Michael Jackson, dicen. El Rey del Pop. Lo repiten en cada rincón, en cada telediario, en cada red social, como si quisieran convencernos. Pero yo sigo sin creérmelo. Porque alguien que formó parte de nuestras vidas de una forma tan profunda, tan física y tan emocional, no desaparece así como así. Porque la música —la verdadera música— no muere nunca.

Y Michael era música.


26.6.09

No me lo puedo creer


No es cierto. No puede ser verdad. Son las 3:00 de la mañana, una hora poco corriente por estar sin poder dormir levantado un día de diario y tener que trabajar dentro de pocas horas. No sé como ni porqué me ha dado por ver las noticias de última hora en la edición digital de El Pais y la portada que me encuentro es: FALLECE MICHAEL JACKSON. ¿Es una broma?. No sé que más decir, sólo que hasta las personas inmortales dejan de existir tarde o temprano. No me lo creo, estoy ahora mismo en una especie de niebla mental, en serio. Es mentira, debe ser una mentira. Sigo sin poder creermelo.

25.6.09

Charlie's Angels

Farrah Fawcett Kate Kackson Jacklyn SmithCharlie's Angels

Hoy ha fallecido Farrah Fawcett. Tenía 62 años.

Con su muerte, no solo se va una actriz, un rostro icónico, una melena que marcó tendencia. Se apaga también un pedazo de la televisión de los años setenta, esa época dorada que tantos de nosotros llevamos tatuada en la memoria, aunque a veces no nos demos cuenta.

Farrah fue, para muchos, mucho más que Jill Munroe en Los ángeles de Charlie. Fue símbolo de una época en la que la televisión comenzaba a abrir nuevos caminos, a proponer modelos distintos, a jugar con el formato y el espectáculo. Su sonrisa, su fuerza en pantalla, su carisma natural hicieron que millones se sentaran frente al televisor con la emoción de quien presiente que está viendo algo especial.

Este pequeño y humilde homenaje no es solo para ella, sino para todas aquellas series de los años setenta que marcaron época: Starsky & Hutch, Kojak, Colombo, La mujer biónica, El increíble Hulk, Vacaciones en el mar, El hombre de los seis millones de dólares, Misión imposible, Hawai 5-0, entre tantas otras. Historias que nos llegaron con otros ritmos, otros colores, otro lenguaje… pero que siguen siendo, a día de hoy, una fuente inagotable de inspiración para las series y películas actuales.

Porque todo parte de ahí. De esas tramas sencillas pero ingeniosas, de esos personajes inolvidables, de esa forma casi artesanal de hacer televisión que, a pesar del paso del tiempo, continúa viva en la nostalgia, en los homenajes, en los remakes, y sobre todo, en la memoria de los que crecimos con ellas.

Hoy ha fallecido Farrah Fawcett. Pero su imagen —eterna, radiante— seguirá sonriendo en la pantalla cada vez que alguien, por casualidad o por amor al recuerdo, vuelva a ver uno de esos capítulos donde los ángeles no necesitaban alas para volar.


13.6.09

Money Never Sleeps, secuela de Wall Street


El inolvidable tiburón sin escrúpulos de las finanzas, Gordon Gekko, interpretado magistralmente por Michael Douglas en 1987, regresa al cine. La icónica actuación de Douglas bajo la dirección de Oliver Stone le valió un Oscar al Mejor Actor, y ahora la saga retoma vida con una continuación que, tras años de rumores, finalmente está en producción y a punto de comenzar su rodaje.

La nueva película sitúa la trama justo antes del estallido de la crisis financiera actual. Gekko acaba de salir de prisión tras pasar casi dos décadas tras las rejas. Su prioridad absoluta ahora es retomar la relación con su hija, que mantiene una relación sentimental con un joven corredor de bolsa exitoso, interpretado por Shia LaBeouf —conocido por Transformers e Indiana Jones 4.

La historia se complica cuando el mentor del joven corredor se suicida, al verse involucrado en un oscuro y turbio asunto financiero. El joven, convencido de que otro despiadado hombre de finanzas —papel que encarna Javier Bardem— es el responsable, buscará la ayuda de su suegro recién liberado de prisión para desenmascarar y detener las maquiavélicas artimañas de este enemigo común.

Con un reparto de primer nivel y una trama que promete captar la tensión y la corrupción del mundo financiero actual, esta secuela de Wall Street aspira a repetir el éxito y la relevancia de la original, adaptándose a los tiempos modernos sin perder la esencia que convirtió a Gordon Gekko en un icono del cine.


La película se titulará Money Never Sleeps y, como en la original, contará con Oliver Stone en la dirección. Para mí, Wall Street es una de las mejores películas de la década de los ochenta —una obra que capturó a la perfección la ambición, la codicia y la ética cuestionable del mundo financiero de su época—, así que confío en que esta secuela esté a la altura y consiga adaptar con éxito el personaje de Gordon Gekko a unos tiempos muy diferentes a los que vimos en 1987.

Un detalle a destacar es que el personaje interpretado por Charlie Sheen, eje fundamental en la trama original, no aparecerá en esta continuación. Esperemos que el hueco que deja no se note demasiado y que la historia logre mantener su fuerza sin él.

Aunque aún no disponemos de imágenes ni material oficial del nuevo film, los fotogramas que acompañan este texto son de aquella ya mítica película que marcó época y que nos dejó escenas inolvidables.

10.6.09

Vickie el vikingo. La película.


Un guiño de nostalgia para los que ya no cumpliremos los 30

Ya hay fecha de estreno para la adaptación cinematográfica de la clásica serie de dibujos animados Vickie el Vikingo. Para quienes crecimos viéndola, esta noticia es un pequeño viaje en el tiempo. Y para los más jóvenes, si la conocen, probablemente sea por alguna reposición en cadenas locales. Recuerdo haber visto alguna escena mientras hacía zapping, aunque no estoy seguro si fue en Localia o en Popular TV.

El estreno está previsto para septiembre, aunque, por lo que he leído, por ahora sólo en su país de origen, Alemania. Supongo que pronto alguna distribuidora se hará con los derechos y no tardará en llegar al resto de Europa, donde Vickie también tiene sus fieles seguidores.

La página oficial de la película no está nada mal: ofrece tres teaser-tráilers diferentes que, la verdad, no pintan nada mal. Será interesante ver cómo el pequeño vikingo se las ingenia para salir de apuros con sus mágicas ideas, esas que siempre le venían mientras se frotaba la nariz.

Si quieres echar un vistazo y conocer más detalles, puedes visitar la página oficial de la película.

8.6.09

Temor

La derecha gana las elecciones al Parlamento Europeo

Muy bien para ellos. Parece que la política del miedo, del terror generalizado y del oportunismo en tiempos difíciles les ha venido de perlas. Es un patrón que se repite una y otra vez si echamos la vista atrás: en circunstancias similares, han usado sus artimañas y malas artes para apropiarse del poder en más de un país.

Que gane la derecha no me gusta un pelo, para qué voy a negarlo, y más aquí en España, donde esos personajes de rostro oscuro, tez gris y desfasada, con una moral añeja y caracterizados por una intolerancia y escasez de magnanimidad, me producen al menos un desasosiego profundo.

Pero lo que me da aún más miedo y temor es que, en otras partes de Europa —en Finlandia, Austria, Hungría, Eslovaquia y Holanda— no ha ganado simplemente la derecha, sino la extrema derecha. Esa que levanta banderas xenófobas, nacionalistas y militaristas con discursos que deberían ser ya un lastre enterrado por la historia.

¿Nos estamos volviendo locos? ¿Acaso nadie recuerda a dónde puede llevar ese tipo de gente? No hace tanto tiempo, por menos, dieron golpes de estado, asesinaron a millones de inocentes y sumieron a Europa en un drama y un desastre mundial cuyas consecuencias todavía hoy se arrastran.

La crisis nos afecta a todos, unos más que otros, pero viendo el panorama tan oscuro que se cierne sobre el continente, con esos vientos fétidos en blanco y negro, solo puedo desear que esta tormenta pase cuanto antes.

No quiero ser mal agorero, pero repito: no me gusta nada esta gente. Y creo que es hora de que todos lo tomemos en serio.

4.6.09

The Karate Kid


En realidad, fui yo el elegido por el director John G. Avildsen para interpretar a Daniel LaRusso en The Karate Kid. Pero, por culpa de una indisposición inoportuna, tuve que abandonar el rodaje, y fue entonces cuando ese escuálido de Ralph Macchio aprovechó la oportunidad para convertirse en toda una celebridad. Pobre señor Miyagi, lo que tuvo que sufrir para adiestrarlo en su milenaria disciplina oriental... ¡y eso que a mí me habría resultado mucho más fácil!

Después tuvieron que repetir todas las sesiones fotográficas promocionales, porque, como podéis comprobar, no había ni punto de comparación. ¿Quién creéis que tenía más carisma y presencia en pantalla?

El karma de Hollywood, señores, el karma.