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5.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra. El síndrome del urbanita descalzo (XXV): Turismo emocional, versión piloto


El síndrome del urbanita descalzo (XXV): Turismo emocional, versión piloto

A mediados de febrero, cuando el frío ya no daba miedo pero aún crujía las orejas, llegaron los primeros turistas de la agencia “Siente Villafresno”.

Eran siete. Todos de ciudad.
Todos con abrigo de plumas, zapatillas blancas que pedían auxilio, y una expresión entre ilusión y confusión existencial.

Los recibió Frédéric, con una bufanda tejida por Doña Alfonsa, una carpeta de bienvenida (hecha con cartón de cajas de vino) y una frase ensayada:

—Aquí no venís a ver cosas. Venís a sentir el tiempo.

Uno de los turistas lloró nada más bajarse del coche. No por emoción: porque no había cobertura.

—¿Pero esto es así siempre o es un fallo puntual? —preguntó angustiado.

—No es fallo, es filosofía —le respondió Frédéric con solemnidad.

Otro preguntó:

—¿Pero dónde está el sitio para cargar el patinete eléctrico?

—Aquí lo cargamos de leña —dijo Don Isidro, que se pasó por allí “para ver la fauna”.

El programa era ambicioso y poético. Día 1:

  • Paseo por la ribera,

  • Observación de una gallina con ansiedad,

  • Meditación colectiva bajo un olivo centenario (que resultó ser una higuera muy gorda),

  • Y taller de silencio interior (que acabó con dos discusiones y una contractura cervical).

Durante la meditación, uno de ellos levantó la mano:

—Perdón, ¿el silencio es total o se pueden emitir murmullos conscientes?

—Solo si tu alma los necesita —dijo Frédéric, cerrando los ojos con teatralidad.

Pero Mari Pepa, que pasaba por allí con el cubo del pan duro, cortó el misticismo:

—Mira, alma, si vais a estar dando la brasa, os vais al frontón.

A mediodía, comieron en casa de Mari Pepa. En la mesa: puchero, vino fuerte y un cartel que decía:

“Si viniste a comer ensaladita y quinoa, da media vuelta.”

Uno de los visitantes —publicista, vegano, licenciado en neurociencia y propenso al llanto— probó el cocido y preguntó con voz quebrada:

—¿Esto es… emocionalmente libre?

—Esto es legumbre de secano y amor con hueso —le dijo Nines, que lo miró como se mira a un cactus en invierno.

—¿Y lleva... carne?

—Hombre, claro. ¿Tú qué te crees que da sabor? ¿La buena voluntad?

Uno de los urbanitas, visiblemente afectado, sacó una libreta y apuntó:

"Día 1, 14:42: primer contacto con proteína emocional."

Por la tarde, una de las turistas pidió hacer "baño de bosque". La llevaron al camino de los olivos. Al tercer charco, resbaló y cayó de culo sobre una zarza.

—¡Estoy sangrando emocionalmente! —gritó mientras sacaba el móvil.

Sacó una foto. Lo subió a Instagram con la etiqueta #VillafresnoMeTransforma.
Cinco minutos después, pidió tiritas de aloe y una toalla térmica.

Don Isidro, que la vio desde lejos, masculló:

—A estos les metes una matanza y se les cae el alma.

El segundo día fue aún mejor:

  • Frédéric los llevó a misa “para observar la espiritualidad del campo”.

—¿Y esto es performativo o literal? —preguntó una influencer cultural.

—Esto es misa de once. Y al cura no le habléis raro, que aún no ha digerido lo del 'black friday'.

  • Don Cipriano les explicó durante 40 minutos cómo arreglar una persiana con alambre.

—Esto es saber vivir, no lo de vuestros pisos esos con botones hasta para subir la tapa del váter —decía, mientras hacía un esquema en una servilleta.

Uno tomó apuntes como si fuera una masterclass de Harvard.

  • Por la noche hubo una sesión de “cuentos frente al brasero” con Don Isidro, que improvisó una historia sobre una cabra que veía fantasmas y dejó a todos en trance.

—¿Y la cabra era una metáfora del alma o un símbolo del arraigo? —preguntó un tal Bruno, director de contenido en una start-up ecológica.

—Era una cabra. Con ojos grandes. Como los tuyos ahora —dijo Don Isidro, sin pestañear.

Al marcharse, los urbanitas estaban transformados:

—Aquí no hay wifi, pero hay señales —dijo uno, mirando a una tapia con líquenes.

—Yo he conectado con mi yo primario. El de antes de IKEA —añadió otra.

—He superado el miedo a las chimeneas —declaró el de la contractura, aún con una esterilla pegada a la espalda.

Antes de irse, dejaron una nota de agradecimiento escrita en papel reciclado de sus agendas mindfulness:

“Gracias por enseñarnos a convivir con el silencio, el barro, el frío, el amor y los garbanzos.
Volveremos. Con mantas.”

Frédéric cerró la carpeta del grupo piloto con una sonrisa:

—Esto no es turismo. Esto es terapia con pitarra y frases de pueblo.

Don Isidro, desde el fondo del bar, levantó la vista del dominó y sentenció:

—Como vuelvan, los ponemos a cavar una zanja. A ver si se les abren más los chakras.


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