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30.11.25

El hijo de la cómica

 


Anoche, en el Gran Teatro de Cáceres, El hijo de la cómica se elevó como una experiencia casi acústica, un ritual en torno a la palabra y a la memoria. Y allí, en el centro exacto del escenario, José Sacristán demostró una vez más que hay voces que no envejecen: se afinan. A sus 88 años, la suya no es solo un instrumento interpretativo, sino una geografía emocional. Su timbre, esa mezcla de grava noble, ironía tierna y respiración sabia, resonó con una profundidad que hizo del teatro una caja de resonancia íntima, cálida, casi confesional.

Sacristán no recita; modula el tiempo. Cada frase cae con un peso exacto, cada pausa es un continente, cada inflexión parece pulida por décadas de oficio y verdad. Su voz no busca el efecto, sino la hondura: vibra, acaricia, rasga o reconcilia, según lo exija el texto, pero siempre desde una autenticidad que solo puede ofrecer quien ha convivido con el escenario como con un viejo amigo.

Y qué decir del texto: el libreto de Fernando Fernán Gómez, construido a partir de sus propias vivencias, desde su nacimiento en Lima hasta el año 1943, late con esa mezcla inimitable de inteligencia, memoria y melancolía que definió al autor. Es un viaje vital lleno de luz y heridas, de humor y desgarro, de infancia, humildad y supervivencia. Sacristán lo acoge con respeto casi litúrgico, pero también con la libertad de quien entiende cada pliegue emocional del relato y lo devuelve enriquecido, como si él mismo hubiese estado allí, en esos primeros años del joven Fernando.

En esa conversación silenciosa entre dos gigantes, el uno ausente, pero vivo en sus palabras; el otro, presente y colosal sobre las tablas, se teje una de esas noches que solo el teatro es capaz de regalar. Una noche en la que la voz, la memoria y el talento construyen algo que trasciende la función y se instala en quienes tuvimos la fortuna de escucharlo.

27.11.25

Niebla con billete a 1969

 Esta mañana, a las 6:00, la niebla a las afueras de Cáceres no era niebla: era directamente una máquina del tiempo mal calibrada, como si algún técnico del clima hubiera dejado el botón de “viaje al pasado” en modo prueba. De pronto, sin comerlo ni beberlo, me vi entrando en un túnel espacio-temporal y ¡zas!, aparecí plantado en la Plaza Mayor en 1969, con más frío que en el pasillo de los yogures de Carrefour… pero sin yogures.

Lo primero que me sorprendió fue la estampa: la plaza con ese brillo mate de las cosas antiguas bien cuidadas, los soportales iluminados por bombillas amarillas que parecían cansadas de alumbrar, y un Seat 600 color crema aparcado torcido, como mandaba la tradición. Entre ese silencio casi solemne y el aire cortante, el Cáceres del 69 tenía ese toque de postal que hoy sólo encuentras en las casas de los abuelos.

Y allí iba yo, caminando con mis deportivas blancas totalmente fuera de la moda de la época, cuando lo que se llevaba eran los zapatos castellanos brillantes, los pantalones de pernera estrecha y las camisas con cuello pronunciado, bien planchadas. A mi paso, un grupo de chicas con abrigos de paño y moños altos me miraron como quien observa un espécimen recién escapado del futuro.

Como uno intenta no perder el norte ni en pleno salto temporal, aproveché para sacar una foto, que ya veré cómo explico en la tienda de revelado cuando vean en la imagen coches de hace medio siglo y yo vestido como si viniera del gimnasio. Después di una vueltecita por la plaza: ni coches híbridos, ni patinetes eléctricos, ni chavales diciendo “bro-bro”; lo único eléctrico era la mirada de una señora que me vio con un móvil en la mano y murmuró “este aparato no es de este mundo, Manuel”.

Me senté en una terraza, con sillas de hierro que pesaban lo mismo que un lavadero de piedra, a tomarme un café con leche por cuatro pesetas. Cuatro. Pesetas. Casi lloro. El camarero, bigote perfectamente recortado y chaleco marrón, me llamó “caballero”. Algo que en 2025 solo me pasa si voy a una boda o a entregar papeles en Hacienda.

Y entonces ocurrió lo realmente surrealista: me crucé con el mismísimo alcalde, don Alfonso Díaz de

 

Bustamante, que iba acompañado de dos concejales y lucía un abrigo oscuro con solapa ancha y un sombrero de ala corta como salido de un noticiario en blanco y negro. Al verme tan perdido, se acercó con una cortesía de otra época:

—¿Se encuentra bien, caballero? No me suena su rostro, y suelo conocer a casi todos los de la ciudad.

—Eh… vengo de… lejos —dije, sin mentir del todo.

El alcalde sonrió.

—Pues le diré una cosa: aquí en Cáceres, si viene para quedarse, no tardará en sentirse en casa. Y si sólo está de paso… disfrute de la plaza, que hoy está especialmente hermosa.

Me quedé a cuadros. No todos los días te topas con el alcalde de 1969 mientras intentas no desintegrarte entre dos líneas temporales. Y menos con uno tan elegante, tan propio de la moda masculina de entonces: barba bien afeitada, traje recto, corbata estrecha y ese aire de autoridad sobria que ya no se fabrica.

Luego pasé por una tienda. O mejor dicho: un templo del jamón y el queso a precios que hoy serían motivo de investigación internacional. Ver un cartel que decía “Jamón bueno: 240 pesetas” me provocó una especie de crisis existencial. No me llevé media despensa porque no sabía si un vórtice espacio-temporal permite regresar cargado de chacina sin abrir un agujero negro.

Entre puesto y puesto me crucé con Manolo, el de los ultramarinos, con su delantal azul y un peinado brillantinado que también era moda de la época. Me ofreció un paquete de Chester sin filtro “para entrar en calor”. Decliné. Bastante viaje llevaba ya en el cuerpo.

Y cuando la niebla volvió a formarse en un remolino sospechoso, como diciendo “última llamada al presente” tuve que regresar deprisa. Volví con las manos vacías, que luego Hacienda pregunta.

Para la próxima visita al 69 lo tengo clarísimo:

• Comprar un par de pisos en Cánovas.

• Unos terrenos en el Olivar de los Frailes.

• Y si me queda un minuto, hablar con el señor que inventó el precio del café en 2025 para que afloje un poquito.

En fin, que la niebla cacereña será muy traicionera… pero oye, te da cada viaje. Y visto lo visto, en el próximo igual me encuentro a Camilo Sesto ensayando o a un grupo de modistas comentando la última falda de tubo llegada de Madrid. Aquí, entre un salto temporal y otro, cualquier cosa puede pasar.

19.11.25

La sombra que aún espera


 En lo alto de un risco, donde el viento parecía hablar en voz baja y las noches caían como un manto espeso, se alzaba el castillo de San Alvar. Allí, en el salón principal, un lugar donde las telarañas parecían bordados antiguos y el eco era el único habitante fiel, vagaba un fantasma llamado Don Leandro.

Leandro no era un espectro furioso ni un alma en pena que buscara venganzas. Era, más bien, una sombra triste. Había sido señor del castillo muchos siglos atrás, cuando los estandartes aún flameaban y las almenas vibraban con risas, banquetes y música de laúd. Ahora, cada piedra estaba fría y vacía, como si el tiempo hubiera vaciado no solo las salas, sino también los recuerdos de todos menos los suyos.

Cada noche, Leandro recorría los pasillos recordando su vida. Veía, como en un sueño lejano, a su esposa Elena caminando junto a él por los jardines; escuchaba la carrera de sus hijos entre los patios; sentía el orgullo de las celebraciones, del hogar lleno. Pero al intentar acercar la mano a esas visiones, todo se desvanecía como polvo dorado.

Porque todos ellos, Elena, los niños, los amigos, los sirvientes, habían partido siglos atrás hacia un lugar al que él no podía seguir.

Leandro estaba atrapado en un pequeño pliegue entre dos mundos: el de los vivos, que ya no podían verlo, y el de los muertos, que no podían recibirlo. Era como una carta olvidada entre las páginas de un libro perdido.

A veces, cuando el amanecer teñía de rosa las almenas, Leandro sentía que algo tiraba de él, como una brisa cálida que casi lo llamaba por su nombre. Pero nunca era suficiente. Algo en el castillo, sus recuerdos, su amor, su pena, o tal vez su propio miedo, lo retenía allí, como una raíz que no quiere soltarse de la tierra.

Y aun así, cada noche, él seguía caminando, murmullo entre piedras, esperando el día en que sus pasos dejaran de resonar y, por fin, pudiera cruzar el umbral que lo separaba de los suyos.

Mientras tanto, el castillo de San Alvar seguía en pie, silencioso y solitario, guardando en su interior al último de sus habitantes: un fantasma que no asustaba a nadie, porque solo deseaba dejar de estar solo.

18.11.25

Atilano Coco


 En Guarrate, un pequeño pueblo de Zamora, cuando aún las campanas marcaban las horas como si cosieran el tiempo, nació un niño de nombre suave: Atilano, nombre de santo antiguo, de campo húmedo y trigo recién cortado. Nadie imaginó entonces que su destino sería como esas luces discretas que alumbran sin reclamar aplausos, como un farol en una esquina donde casi nadie se detiene.

Desde pequeño aprendió que la fe no es un ejercicio de estruendo, sino una lumbre mínima, un rescoldo que se cuida con la mano ahuecada. Cuando escuchó por primera vez la palabra metodista, no sintió la extrañeza de lo desconocido, sino la cercanía de algo que parecía ya escrito en su interior. Y así, con esa mezcla de timidez y determinación que acompaña a los que creen sin vanidad, emprendió camino a Inglaterra, donde el viento olía a libros abiertos y a iglesias sin oro, donde la oración era un murmullo y no un desfile.

Allí, en las capillas de madera oscura, supo que su misión no sería cambiar el mundo, sino estar en él con una dignidad silenciosa. Aprendió que, a veces, la fe solo consiste en sentarse al lado del que está solo.

Regresó a España con la modestia de los que no vuelven a casa para exhibir títulos, sino para sembrar esperanza. Volvió a Salamanca, a esas calles que parecen hechas para que los pasos resuenen, y allí levantó su pequeña iglesia, abierta como un libro cotidiano. Predicaba como quien habla con un vecino: sin altivez, sin dogma de piedra, sin temor a la duda. Y muchos, incluso los que no creían, reconocían en él la rara virtud de la coherencia.

Fue entonces cuando Miguel de Unamuno lo miró con interés. El rector, hecho de preguntas abrasadoras, de tempestades internas, veía en Coco algo que en él mismo escaseaba: la serenidad de quien ha elegido un camino y lo recorre sin ira. Atilano, por su parte, veía en Unamuno un alma contradicha que buscaba, como él, un refugio en la conciencia.

Solían caminar juntos por el casco viejo. Uno era incendio; el otro, brasa. Uno preguntaba; el otro escuchaba. Dos hombres tan distintos que parecían necesarios el uno para el otro.

Llegó el verano del 36 como llega un viento que arranca techumbres. Y a ese viento lo llamaron Guerra Civil. Las palabras se volvieron armas, la fe un campo de batalla, y la diferencia un delito.

Para un pastor protestante, en una España que exigía uniformidad espiritual, el peligro se volvió cotidiano. Pero Atilano no quiso esconderse. Siguió visitando enfermos, consolando familias, predicando con voz baja mientras por la ciudad resonaban otras voces que pedían pureza, obediencia, silencio.

Una noche lo apresaron. No hubo gritos ni resistencia; solo la firmeza de quien sabe que la violencia no entiende de razones, pero que aun así no renuncia a ellas. Lo acusaron de masonería, esa palabra mágica que entonces servía para encender hogueras, y también de ideas subversivas. Que un pastor hablase de libertad de conciencia ya era subversión suficiente para tiempos que exigían sumisión.

Unamuno intercedió. Lo hizo con la desesperación del que ve cómo la historia, esa bestia ciega, se lleva por delante a los justos y deja indemnes a los crueles. Pero su voz llegó tarde o llegó a oídos sordos, que en esos meses era lo mismo.

En prisión, Atilano escribía pequeñas notas en los márgenes de cualquier papel que encontraba. No pedía clemencia ni justificaba nada. A veces solo anotaba un versículo, o los nombres de su esposa y sus hijas, como quien escribe salmos personales para que no se los devore la memoria del miedo.

Los presos decían que tenía una paciencia extraña, casi luminosa. Mientras otros lloraban o maldecían, él parecía habitar un silencio suyo, como si protegiera a los demás del ruido interior.

La madrugada del 9 de diciembre de 1936 lo condujeron hacia la tapia donde tantos otros habían sido llevados. El frío era un espejo. El cielo, un pozo oscuro. Nadie anotó sus últimas palabras; no hubo testigos que quisieran recordarlas. Pero se dice que su mirada, antes del disparo, no tenía rencor.

Murió joven, demasiado joven, apenas un hombre que empezaba a construir futuro.

Después, como sucede con los hombres sin poder, su historia quedó enterrada bajo papeles oficiales, bajo silencios familiares, bajo la costumbre española de olvidar lo incómodo. Pero la memoria tiene la costumbre obstinada de volver, igual que una raíz atraviesa la piedra.

Y así, con los años, su nombre volvió a escucharse en templos protestantes, en libros, en estudios universitarios, en manos que buscaban justicia para quienes la guerra convirtió en sombra.

Hoy, Atilano Coco no es solo un pastor protestante ni solo un fusilado. Es una figura de luz tenue, de esas que no ciegan, pero acompañan. Una presencia que nos recuerda que hay vidas que, sin ruido, sin gestos teatrales, se convierten en ejemplos. Que la integridad, esa virtud que tanto escasea, puede vivirse de forma callada y firme, como un canto que solo escucha quien quiere escuchar.

Es, en definitiva, la historia de un hombre que eligió ser fiel a sí mismo, aun cuando el mundo se volvió en su contra.

Un hombre humilde. Un creyente tranquilo.

Un nombre que vuelve.


15.11.25

Cumplir 53


 Cumplir 53 es un poco como abrir un cajón que no recordabas tener: al principio te asustas (“¿pero esto estaba aquí?”), luego te reconoces (“anda, si esto es mío”) y, finalmente, te ríes porque dentro hay recuerdos, achaques opcionales y un número creciente de invitaciones a reencuentros donde todos fingen que “están igual que siempre”.

A los 53 descubres que ya no quieres impresionar a nadie. Que la siesta deja de ser un vicio para convertirse en un derecho constitucional. Que los camareros te llaman “caballero” pero tú sigues sintiéndote más cerca del chaval que pedía medios de vino con limón y en vaso de plástico y hamburguesa de la casa, en la desaparecida "La Encina".

A los 53 aprendes que la vida no se cuenta por años, sino por anécdotas: por esas veces en que reíste hasta dolerte la espalda, por las personas que se quedaron incluso cuando no estabas de humor, por las canciones que sigues cantando aunque ya no puedas alcanzar las notas y por los errores que, mira, al final resultaron ser atajos y grandes soluciones. 

A los 53 ya tienes claro que tu memoria funciona como el almacenamiento del móvil: está llena. Y si quieres meter algo nuevo, tienes que borrar tres cosas: normalmente, dónde dejaste las llaves, para qué entraste en la cocina y cómo se llama el vecino del tercero que lleva saludándote 20 años.

También descubres una sabiduría rara y preciosa: la de saber decir que no sin sentirte culpable, la de valorar más una buena compañía que una buena hora de llegada, la de entender que el plan perfecto es aquel que no exige nada salvo estar.

Cumplir 53 no es envejecer: es afinarte. Es como pasar de ser proyecto a ser versión definitiva (con alguna actualización pendiente, vale, pero estable). Es darte cuenta de que lo imprescindible cabe en un puñado de afectos y que lo demás… lo demás son historietas para reírte cuando toquen los 54.

Y lo mejor de cumplir años es la sensación, secreta pero real, de que aún queda muchísimo por estrenar: viajes, canciones, lecturas, vinos, amistades, tonterías que contar y fotos donde puedo asegurar que “salgo fatal”.

Así que, si como yo, cumples 53, felicidades: estás en la edad perfecta para tomarte la vida en serio, pero a ti mismo, nunca.

13.11.25

Los Javis


 No "sus" riais, pero estoy con un desasosiego y un principio de incertidumbre que no puedo soportar. Primero han sido Andy y Lucas, y confieso que aquello ya me ha dejado tocado. Una separación inesperada, un cataclismo sentimental de los que no llenan los informativos, pero sí dejan un silencio incómodo en el corazón de la rumbita pop española. Ahora son Los Javis los que anuncian su ruptura, y sinceramente, ya no sé si tengo fuerzas para otro golpe así.

Estamos viviendo un año durísimo para esas parejas en las que nunca supimos quién era quién, esos dúos que parecían concebidos por clonación más que por coincidencia. La ciencia aún no ha podido explicarlo, pero el ojo humano no distingue a ciertos binomios: uno empieza una frase y el otro la termina, uno parpadea y el otro ya está llorando por la misma emoción estética.

Con Los Javis no sabíamos quién dirigía y quién lloraba, quién decía “acción” y quién decía “bravísimo”. Eran un único ente luminoso, un concepto artístico con dos DNI. Y ahora, de pronto, el universo se desequilibra.

Se nos está desmoronando un sistema de referencias. Si esto sigue así, cualquier día Los Pimpinela anuncian “diferencias creativas con la canción de desamor”, Ibai y Piqué se reparten la custodia de Twitch, y David y José Muñoz, los Estopa, piden el indulto emocional en La Sexta Noche.

No se trata solo de música o de televisión: es el fin de una era. Aquella en la que crecimos creyendo que la amistad era un contrato vitalicio y las parejas artísticas, un matrimonio sagrado. Andy y Lucas, los Javis, Tip y Coll, Martes y Trece, Cruz y Raya… ¿quién queda? ¿A quién acudiremos ahora cuando necesitemos un referente de simbiosis absoluta? ¿A Mario y Luigi?

Lo peor es que uno ya no puede fiarse de nadie. Detrás de cada dúo hay un futuro comunicado de Instagram escrito con tono amable y foto en blanco y negro. “Nos queremos mucho, seguiremos siendo amigos”, dicen todos. Pero el daño ya está hecho: el público huérfano, los memes de luto, los fans en modo orfandad emocional.

Quizá sea el signo de los tiempos. La posmodernidad no destruye instituciones: las disuelve con un filtro sepia y una nota de voz. Y así vamos, navegando entre separaciones, hashtags y nostalgia.

Yo, por si acaso, voy preparando el alma para el próximo golpe. Porque si un día de estos me despierto y los del Río anuncian que se separan, juro que me doy de baja del siglo XXI.

11.11.25

Frankenstein: belleza, culpa y Netflix


 Es tan cíclico lo de resucitar a los clásicos que ya ni nos sorprende: cada década parece necesitar su propio Frankenstein y su propio Drácula, como si Hollywood y Europa compitieran por ver quién levanta antes al muerto. Y mientras Guillermo del Toro presenta su versión de Frankenstein en 2025, Luc Besson estrena en pocos días un nuevo Drácula. Sí, Luc Besson, el de El quinto elemento, porque claro, el conde transilvano necesitaba urgentemente una persecución con neones y música electrónica. En fin, el eterno retorno de los monstruos.

Pero volviendo a Frankenstein: lo de Del Toro no es una simple resurrección, sino una misa fúnebre con orquesta, lluvia perpetua y alma de tragedia romántica. Visualmente es un festín, un delirio gótico que solo él podría firmar, lleno de texturas húmedas, luces doradas y ecos de pintura flamenca. Jacob Elordi, con esa mezcla de belleza y extrañeza, da vida (literalmente) a la criatura más humana que se ha visto en mucho tiempo, y Oscar Isaac compone un Víctor Frankenstein atormentado, un hombre que juega a ser dios y acaba convertido en su propio monstruo. La película tiene esa atmósfera de cuento moral y de ruina moral que Del Toro maneja como nadie. Todo suena, se ve y se siente como una tragedia de gran pantalla. Y sin embargo, aquí viene la ironía: la mayor película gótica del año se estrena, salvo por escasos días en algunos días, directamente en Netflix.

 Frankenstein no es una película para ver en casa con el móvil vibrando al lado: es para verla en una sala oscura, con el sonido retumbando y el rostro de la criatura iluminado por un rayo. Pero nada, aquí estamos, reviviendo la épica de Shelley en el sofá, mientras Netflix te sugiere “ver también Emily in Paris”. Da un poco de pena, no por la película, que es magnífica, sino porque el rito se ha perdido.

Y si comparamos esta versión con las clásicas, el ejercicio se vuelve aún más interesante. Frente al hierático y trágico monstruo de Boris Karloff en la joya de James Whale (1931), el de Elordi es más introspectivo, más sensible, casi un ángel caído que se sabe víctima de la ambición ajena. Donde Whale construía horror y piedad en blanco y negro, Del Toro añade lirismo, carne y culpa. Frente al delirio visual de Kenneth Branagh en 1994, aquella Mary Shelley’s Frankenstein que era tan ampulosa como fascinante, esta versión resulta más contenida, más melancólica y más fiel al espíritu filosófico del original. Del Toro no busca el susto ni el exceso romántico, sino la poesía de lo maldito.

En conjunto, es una película enorme, hermosa, barroca y emocional. Y aunque algún purista pueda decir que el barroquismo de Del Toro roza lo excesivo, lo cierto es que pocos directores contemporáneos filman con tanto respeto por la materia del mito. Si Whale dio forma al monstruo, Branagh lo vistió de tragedia, y Del Toro lo ha envuelto en alma y conciencia.

Así que sí, otra vez Frankenstein. Pero esta vez, el monstruo respira. Y, por desgracia, lo hace frente a la pantalla de tu televisor, cuando debería rugir en la oscuridad de un cine.

6.11.25

Tarde de Noviembre en Elvas

 Se ha dormido el sol sobre la frontera,

y el Guadiana calla, como rendido;

tus manos, leves, tienen el sonido

de quien aún sueña, pero ya espera.


Cruza el otoño su primavera

de luces breves y amor contenido;

y el mundo, aunque incierto y dividido,

parece justo si estás, siquiera.


No sé qué haremos con los inviernos,

ni qué palabra pondrá el destino,

ni a qué puerto nos lleven los días.


Pero hay calor en tus ojos tiernos,

y en su reflejo, puro y vecino,

se hace feliz lo que no sabías.