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15.7.25

Leoncia: la mujer detrás de la estatua



En el corazón de Cáceres, allí donde la piedra antigua resiste al tiempo y las plazas respiran siglos, se alza, discreta pero firme, la figura de una mujer de bronce. Su presencia no impone, pero conmueve. No desafía, pero permanece. Su nombre es Leoncia Gómez Galán, y su imagen, congelada en un gesto cotidiano, encarna algo más profundo que la simpatía popular: la dignidad silenciada de una vida al servicio de los otros.

A los ojos del visitante, podría parecer una estampa amable del pasado. Sin embargo, quien se detiene a mirar con atención descubrirá, tras esa postura encorvada y ese pañuelo humilde, la historia de una mujer a la que la historia no quiso escribir. Una mujer nacida pobre, vivida en la sombra y esculpida, ya tarde, en la memoria colectiva de un pueblo que aún le debe justicia.

Leoncia vino al mundo en 1903, en la localidad fronteriza de Valencia de Alcántara. Su primer gesto en la vida fue una despedida: fue abandonada al pie de una iglesia y recogida, por caridad o destino, por una familia de escasos recursos. Aquel acto fundacional marcaría el tono de toda su existencia: la intemperie, la necesidad, el silencioso heroísmo de sobrevivir.

A los trece años, todavía una niña, fue enviada a Cáceres para servir en casa de un reputado abogado. Allí transcurrió medio siglo de su vida. No en su casa, sino en la casa de otros. Cincuenta años en los que el tiempo no le pertenecía, el descanso era ajeno, y la palabra “vida” se confundía con la palabra “obediencia”. Cocinó, lavó, crió, limpió, curó y calló. Su salario era simbólico, apenas unas pesetas primero, unos duros después. Su jornada no tenía fin. Su voluntad, propiedad del patrón. La suya fue una biografía sin páginas, vivida entre las costuras de otras vidas más visibles.

Cuando la edad y el cuerpo dijeron basta, la pobreza no concedió tregua. En 1966, con 63 años, comenzó una nueva etapa: la de vendedora ambulante de periódicos, vocera de El Periódico Extremadura. Cada mañana, con los ejemplares bajo el brazo, recorría las calles empedradas anunciando titulares a viva voz, confiando en que alguna noticia de calado incrementara las ventas. En esas caminatas se jugaba no solo unas monedas, sino también un lugar en el mundo.

Alquilaba una habitación en el barrio de Busquet. No tenía jubilación, apenas red. Era una mujer mayor recorriendo el frío de los inviernos y el sol implacable de los veranos para ganar lo indispensable. Y sin embargo, no pidió más que poder seguir adelante. Trabajó mientras el cuerpo le sostuvo. Calló mientras la voz le sirvió. Vivió en los márgenes, sin quejarse, pero dejando huella.

En 1975 se retiró. Vivió sus últimos días en la residencia de la Avenida de Cervantes, donde conoció, al fin, un poco de afecto tardío. Contrajo matrimonio en 1977 con Salvador Hernández Fernández. Fue, quizás, su único gesto de plena libertad.

Falleció en 1986, a los 83 años. Pocos pensaron entonces que su figura terminaría por representar una parte esencial de la identidad de Cáceres. Pero en 1999, con motivo del 75 aniversario del diario al que dedicó sus últimos años, se instalaron dos esculturas en su honor. Una, en la redacción del periódico. La otra, la más visible, en la Plaza de San Juan, en el mismo lugar donde tantas veces Leoncia vendió las últimas ediciones con la esperanza de una venta más.

Allí está ahora. No impone, no habla. Pero su presencia interpela. Su cuerpo encorvado no simboliza cansancio, sino resistencia. Su gesto no es de sumisión, sino de entrega. Leoncia, la criada, la vocera, la mujer sin nombre propio durante décadas, es ahora memoria de muchas otras que, como ella, vivieron sin aplausos y murieron sin homenaje.

Convertir a Leoncia en una estampa entrañable es tentador. Pero hacerlo sin contar su verdad es traicionarla. No fue folclore. Fue clase obrera. No fue un personaje pintoresco, sino la encarnación de la injusticia que se institucionalizó durante generaciones. Su historia no es una anécdota para turistas: es una advertencia. Y su estatua no debería invitar solo a la foto, sino al pensamiento.

Porque el bronce puede brillar, pero no debería ocultar las sombras. Y en la de Leoncia hay muchas: la explotación doméstica, el clasismo, el patriarcado, la pobreza secular. Honrarla no consiste en florituras ni placas, sino en reconocer a las mujeres que, como ella, sostuvieron el mundo desde abajo sin ser vistas, sin ser nombradas, sin dejar de luchar.

Hoy, cuando pasamos junto a su figura, conviene detenerse. Mirarla no como símbolo amable, sino como símbolo incómodo, verdadero, profundamente humano. Porque si el bronce de Leoncia perdura, es para que no olvidemos que bajo cada piedra noble de esta ciudad, hubo muchas vidas humildes que la levantaron. Y una de ellas, acaso la más silenciada, fue la suya.

9.7.25

Cáceres y los tiempos en que la noche mandaba

Antes de que el siglo XIX se hiciera del todo visible, cuando aún gobernaban los relojes de campana y el viento golpeaba en las tapias sin pedir permiso, Cáceres era un laberinto de piedra donde la noche tenía sus propias leyes. Las callejas, angostas y empinadas, se retorcían bajo un cielo sin faroles, y cada sombra era un mundo. Los rumores corrían más rápidos que los coches de caballos, y los silencios pesaban más que losas.

No había más luz que la que brotaba del hogar o de algún candil tembloroso que sostenía una mano temerosa. En cuanto el sol se retiraba tras los cerros, la villa entera parecía esconderse. Los vecinos se recogían pronto, no tanto por prudencia como por respeto: a los muertos, a los aparecidos, a lo que no se podía nombrar con claridad.

Era la época de los serenos, del toque de queda no escrito, del miedo vestido de mujer con sábana al hombro o de galán travieso disfrazado de espectro. Los límites entre la broma, la amenaza y lo sobrenatural se desdibujaban en la penumbra.

Fue en 1836 cuando todo empezó a cambiar. La ciudad, ya designada como capital de provincia, recibió los primeros faroles de aceite. Se colocaron en la Plaza Mayor y, poco a poco, se extendieron por otras calles. Con ellos vinieron los serenos: vigilantes de la noche, portadores de luz, de orden… y también de rumores nuevos. Porque si la oscuridad propiciaba fantasmas, la luz no tardó en revelar otros.

Aquella transformación no fue solo física, sino simbólica. Donde antes habitaba el espanto, ahora se instalaba la vigilancia. Donde reinaban los cuentos, comenzaron a circular los bandos municipales. Pero el alma antigua de Cáceres, tercamente adherida a sus piedras, resistía al olvido. Y aunque la ciudad se modernizaba a golpe de decreto, en los rincones más retorcidos de su trazado medieval aún se escuchaban susurros de otro tiempo.

Pero antes de eso, hubo una época, no tan lejana como a veces creemos, en la que la noche no era simplemente la ausencia del día, sino un territorio salvaje, imprevisible, con leyes propias y criaturas que no figuraban en los censos ni en los padrones municipales. En la villa de Cáceres, cuando el sol se retiraba tras las crestas del oeste y la piedra se enfriaba en los muros, la oscuridad se instalaba con la solemnidad de un poder antiguo.

Los vecinos, sabedores del pacto no escrito entre el silencio y el miedo, se recogían temprano. Las calles se volvían estrechos corredores de sombra, y en ellas surgían, sin más permiso que el sigilo, los llamados Aullones: seres indefinidos, a medio camino entre el tunante y el espectro, entre el galanteo y la amenaza.

También estaban ellas, las Marimantas, envueltas en sábanas como mortajas, deslizándose sin ruido por las esquinas. No hacían daño, pero helaban la sangre con su sola presencia. Eran utilizadas por madres y abuelas para doblegar voluntades infantiles, con versos recitados en voz queda, como hechizos:

Una fea amortajada,
con su sábana sin hilo,
cruza el cuarto si te ve
jugando fuera del nido.

Aquella era una ciudad gobernada por la penumbra, sin faroles ni guardianes, donde la única luz que cruzaba la noche era la de la luna y alguna candela clandestina que temblaba tras una celosía. Pero eso cambió, como cambian los tiempos y las costumbres, cuando el progreso decidió irrumpir de la mano de una orden estatal que imponía alumbrado público en las capitales de provincia.

Corría el año 1836 cuando los primeros faroles se instalaron en la Plaza Mayor. Eran modestos, de aceite y cristal biselado, pero suficientes para deshacer los velos de la oscuridad. Con ellos vinieron los serenos, cuatro hombres encargados de encender las lámparas, apagar los rumores y mantener la decencia nocturna. Subían con sus escaleras, portaban mechas, candiles y un chuzo, esa lanza breve que servía tanto para espantar a un maleante como para rescatar un gato subido al tejado.

Y con cada farol que se encendía, se apagaba un mito. Los Aullones fueron diluyéndose en la rutina, ya sin recodos donde esconderse ni doncellas a las que asustar. Las Marimantas perdieron poder: su reinado dependía de la sugestión, y la luz, como es sabido, tiene el mal gusto de dejarlo todo demasiado claro.

Sin embargo, el recuerdo permaneció. Como una humedad leve en las paredes de la memoria. Y aún a mediados del siglo XX, no faltaban voces que aseguraban haber visto algo, alguien, una figura blanca y errante, rondando por la antigua judería: un lugar de calles retorcidas y resonancias perdidas, donde el eco de siglos anteriores parecía susurrar a quien se atreviera a pasar a ciertas horas.

Quienes hablaban de ella decían que no hacía ruido, que ni siquiera caminaba: simplemente estaba, esperando, inmóvil bajo la luz intermitente de un farol mal alimentado. No iba tras nadie, pero su sola presencia bastaba para disuadir al más valiente. Los que la veían, al relatarlo después, se enredaban en frases como “parecía que miraba” o “sentí que me llamaba por dentro”.

Y así, el miedo volvió. No como antes, pero sí disfrazado de duda. La historia renació en los corros de madrugada, en las sobremesas eternas y en los cafés clandestinos. Algunos creían en la aparición, otros la atribuían al vino o a la imaginación. Nadie se atrevía a comprobarlo del todo.

Hasta que un joven panadero, de esos que empiezan su jornada cuando el mundo aún bosteza, decidió enfrentarse a la leyenda. Estaba harto de rodeos y sustos, y más harto aún de tener que alterar su ruta por temor a una sábana andante. Tomó su navaja de hoja bien afilada y se propuso encontrar aquello que tanto alboroto causaba.

Y lo encontró.

Una madrugada fresca, entre dos casas encaladas, la figura blanca surgió. Parecía no tener rostro, solo luz. El panadero se le plantó delante, sin temblor. La sombra se dio media vuelta y echó a correr. Él, más rápido, la alcanzó. Y cuando alzó el brazo para quitarle la máscara al miedo, la figura alzó los brazos, descubriendo un rostro conocido y una voz temblona:

—¡Ay, por lo que más quieras, no me hagas daño, que soy la señá Petra!

—¿Señá Petra? ¿Pero qué...?

—Ando vigilando al Joaquín, que me han dicho que se mete en casas que no son la suya...

El silencio que siguió fue espeso. El panadero bajó la navaja. La señora Petra recogió su sábana con la dignidad de quien ha sido pillada con las manos en el aire y los celos en el corazón. Y se marchó calle abajo, dejando tras de sí una estela de vergüenza y alivio.

Así terminó la historia.
La última Marimanta no era un alma sin paz, sino una esposa celosa con imaginación.
El último Aullón, si acaso, fue aquel panadero, valiente e ingenuo, que se atrevió a poner fin al cuento.

Desde entonces, la noche cacereña fue menos propensa al mito y más amiga del sueño. Y aunque el miedo ya no habita las calles, algo en las piedras, en esas esquinas donde el farol parpadea y nadie pasa,
parece decirnos que hay historias que no mueren, sino que esperan.
Pacientes.
Como la propia oscuridad.