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31.7.25

Reflexión ligeramente desesperada sobre el mes de julio

Julio. Ay, julio. Mes de los calendarios sudorosos, del aire acondicionado convertido en tótem sagrado y de la existencia suspendida como una toalla húmeda en el perchero del alma. Julio es el martes eterno del año: no tiene el exotismo optimista de junio, ni el desenfreno mediterráneo de agosto. Julio es la antesala de algo mejor. Una sala de espera, pero sin aire, sin revistas, con mosquitos y con 40 grados a la sombra.

Porque julio, para quien tiene, como yo, las vacaciones programadas el 12 de agosto, no es solo largo. Es bíblico. Es como el desierto del Éxodo, pero sin Moisés, sin zarzas ardientes y sin tablas. Julio es una especie de purgatorio laboral donde uno sobrevive a base de cafés fríos, duchas tibias y sueños húmedos de tumbonas.

Qué paradoja tan refinada, además: el sol está en su cenit, las terrazas se llenan de risas ajenas, las calles huelen a after sun, y uno ahí, con el gesto torcido y el alma en countdown. Porque cuando sabes que el 12 de agosto te espera como una promesa escrita en las tablas del Sinaí, cada día de julio es un peldaño más en una escalera oxidada. Un mes entero convertido en lista de espera, donde el teléfono suena solo para cosas irrelevantes y el tiempo avanza al ritmo de una fotocopiadora vieja.

Y claro, uno intenta engañar al calendario con planes los fines de semana, ya sea aquí en Cáceres o en Mérida, con cenas, terrazas, con helados nocturnos, pero julio te observa con sorna. Es como ese profesor que alarga la clase justo antes del recreo. Tú, con la toalla mental ya extendida, los libros de bolsillo en la cabeza y la maleta preparada desde San Fermín, pero él, julio, tirano solar, aún tiene, el muy cabrón, 31 días para jugar contigo y torturarte.

Pero (¡ay, pero!), hay algo que alivia julio del colapso definitivo. Algo que, como los limones al gintonic, lo equilibra. Un consuelo ritual, una tradición veraniega que le da al sufrimiento un sentido casi poético.

El Tour de Francia.

Porque mientras tú te derrites en la silla del curro y marcas los días en el calendario como un presidiario con acceso a rotuladores fluorescentes, hay hombres (de piernas imposibles y pulmones de acero) que están subiendo el Tourmalet con 40 grados, la cara desencajada y la lycra pegada como papel film. Y eso, amigo, da paz.

Julio sin el Tour sería como julio sin ventilador: un crimen contra la humanidad. Nada iguala el placer de llegar a casa sudado, abrir una cerveza fría y ver a tipos que llevan 180 kilómetros pedaleando mientras tú te debates entre si comer ensalada o volver a pedir comida china. El Tour te recuerda que hay quien lo está pasando peor, pero con honor y dopaje leve. Te da épica. Te da drama. Te da excusa para no ir a la piscina porque “están en la etapa reina”.

Así que sí: julio es eterno, pero al menos tiene el Tour. Y ese Tour es tu París, tu Champs-Élysées interior. El sprint final hacia el 12 de agosto, que ya se atisba en el horizonte como un oasis de hamacas, cervezas en el Cosmo Beach club y paseos al amanecer.

Sin embargo, y he aquí la parte culta, nos salva el estoicismo. Séneca ya lo decía (probablemente mientras sudaba en una domus sin persianas): “No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho.” Y tú piensas: “Claro, Séneca, pero tú no tenías instagram ni grupos de WhatsApp con el tema de las vacaciones en bucle desde mayo.”

El 31 de julio no quiere irse. Se agarra a la pantalla como un gato a la cortina. Mira al 1 de agosto con el desprecio de quien aún no ha terminado su turno. El calendario digital parpadea. Suspira. Sabe que pronto cederá… pero no sin dar la guerra.

Así que resistamos. Que cada amanecer nos acerque a ese 12 de agosto, día glorioso, punto de fuga, oasis en esta travesía ardiente. Llegará. Y el 12, cuando el mundo siga funcionando sin ti, brindarás con horchata o con gin-tonic por haber sobrevivido al más largo de los meses.

Julio: te estamos viendo. Y aunque parezcas eterno, ya has empezado a morir.

30.7.25

El Drácula de la Hammer: la sombra inmortal de Christopher Lee

En el panteón del cine de terror, pocos rostros son tan inconfundibles como el de Christopher Lee enfundado en la capa del Conde Drácula. Alto, imponente, con una mirada hipnótica y una voz cavernosa que parecía surgir desde el mismo ataúd de la literatura gótica, Lee redefinió al vampiro más famoso de todos los tiempos en una saga que marcó un antes y un después en el género: el ciclo de Drácula de la Hammer Films.

Drácula ha tenido muchas caras a lo largo del siglo XX, pero pocas tan memorables como la de este actor británico, que convirtió al conde transilvano en una figura erótica, brutal y trágica. La suya fue una interpretación que mezclaba el instinto animal con la elegancia, el sadismo con la seducción. Lee no solo interpretó a Drácula: lo encarnó con tal intensidad que su sombra todavía tiñe la mitología vampírica del cine contemporáneo.

Cuando Hammer Films decidió resucitar a Drácula en 1958, el personaje llevaba décadas enmohecido entre los pliegues del cine clásico. La interpretación de Bela Lugosi había quedado fijada como un icono, sí, pero también como un cliché. Aquel conde de acento húngaro, medido y teatral, empezaba a parecer más una figura de museo que una amenaza real.

La Hammer apostó por una reinvención radical: Horror of Dracula, título internacional de Dracula, dirigida por Terence Fisher, reescribía el mito con colores vivos, sexualidad insinuada y una violencia sin ambages. Era la Inglaterra de posguerra, una sociedad que reprimía por un lado y deseaba liberarse por otro. El nuevo Drácula era, en ese sentido, un símbolo perfecto: la pulsión oscura que acecha bajo la superficie de la respetabilidad victoriana.

Y en medio de ese torbellino, apareció él: Christopher Lee, 1,96 de estatura, ojos como cuchillas, mandíbula de mármol y una presencia que llenaba el plano sin necesidad de hablar. En su primera aparición como Drácula, solo pronuncia 13 palabras. Pero bastaron.

Lee no llegó al personaje por azar. Su físico, su porte aristocrático y su mirada gótica eran perfectos para encarnar al vampiro más célebre de la literatura. Pero detrás de esa máscara había mucho más. Nacido en Londres el 27 de mayo de 1922, Christopher Frank Carandini Lee descendía de nobleza italiana por parte de madre y de oficiales militares británicos por parte de padre. Esa mezcla de linaje y disciplina marcó toda su vida.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Lee combatió como parte de la Royal Air Force y fue miembro del SOE (el servicio secreto británico), participando en misiones en los Balcanes y el norte de África. Nunca reveló detalles: decía que, si lo hiciera, tendría que matarte. Esa aura de misterio le acompañó siempre.

Tras la guerra, decidió dedicarse al cine. Su estatura fue inicialmente un problema: demasiado alto, decían, para los papeles convencionales. Pero en los años 50 conoció a los productores de Hammer Films y todo cambió. Su primera colaboración con Peter Cushing fue The Curse of Frankenstein (1957), donde interpretaba al monstruo. Al año siguiente, sería Drácula. Y el resto es historia... teñida de rojo brillante.

El de Lee no era un vampiro de salón, sino una fiera. Su Drácula no conversaba: acechaba. No seducía con florituras verbales, sino con la mirada y el instinto. Sus ojos inyectados en sangre, sus garras crispadas, su andar felino... Todo en él era físico, brutal, urgente. Un depredador sexual envuelto en terciopelo negro.

El uso del color por parte de la Hammer fue clave. La sangre, roja, intensa, provocadora, se convirtió en firma estética. A esto se sumaban los escotes sugerentes de sus víctimas, los candelabros en penumbra, los castillos empapados de niebla. Era el gótico llevado al límite, más cerca de Mario Bava que de Tod Browning. Y el conde, en medio de ese carnaval siniestro, reinaba.

Pero interpretar al conde no fue un camino de rosas para Lee. Tras el éxito de la primera película, Hammer lo ató a la franquicia durante más de quince años, rodando una secuela tras otra con guiones cada vez más pobres y tramas más delirantes. En Scars of Dracula (1970), el conde trepaba por las paredes como Spider-Man. En Dracula A.D. 1972, aparecía en el Londres de Carnaby Street, rodeado de hippies y rock psicodélico.

Lee, cada vez más frustrado, amenazaba con abandonar. De hecho, en algunas secuelas llegó a negarse a decir sus frases por considerarlas absurdas, obligando a los guionistas a convertirlo de nuevo en un monstruo mudo. Pero el público seguía acudiendo a las salas, hipnotizado por su presencia. Y Hammer, asfixiada económicamente, no podía dejarle marchar.

A pesar del agotamiento del personaje, Lee jamás renegó de su importancia. Drácula le abrió las puertas del cine internacional. A partir de los 70, su carrera se diversificó: fue el villano de James Bond en El hombre de la pistola de oro (1974), participó en joyas como The Wicker Man y se reinventó en el siglo XXI como Saruman en El Señor de los Anillos y el Conde Dooku en Star Wars. En paralelo, grabó discos de heavy metal sinfónico, era fan de Rhapsody of Fire,
y trabajó hasta pocos años antes de su muerte.

Murió el 7 de junio de 2015, a los 93 años, con una filmografía de más de 275 títulos. Un récord Guinness. Un caballero con capa y colmillos.

Sería injusto hablar del Drácula de Lee sin mencionar al Van Helsing de Peter Cushing. Mientras uno encarnaba la amenaza, el otro representaba la inteligencia, el deber moral, la ciencia como antídoto frente a lo irracional. Cushing era cerebral, rápido, atlético, pero también sensible. Su amistad con Lee trascendió lo profesional: cuando murió la esposa de Cushing, Lee interrumpió un rodaje en España para consolarlo en persona. Eran, como se decía en tono afectuoso, "enemigos íntimos".

La saga de Drácula para la Hammer se extinguió en los años 70, víctima de la saturación y los cambios en el gusto del público. Pero su legado permanece. El vampiro ya no volvió a ser el mismo. La elegancia depredadora de Lee, su dominio absoluto de la pantalla, sus silencios cargados de tensión, definieron para siempre al monstruo romántico del siglo XX.

Quizás por eso, aunque él insistiera en que Drácula le encadenó durante años, nosotros seguimos celebrando esa condena. Porque de todos los actores que se han acercado al ataúd, ninguno ha salido con más estilo, más furia ni más inmortalidad que Christopher Lee, el conde definitivo.


29.7.25

Granada en invierno


Granada en invierno es un poema escrito con escarcha y humo. Una ciudad que no se resigna al frío, sino que lo convierte en abrigo, en ritual, en invitación al recogimiento y al encuentro. Caminar por sus calles en esos meses es como adentrarse en un cuento oriental con final andaluz.

Las teterías del Albaicín, con sus faroles de cobre y sus cojines bordados, se llenan de vapor especiado y risas bajas. El té humea en vasos de cristal y se mezcla en el aire con el olor a incienso y pastelillos de almendra. Afuera, en la cuesta de San Gregorio o cerca del Arco de Elvira, la piedra se humedece con la neblina de la tarde, y las fachadas parecen sudar recuerdos de otras edades.

El Albaicín entero, en estos días de luz oblicua y nubes lentas, se transforma en un laberinto blanco y ocre donde el tiempo parece rendirse. Es un barrio de rumores suaves, de puertas entreabiertas y geranios que resisten en los alfeizares. Subir sus cuestas es caminar hacia el pasado, hacia el temblor de la historia, hacia ese murmullo de almuédanos perdidos en la bruma del mediodía.

Y entonces, desde lo alto, el Mirador de San Nicolás se abre como un balcón del alma. Allí, donde los atardeceres detienen el pulso del mundo, la Alhambra se ofrece majestuosa, con la Sierra Nevada al fondo vestida de nieves eternas. Es un instante suspendido, un respiro cósmico. Las guitarras tocan sin necesidad de público, los enamorados se abrazan como oraciones mudas, y Granada entera se contempla a sí misma, sabiendo que nunca será más hermosa que en ese preciso segundo.

Bajando hacia el centro, el bullicio no desentona: se transforma. En los bares se entrechocan las voces y los vasos; la gente se agolpa alrededor de las barras sabiendo que, en Granada, con una bebida bien servida llega una tapa generosa, caliente y abundante: migas con pimientos, berenjenas con miel, tortilla recién cuajada, albóndigas morunas. Comer en Granada en invierno no es un acto de necesidad, sino de celebración popular. Se comparte, se ríe, se habla fuerte. Las tapas son una forma de comunidad y resistencia al frío.

El mercado de la Alcaicería, con su trazado de zoco andalusí, parece aún más encantado en estos meses. Los puestos de telas, cerámicas y marroquinería relucen bajo la luz dorada de las lámparas, y el murmullo de los comerciantes se mezcla con el eco de los turistas asombrados. Todo huele a cuero, a madera, a especias dormidas en sacos de yute. Uno camina por sus callejas estrechas como quien recorre un sueño bordado a mano.

Muy cerca, el Paseo del Darro serpentea al ritmo del agua y la nostalgia. En invierno, cuando la vegetación duerme y los turistas escasean, ese rincón parece un espejo del alma granadina: callado, melancólico, de una belleza antigua y sobria. El río corre sin prisa entre los puentes de piedra, y la Alhambra lo contempla desde su altura, como quien observa a un viejo amor sin atreverse a llamarlo.


Y allí, en pleno corazón de la ciudad, el Centro Federico García Lorca palpita como una arteria poética. Sus salas, su biblioteca, sus exposiciones temporales son un templo laico al espíritu del poeta que mejor supo leer el alma de Granada. Pero más allá del edificio, Lorca está en todas partes: en la lluvia que cae sobre la plaza de Bib-Rambla, en la voz de una cantaora que entona una seguiriya a media noche, en los grafitis que lo evocan, en los pasos que suben a Fuente Vaqueros buscando una infancia de geranios y trillos.


Granada en invierno es Lorca susurrado. Es ese duende que se esconde entre la niebla de la Vega, entre las hojas secas del Realejo, entre los libros apilados en las librerías de viejo. Es una ciudad que no se entiende sólo con los ojos, sino con el corazón, con los pies cansados, con el estómago lleno y el alma encendida.

En ella todo parece un poco más lento, más íntimo, más verdadero. Como si el invierno le recordara que es, ante todo, una ciudad para ser vivida a fuego lento, como un verso leído al calor de una chimenea o una guitarra que suena tras una puerta entreabierta.


28.7.25

La historia del spaghetti western en España



En el sur abrasado de Europa, allí donde los olivares se extienden hasta confundirse con el horizonte y la calima parece derretir las campanas de las iglesias al mediodía, germinó uno de los episodios más singulares, extravagantes y gloriosos del cine europeo del siglo XX: el spaghetti western. Un subgénero fronterizo y desacomplejado, que encontró en España no solo un plató privilegiado, sino el alma terrosa y curtida de sus imágenes más icónicas. Esta es su historia, entre el polvo del desierto de Tabernas y el eco de unos revólveres que hoy sólo disparan nostalgia.


I. El germen en Italia, la raíz en España

El spaghetti western, como todo buen forastero cinematográfico, nació lejos de la tierra que lo haría inmortal. En la Italia de los años 60, asediada por las modas foráneas y en plena efervescencia industrial del cine popular, productores como Sergio Corbucci, Duccio Tessari o el legendario Sergio Leone buscaron reinventar un género ya agotado en Hollywood: el western. Pero lo harían a su manera: más violento, más estilizado, más operístico. Y, sobre todo, más económico.

España apareció en ese contexto no sólo como un decorado barato, sino como una revelación. Las áridas sierras de Almería, especialmente los parajes de Tabernas, Sorbas, Níjar o el desierto de Los Colorados, ofrecían un paisaje visual idéntico —si no más bello y auténtico— que los polvorientos escenarios del Lejano Oeste. A eso se sumaba una legislación permisiva, costes de producción ínfimos, una mano de obra cualificada (extras, técnicos, especialistas) y un sol que, como un director de fotografía celestial, garantizaba luz durante casi todo el año.


El primer gran hito fue Por un puñado de dólares (1964), el explosivo debut de Sergio Leone y Clint Eastwood, rodada en gran parte en Almería y en Hoyo de Manzanares (Madrid). Aquel filme —una reinterpretación del Yojimbo de Kurosawa— no solo redefinió el western, sino que hizo que todos los caminos del género conducieran, durante más de una década, a Andalucía.


II. El auge: Tabernas como Hollywood del sur

Lo que siguió fue una fiebre del oro cinematográfica. Entre 1964 y 1973, se rodaron más de 200 spaghetti westerns en suelo español. Las productoras italianas, a menudo en colaboración con socios españoles y alemanes, levantaron pueblos enteros de madera prefabricada, construyeron fuertes, diligencias, saloons, prisiones y cementerios falsos con una autenticidad engañosa. El decorado más célebre, el Mini Hollywood —hoy convertido en parque temático— se convirtió en la Meca del subgénero.

Directores de toda Europa peregrinaron a España con sus equipos, sus estrellas venidas a menos y sus guiones plagados de venganza, traición, redención y pólvora. Las películas compartían una estética sucia y crepuscular, una moral ambigua, una violencia estilizada y una iconografía tan potente como absurda: cowboys europeos con ponchos mejicanos, rifles Winchester y rostros impasibles. Los nombres eran rimbombantes: El bueno, el feo y el malo (1966), La muerte tenía un precio (1965), Django (1966), El gran silencio (1968). Sus títulos lo prometían todo, y a menudo lo cumplían.

Los actores españoles —como Aldo Sambrell, Fernando Sancho o José Manuel Martín— se convirtieron en rostros habituales de bandidos y sicarios. También hubo técnicos de primer nivel que aprendieron el oficio en esos rodajes maratonianos y caóticos, como el director de fotografía Alejandro Ulloa o el montador Eugenio Alabiso. Incluso Ennio Morricone, desde Roma, componía las partituras que harían inmortales aquellas películas: silbidos, guitarras eléctricas, campanas, coros desgarrados que acompañaban los duelos bajo el sol con una poética sin palabras.


III. La simbiosis cultural y el alma mestiza

España no fue sólo una localización; fue parte esencial del ADN del spaghetti western. Los paisajes andaluces se fundieron con las historias de los forajidos. La luz del sur dotó de una épica melancólica a las escenas. Los figurantes locales —campesinos, albañiles, niños— dieron vida a un oeste mestizo que nunca existió, pero que parecía más real que el norteamericano. Hubo incluso westerns protagonizados por actores españoles, como Sancho Gracia o Carmen Sevilla, y algunos directores patrios como Joaquín Luis Romero Marchent y Eugenio Martín aportaron un sello propio al subgénero.

El cineasta catalán José María Zabalza rodó decenas de estos filmes en condiciones precarias, con resultados desiguales, pero con una pasión que lo elevó al rango de cine de culto. Mientras tanto, los habitantes de Almería vieron florecer una economía improvisada en torno al cine: los hoteles llenos de equipos de rodaje, los restaurantes rebosantes, las tiendas de alquiler de armas y vestuario, los jóvenes que soñaban con salir en una escena y quedarse en la moviola del recuerdo.


IV. La decadencia: un disparo en la niebla


Como todo oro, también el de Almería se agotó. A partir de 1973, el spaghetti western comenzó su lento declive. El público, hastiado de fórmulas repetidas, se volvió hacia otros géneros: el policiaco, el cine erótico, el terror. En Estados Unidos, el western tradicional se transformaba en autocrítica (Grupo salvaje, Sin perdón), mientras que en Europa el gusto cambiaba con la marea política y cultural.

Los decorados quedaron abandonados. El viento volvió a adueñarse de las calles falsas. El polvo se posó sobre los raíles oxidados y las puertas batientes. Tabernas se convirtió en una postal de sí misma, una cápsula del tiempo. Algunas producciones intentaron resucitar el género con parodias (Le llamaban Trinidad, 1970), con resultados comerciales pero también un aire de epitafio. España, mientras tanto, entraba en la Transición y el cine nacional tomaba otros derroteros más urbanos, más comprometidos, más reales.


V. El legado: ecos entre cactus

Hoy, mirar hacia el spaghetti western es mirar hacia un sueño compartido entre italianos, españoles y alemanes. Un sueño en celuloide donde la frontera era el idioma, pero el lenguaje universal era el de los rostros polvorientos, los silencios cargados de tensión y las bandas sonoras que aún resuenan en la memoria colectiva. El spaghetti western, pese a su nombre caricaturesco, dignificó el cine de género, rompió las reglas establecidas y dio voz a una Europa creativa y desobediente.

En España, especialmente en Almería, aún quedan trazas de aquel esplendor. Los parques temáticos, los festivales de cine western, los documentales que recuperan la memoria de los extras olvidados. Pero sobre todo queda el cine: cada plano de Eastwood caminando con paso lento por el desierto andaluz, cada disparo en el campanario de Los Albaricoques, cada silencio antes de la muerte.

El spaghetti western fue una flor salvaje que brotó en el terreno más insospechado. España, con su luz, sus piedras y su gente, fue el alma muda y profunda de ese milagro cinematográfico. Y aunque el tiempo haya pasado, aunque el género haya muerto mil veces, aún hay quienes, cuando el viento sopla desde el sur y suena una armónica lejana, creen ver la silueta de un forastero solitario, cabalgando hacia un horizonte que ya sólo existe en las películas.


27.7.25

La última etapa del Tour de 1989


Hoy termina el Tour. Ese ritual de julio que huele a siesta, a café con hielo, a pies descalzos sobre las baldosas. Este año ha sido un desfile más que una batalla: Pogacar ha volado por encima de todos, como si el pelotón fuera de otra época y él de otro planeta. Demasiada facilidad. Casi no ha habido suspense. Ni siquiera un susto. Y sin embargo, aquí estamos, viendo la última etapa como quien se despide del verano antes de que termine. 
Porque el Tour tiene algo de estación del alma. Marca el calendario sentimental de muchos. Y hoy, mientras Pogacar se ajustaba el maillot amarillo para pasearse por los Campos Elíseos, yo he vuelto sin querer al Tour del 89. Aquel sí fue un Tour. Y aquel sí fue un verano.
Teníamos 15 años. Éramos chavales. No sabíamos nada del mundo ni de la vida, salvo lo que intuíamos por los resquicios de la radio o algún informativo. El paso del tiempo aún no había desplegado su catálogo de pérdidas. Vivíamos al sol, con los días largos y la única preocupación de si al día siguiente tocaba piscina o bici.

La última etapa del Tour de Francia de 1989 no solo se vivió con intensidad en Francia o Estados Unidos, sino también con enorme expectación en España, donde el ciclismo era ya una pasión nacional gracias a figuras como Perico Delgado. Pero aquel Tour tuvo para los españoles un sabor amargo, casi trágico, y estuvo marcado por la decepción, la controversia… y una rivalidad que, por momentos, rozó el odio popular.

Pedro Delgado llegaba al Tour de 1989 como el vigente campeón, tras su gloriosa victoria en 1988. Era el ídolo de una afición entregada, el abanderado del ciclismo español, carismático, valiente y espontáneo. Todo estaba dispuesto para que revalidara su corona. Pero el Tour comenzó de la peor manera imaginable: Perico llegó 2’40” tarde a tomar la salida en el prólogo, debido a un inexplicable despiste logístico. Aquel error le costó casi tres minutos… y, con ellos, prácticamente todas sus opciones de triunfo final. El país entero se quedó boquiabierto.

Aun así, Perico no se rindió. Protagonizó ataques, escaló con bravura en los Pirineos y los Alpes, e incluso llegó a ocupar los primeros puestos de la general. Finalmente, logró un meritorio tercer puesto, detrás de Greg LeMond y Laurent Fignon. Pero el público español sentía que, sin aquel desastre inicial, Perico podría haber ganado aquel Tour. Esa frustración aumentó la tensión emocional con los 

Días antes de la contrarreloj final, durante una etapa de montaña, Laurent Fignon protagonizó un episodio que desató la ira de la afición española. En un gesto de visible enfado, escupió hacia una cámara de Televisión Española que lo estaba filmando. Aunque hay versiones que apuntan a que fue más un gesto de hartazgo general que algo dirigido específicamente a España, el escupitajo fue interpretado como un acto de desprecio hacia los medios y el público español.

Desde ese momento, Fignon pasó a ser el villano para muchos. En los bares, en las redacciones y en las casas, se hablaba de él con un tono encendido. No solo se le veía como el rival de Perico, sino como alguien arrogante, soberbio y ahora también irrespetuoso. Era fácil posicionarse: LeMond encarnaba la humildad, la superación personal tras su accidente de caza, y la modernidad; Fignon, para los españoles, representaba lo opuesto.

Cuando llegó la contrarreloj final el 23 de julio, España estaba más pendiente que nunca, no solo porque Perico pudiera asegurar el podio, sino por lo que se jugaba entre LeMond y Fignon. La prensa española apoyaba abiertamente a LeMond, y el espectador medio deseaba una única cosa: que Fignon perdiera.

Y ocurrió.

La emoción fue tan intensa como el alivio: Fignon, el enemigo, el del escupitajo, el que representaba el Tour perdido por Perico, fue derrotado por solo 8 segundos. En muchos hogares españoles se celebró casi como una victoria nacional. No había camisetas amarillas, pero sí sonrisas vengativas, brindis espontáneos y frases como: “¡Eso le pasa por cabrón!” o “¡Toma, por lo del escupitajo!”

Aquel Tour de 1989 fue inolvidable por muchas razones: por su final histórico, por la increíble remontada de LeMond, y por la amarga epopeya de Perico Delgado. Pero también dejó un episodio muy español: ese extraño y poderoso vínculo emocional con un Tour que no ganamos, pero que sentimos como si fuera nuestro. Y en el que, por un momento, la derrota de otro fue casi tan dulce como una victoria propia.

El Tour termina hoy. El verano, todavía no. Pero tengo la sensación, de que aunque aún queda bastante para que finalice, hay quien ya intuye el final detrás de las persianas. Como aquel 1989. Como todo lo que vale la pena.

26.7.25

Aquí hay dragones


 HC SVNT DRACONES es una expresión latina derivada de Hic Svnt Dracones y popularizada durante la Baja Edad Media y el Renacimiento; se puede traducir como “aquí hay dragones”. Esta frase era incluida en los mapas antiguos para designar lugares que eran desconocidos para el hombre, pretendiendo otorgar a estos un elemento mágico y al mismo tiempo una advertencia para los marineros y exploradores. Aunque se cree que era una práctica común, se conservan muy pocos mapas en los que esté presente esta frase. El caso más conocido es el del globo de Hunt-Lenox (siglo XVI).

En el mapa de Hunt-Lenox, la expresión latina aparece en el sureste asiático, no muy lejos de donde se encuentran la isla de Komodo y Flores. Algunos estudiosos interpretan esta frase como una materialización de la mística y el terror que los dragones de Komodo provocaban ya en la Edad Media, y una advertencia directa contra ellos. Pero lo cierto es que, aunque los dragones son probablemente una de las criaturas más populares y extendidas de la cultura humana, la frase latina no se utilizaba únicamente para referirse a ellos, sino que se incluían serpientes marinas, leviatanes, sirenas, caballos de mar, gigantescos peces o simples barcos. Hic Svnt Dracones servía para referirse a todo aquello ajeno a lo humano.

Curiosamente, siglos después, la ciudad de Cáceres,con su casco histórico perfectamente conservado, su arquitectura de piedra y su atmósfera de tiempos detenidos,


acabaría asociada para siempre al imaginario de los dragones, al convertirse en uno de los principales escenarios de rodaje de las superproducciones Juego de Tronos y La Casa del Dragón. Las murallas, torres y callejones de Cáceres sirvieron como telón de fondo para representar ciudades como Desembarco del Rey o Marcaderiva, donde los dragones de los Targaryen sobrevolaban las almenas. Así, de forma casi profética, en los mapas modernos del cine y la televisión, Cáceres se ha convertido también en un lugar donde hay dragones. Y esta vez, muy reales para millones de espectadores.

25.7.25

Mi nombre es Thomas: Terence Hill, el silencio y la redención del alma errante

Hay películas que no buscan deslumbrar, ni impresionar, ni gritar. Películas que, como ciertas personas, aparecen tarde en la vida y lo hacen en voz baja, como pidiendo permiso. Mi nombre es Thomas, dirigida y protagonizada por Terence Hill, es una de ellas. No pretendía competir en el mercado, ni colarse en listas de lo mejor del año 2018. Su aspiración es otra: ser un acto de honestidad, una elegía íntima, una pequeña confesión filmada con modestia y afecto.

La trama, en su aparente sencillez, encierra una hondura inesperada. Thomas (Terence Hill), un hombre maduro y solitario, se lanza en moto al desierto andaluz con la única intención de leer en calma un viejo libro espiritual: una recopilación sobre los evangelios apócrifos que le obsesionan. No busca redención, ni siquiera consuelo; busca una suerte de retiro interior, algo que en su rostro cansado pero sereno se intuye necesario.

En su camino se cruza Lucía (Veronica Bitto), una joven desorientada, frágil e imprevisible, que huye de sí misma. El encuentro no es casual, pero tampoco forzado: el guion, coescrito por el propio Hill, se permite el lujo de no forzar los símbolos, de dejar respirar a los personajes. Así, lo que podría haber sido una historia de redención tipo "road movie", se convierte en una suerte de cuento moral, lento, áspero y, sin embargo, esperanzador.

Es imposible ver esta película sin pensar en quién es Terence Hill. El eterno compañero de Bud Spencer. El rostro de tantos westerns paródicos, de tantas tardes de televisión. Pero aquí, con más de setenta años, nos ofrece otra versión de sí mismo. Un actor contenido, reflexivo, capaz de transmitir con un gesto lo que antes resolvía con un puñetazo certero y una sonrisa de pícaro.

No se trata sólo de que Hill actúe bien, que lo hace, con el peso de los años y la sabiduría de quien no tiene nada que demostrar, sino de que su sola presencia da sentido a toda la película. Mi nombre es Thomas no es sólo una ficción, es también un autorretrato, una despedida parcial, un testamento emocional. Se nota que el proyecto le pertenece en cuerpo y alma. La dedicatoria final a Bud Spencer lo confirma: más que un guiño, es una oración por una amistad que marcó generaciones.

Visualmente, Mi nombre es Thomas bebe del cine espiritual, pero no cae en el misticismo impostado. Los paisajes del desierto de Tabernas, con su belleza áspera y abierta, funcionan como metáfora del viaje interior de Thomas: un lugar de tránsito, de prueba, de revelación. La cámara se mueve con lentitud, sin artificios. No hay prisas en la puesta en escena; hay voluntad de contemplación.

Uno de los aspectos más significativos de la película es su localización. Mi nombre es Thomas fue rodada en parte en Almería, concretamente en los parajes áridos del desierto de Tabernas y en las inmediaciones del Cabo de Gata, con sus cielos despejados y su mar tranquilo. No es una elección casual. Ese paisaje no sólo aporta belleza, sino también un peso simbólico innegable: Terence Hill regresa a la cuna del spaghetti western, al mismo suelo polvoriento donde rodó tantas películas en los años setenta junto a Bud Spencer y otros íconos del género.

Pero esta vez, el desierto no es telón de fondo para el duelo ni para la comedia física. Es el escenario de una búsqueda interior, de un viaje espiritual. El polvo, la luz, el viento, las carreteras vacías y los horizontes abiertos configuran un espacio de silencio y reflexión. El Cabo de Gata, con su pureza casi mística, funciona aquí como una frontera entre el pasado y el futuro, entre la huida y el regreso.

La música, delicada y ambiental, acompaña sin imponerse. Es cine que apuesta por el silencio, por el murmullo de lo esencial. En tiempos dominados por el vértigo narrativo, esta quietud puede desconcertar, pero también consolar.

Mi nombre es Thomas no es una obra maestra ni lo pretende. Tiene algunos diálogos algo naïf, ciertos momentos que podrían pulirse o simplificarse. Pero todo eso se perdona, incluso se agradece, cuando se entiende que su propuesta es radicalmente honesta. Hill ha querido contar una historia que hable de bondad sin cinismo, de redención sin milagros, de escucha y compañía como formas de salvación.


En una época en la que incluso el cine de autor parece obligado a justificar su existencia con premios o polémicas, Mi nombre es Thomas opta por lo esencial: una historia sencilla, narrada con dignidad, y contada por alguien que ha vivido mucho y quiere regalar una última historia sin artificios.

Ver Mi nombre es Thomas es hacer un alto en el camino. Es permitir que una historia pequeña nos hable de cosas grandes: del dolor, de la huida, del perdón, del encuentro inesperado con alguien que, sin quererlo, nos devuelve a nosotros mismos. Y es, sobre todo, un recordatorio de que todavía hay cineastas, como Terence Hill,  capaces de rodar con el corazón.

Una película crepuscular, sí, pero también luminosa. De esas que no buscan dejar huella, y sin embargo se quedan con uno mucho tiempo después.




24.7.25

Los hermanos de Manolo Escobar

Hablar de Manolo Escobar es evocar una época entera de la música popular española, con sus pasodobles, sus coplas y esa voz clara y orgullosa que se convirtió en símbolo de muchas generaciones. Pero detrás de Manolo no solo hubo talento, carisma y trabajo: también hubo una familia. Una familia numerosa, unida por la música y por los valores de una España que se transformaba. Entre esos hermanos, hubo tres que compartieron con él escenario, sueños, guitarras y camerinos: Salvador, Baldomero y Juan Gabriel Escobar. Cada uno con su historia, pero todos con una pasión común: la música.

La historia de los hermanos Escobar comienza en El Ejido (Almería), en el núcleo de Las Norias de Daza, donde nació la prolífica familia Escobar. Manolo, cuyo nombre completo era Manuel García Escobar, nació el 19 de octubre de 1931, quinto de diez hermanos. Su padre, Antonio, tenía una pequeña finca y regentaba una panadería. La familia era humilde, pero muy unida y con gran sensibilidad musical: el ambiente en casa era de copla, guitarra y canciones tradicionales. Los niños aprendieron a cantar casi antes que a hablar.

Durante la posguerra, la situación económica de la familia era difícil, y varios de los hermanos emigraron a Cataluña, donde encontrarían nuevas oportunidades y un lugar donde echar raíces.

En la década de los 50, cuatro hermanos (Manolo, Salvador, Baldomero y Juan Gabriel) decidieron unirse y formar un grupo musical bajo el nombre de “Manolo Escobar y sus guitarras”. El grupo mezclaba la voz principal de Manolo con el acompañamiento armónico y rítmico de sus hermanos a la guitarra. Fue una fórmula sencilla pero efectiva que cautivó al público, primero en pequeñas salas y luego en grandes teatros.

Salvador Escobar García

Nacimiento: 16 de febrero de 1928, Las Norias de Daza (Almería)

Fallecimiento: 8 de abril de 2005, Barcelona

Salvador fue el mayor de los hermanos músicos. Desde joven mostró una gran habilidad con la guitarra, aprendiendo de oído y perfeccionando su estilo con los años. Fue un hombre discreto, sereno y meticuloso. Aportaba equilibrio al grupo tanto en lo musical como en lo personal. Su guitarra tenía un carácter más melódico, y era frecuente que él llevara la dirección musical de los ensayos.

Anecdóticamente, se cuenta que Salvador fue quien más insistió en que Manolo desarrollara su faceta de solista, empujándolo a grabar sus primeros discos cuando aún dudaba de su capacidad para destacar en solitario.


Baldomero Escobar García

Nacimiento: 3 de enero de 1930, Las Norias de Daza (Almería)

Fallecimiento: 10 de mayo de 2011, Benidorm

Baldomero, conocido cariñosamente como "Baldo", tenía un espíritu alegre y campechano. Era el alma del grupo en los camerinos, y el más bromista de los hermanos. Su guitarra era más rítmica, y también sabía tocar otros instrumentos de percusión, lo que dio variedad al conjunto.

Baldomero fue, junto a Salvador, uno de los pilares del éxito en las giras. Se encargaba de parte de la organización de los conciertos, y era muy querido entre los técnicos, los músicos de apoyo y el propio público. A menudo, al acabar las actuaciones, bajaba a charlar con los espectadores.

Una de sus anécdotas más recordadas tuvo lugar en una actuación en Argentina: un problema técnico dejó a Manolo sin micrófono, y Baldomero improvisó una actuación instrumental que salvó el espectáculo entre risas y aplausos.


Juan Gabriel Escobar García

Nacimiento: 24 de marzo de 1934, Las Norias de Daza (Almería)

Fallecimiento: 8 de septiembre de 2012, Barcelona

El más joven de los tres guitarristas, Juan Gabriel era el más reservado y técnico del grupo. Se formó musicalmente en Barcelona, donde estudió teoría musical y se especializó en armonía. Aunque no tenía afán protagonista, sus aportaciones musicales eran fundamentales para dar riqueza a los arreglos.

Juan Gabriel también colaboró en la composición de algunas canciones menos conocidas del repertorio de Manolo, aunque nunca buscó reconocimiento por ello. Se dice que prefería el estudio al escenario, y que durante los ensayos era perfeccionista al extremo.

En los últimos años de su vida, vivió en Barcelona, dedicado a la enseñanza de guitarra flamenca y al archivo del legado musical familiar.


El éxito de “Manolo Escobar y sus guitarras” fue tremendo en los años 60 y 70. Las giras por América Latina, los festivales en toda España, y sobre todo la complicidad entre hermanos hicieron del grupo algo único. La fama de Manolo creció hasta convertirse en un icono nacional, pero siempre reconoció que su éxito no habría sido posible sin la dedicación de sus hermanos.

En más de una entrevista, Manolo decía con humildad: “Yo solo soy la voz, ellos son el alma.”

La unión de los hermanos Escobar es ejemplo de cómo la música puede tejer lazos indestructibles. Su historia es también la de muchas familias españolas que, con esfuerzo, talento y cariño, construyeron un futuro nuevo a base de arte.

Con la muerte de Juan Gabriel en 2012, se cerró una etapa irrepetible. Manolo Escobar fallecería un año después, en 2013, en Benidorm. Hoy, el recuerdo de los hermanos Escobar no es solo el de una familia de artistas, sino el de un modelo de entrega, respeto fraternal y amor por la cultura popular.

El eco de sus guitarras y de esa voz que cantaba "Mi carro me lo robaron..." sigue vivo en la memoria colectiva de un país.




23.7.25

Superman IV: En busca del desastre y del presupuesto perdido.


Con la llegada del nuevo Superman de James Gunn y David Corenswet, el fandom del kryptoniano más famoso del planeta vuelve a ponerse la capa con ilusión. Pero antes de mirar al futuro con ojos brillantes, vale la pena echar la vista atrás... muy atrás. Concretamente a 1987, año en el que el hombre de acero fue víctima de su peor enemigo hasta la fecha: no Lex Luthor, ni Zod, ni siquiera la kriptonita, sino algo mucho más temible: los recortes presupuestarios. Y la avaricia.

Pero antes de llegar al descalabro, hagamos una breve retrospectiva.

Las tres primeras películas de Superman, protagonizadas por el entrañable y carismático Christopher Reeve, supieron capturar el espíritu clásico del superhéroe. Desde el debut en 1978 bajo la dirección de Richard Donner (una cinta que hizo creer al mundo que un hombre podía volar), pasando por la épica secuela con el general Zod y la más flojita pero simpática tercera entrega, con Richard Pryor robando plano sí, pero también sacando sonrisas. Reeve se convirtió en la imagen definitiva del personaje: honesto, torpe como Kent, imponente como Superman, y con mandíbula de anuncio de dentífrico.

Pero la kryptonita no siempre es verde: a veces viene en forma de dos productores con ínfulas de emperadores del cine barato.

Corría la década de los 80, y Menahem Golan y Yoram Globus, creadores de la mítica (por motivos cuestionables) Cannon Group, estaban convencidos de que podían producir el nuevo Ciudadano Kane con el presupuesto de una telemovie. Tras comprar los derechos de Superman por cinco millones de dólares a los hermanos Salkind (después del batacazo de Supergirl), se propusieron resucitar la saga y convertirla en un éxito nuclear. Literalmente.


Christopher Reeve, cansado de la deriva cómica de Superman III, sólo aceptó volver si le dejaban financiar su película El reportero de la calle 42 y si podía desarrollar una historia que abordara su preocupación por la Guerra Fría y el desarme nuclear. La Cannon aceptó, aunque olvidó mencionar que sus finanzas eran tan estables como un satélite hecho de papel de plata.

La idea era noble: Superman se enfrenta al dilema moral de si debe intervenir en los asuntos humanos y decide eliminar todas las armas nucleares del planeta. Pero la ejecución fue, como mínimo, catastrófica. A falta de un guionista de nivel, Konner y Rosenthal se sacaron de la manga al Hombre Nuclear: un villano cachas (Mark Pillow, en su primer y último papel relevante) creado a partir de un pelo de Superman lanzado al Sol. Sí, como lo oyes. Si eso te suena ridículo, espera a ver cómo vuela: con rayos de VHS barato saliendo de sus uñas y rugiendo como un león estreñido. Encima, lo dobló Gene Hackman. Cosas del low cost.

Reeve convenció a Margot Kidder (Lois) y a Hackman (Lex) para volver, pero ni el mejor reparto puede salvar un guion con más agujeros que un queso suizo lanzado al espacio. A eso se sumó el recorte del presupuesto: de 36 millones prometidos, pasaron a 17. Y eso se nota. Vaya si se nota. Las escenas de vuelo se repiten (literalmente, mismas tomas una y otra vez), las maquetas parecen hechas en clase de manualidades, y las batallas épicas transcurren en canchas de baloncesto vacías o en la mismísima calle del polígono industrial donde rodaban todo.

“Si aquello hubiera sido Superman, habríamos rodado en la calle 42”, dijo Reeve en su autobiografía. “En vez de eso, tuvimos que hacerlo en un parque industrial en Inglaterra, bajo la lluvia, con cien extras, sin un solo coche y con doce palomas sueltas para dar ambiente”.

Después de que Richard Donner, Ron Howard, Verhoeven y hasta Wes Craven dijeran "no, gracias", el elegido fue Sydney J. Furie, artesano británico con experiencia en dramas modestos, pero que aquí se encontró al mando de un Titanic con alas de cartón. Y no ayudó que se eliminaran 45 minutos de metraje ya rodado, incluyendo una versión más primitiva del Hombre Nuclear, que al parecer era aún más ridículo que el definitivo (si cabe).


La cinta se estrenó con boato en Londres, con la presencia del príncipe Carlos y Lady Di (quién sabe si rieron por compromiso), y recibió críticas demoledoras. El New York Times sentenció: "Más lenta que un cortejo fúnebre, más barata que las rebajas del súper. Es un timo, es una vergüenza, es Superman IV".

Recaudó 36 millones de dólares, menos de la mitad que Superman III. Y con eso, el hombre de acero colgó la capa hasta Superman Returns (2006), una película que tampoco fue la salvación esperada.

Superman IV: En busca de la paz es una película que tenía buenas intenciones, pero que acabó pareciendo un episodio de Power Rangers con ínfulas. No es solo mala: es fascinantemente desastrosa. Como ver a un titán tropezar con su propia capa.

Y, sin embargo, hay algo entrañable en todo ello. Ver a Reeve intentar dotar de dignidad a cada línea, a Margot Kidder haciendo lo que puede, y hasta a Hackman pasándoselo en grande, tiene su aquel. No será una buena película, pero sí es un recordatorio de que incluso los más grandes pueden estrellarse… y levantarse.

Ahora, mientras nos alegramos que Gunn nos ha devuelto, en cierta manera, al Superman que merecemos, quizás sea buen momento para recuperar esta joya de videoclub, servirse unas palomitas, apagar el cinismo y decir: "¿Pero cómo demonios acabamos aquí?"


 Hoy, casi cuatro décadas después, "Superman IV: En busca de la paz" sigue ahí. Como un VHS olvidado en la estantería o como ese cómic de tapas blandas que leíamos en verano bajo el ventilador. Sí, es un despropósito con capa, una epopeya de cartón piedra, pero también es un retrato entrañable de una época donde bastaban un par de efectos, un mensaje noble y un actor comprometido para hacernos soñar. Reírse con ella es inevitable, pero también lo es enternecerse. Porque, aunque volara con hilos visibles y se enfrentara a villanos dignos de una zarzuela intergaláctica, Superman lo intentaba de verdad. Y eso ya no se lleva.

Porque si Superman puede sobrevivir a Cannon... puede con todo.


22.7.25

La bodega, el vino y el susurro de Miranda del Castañar


 Decían en la novela Doctor Zhivago que, cuando la necia y obtusa charlatanería de los hombres se vuelve un estrépito insoportable, el alma siente un ardiente deseo de fuga. Un ansia de abandonar el mundo que habla sin sentido, que disuelve las palabras en ruido vacío y que, con su constante parloteo, desgasta y agota la esencia misma de la existencia. Entonces, solo queda una vía: escapar hacia el silencio más puro, hacia la naturaleza, esa presencia antigua y eterna que no conoce discursos ni engaños.

Ese refugio, esa “muda cárcel” donde el tiempo parece plegarse y las horas fluyen con la lentitud de un suspiro, puede encontrarse en un lugar como Miranda del Castañar. Pueblo colgado entre los pliegues de la Sierra de Francia, en Salamanca, donde las calles adoquinadas serpentean con calma bajo los muros de piedra que han resistido siglos. Sus casas de granito, coronadas por tejados rojos y chimeneas que alguna vez avivaron hogares humildes, parecen custodiar secretos y nostalgias de tiempos remotos.

En Miranda, el aire se llena del aroma a tierra mojada, a madera envejecida y a piedras que susurran al viento historias que el hombre moderno olvidó escuchar. Allí, cada piedra, cada rincón, se impregna de un silencio denso y sagrado, un silencio que no es ausencia, sino presencia. Es la naturaleza la que habla con la voz callada de los pájaros, con el murmullo del río  Francia que corre entre las rocas, con el crujir suave de las hojas secas bajo los pies.

En ese entorno, el largo y obstinado trabajo no es un castigo ni una rutina vacía, sino una comunión. La labor de cuidar la tierra, de atender el huerto, de observar el lento paso del día, se convierte en un rito que conecta al hombre con el latido profundo del mundo. Y es en esa entrega silenciosa donde brota la verdadera música, no la de los instrumentos ni las palabras, sino aquella melodía invisible que nace del encuentro callado del corazón con los sentimientos más hondos.

Esa música interior es un lenguaje sin voz, una melodía sin notas, una armonía que llena el vacío y hace enmudecer de plenitud. Es el eco de un sueño profundo, nacido en la soledad elegida, en el contacto íntimo con la esencia del ser. Una música que trasciende el ruido mundano y las voces huecas, que no necesita explicaciones ni discursos, porque su verdad se siente sin palabras.

Y en el corazón de Miranda, custodiada tras su vieja fortificación, se encuentra la Bodega La Muralla, una joya que parece detenida en el tiempo, como un santuario donde la memoria y la tradición se entrelazan con la vida cotidiana. Allí, entre barricas centenarias y paredes de piedra centelleante, el visitante puede detenerse a contemplar el pasado y a saborear el presente. La bodega no es solo un lugar de vinos, sino un refugio para el alma.

En sus estantes reposan los frutos nobles de la tierra: el vino Rufete, emblemático de la Sierra de Francia salmantina, que ofrece en cada sorbo un paisaje embotellado, con aromas a frutos rojos silvestres, un ligero toque especiado y una acidez viva que despierta los sentidos. Un vino que habla del terruño, del sol y de la brisa que acaricia las viñas en las laderas. Junto a él, se exhiben productos  ibéricos de la zona, cuyo aroma profundo y textura sedosa parecen contar historias de encinas y tiempo lento. La artesanía local, finamente elaborada con manos sabias, completa este pequeño universo: cerámicas que guardan el calor del horno, tejidos que hilan la tradición y madera trabajada con amor.

Entrar en La Muralla es penetrar en un mundo donde el tiempo se pliega en sí mismo, donde el bullicio de afuera queda muy lejos y solo queda espacio para el encuentro sereno con la tradición y la esencia. Al probar un trago de Rufete, uno siente cómo el vino danza en la boca, cómo evoca el aroma de la tierra, el murmullo de los bosques y el sol que filtra entre las hojas. Es una experiencia sensorial que invita a la pausa, a la contemplación, a escuchar la música callada del alma.


Y no hay momento que capture mejor ese silencio fecundo y esa plenitud interior que una Nochevieja desde la terraza del apartamento. Allí, bajo un cielo limpio y despejado, se recibe el año nuevo mientras el frío nocturno se mezcla con el calor tenue que emana de la piedra centenaria. La vista se extiende sobre un mar de nubes que, en ocasiones, se desliza lentamente por debajo del pueblo, envolviendo el valle en un manto níveo que parece suspendido entre el sueño y la vigilia. Es un espectáculo etéreo, donde el mundo parece haberse detenido, y solo el latir sereno del corazón acompaña la cuenta atrás.

Alzando la mirada, la torre única y majestuosa del castillo que gobierna el pueblo domina la escena, recortada contra la inmensidad del firmamento, testigo silencioso de siglos y guardiana de historias que se confunden con las estrellas. En ese instante, la música interior que brota del alma se funde con el susurro del viento, con el aroma del vino Rufete que calienta la garganta y con la quietud sagrada que envuelve Miranda del Castañar. Así, en ese encuentro de tiempo, paisaje y sentimiento, se celebra no solo la llegada de un nuevo año, sino la eterna búsqueda de ese silencio pleno donde el hombre encuentra su auténtica libertad.

Pasar unos días en Miranda del Castañar es dejarse envolver por una tranquilidad profunda, una serenidad que se instala en cada gesto, en cada pensamiento, y que permanece mucho después de partir. Es como si el tiempo, rendido ante la sencillez y la belleza del lugar, desacelerara su paso para permitir que el alma respire con calma, sin prisas ni ruidos. Esa paz que regala el pueblo no es solo la ausencia de bullicio, sino la presencia delicada de lo esencial, esa serenidad que nace del contacto con la tierra, con la historia y con uno mismo. Volver de Miranda es regresar un poco más ligero, más atento a la música callada que siempre habita en el corazón, y con la certeza de que, en algún lugar, ese refugio existe, esperando a quien quiera escuchar.





21.7.25

Pipasweb y el murmullo de los módems


Crónica de mis inicios en Internet, año 2001

Mis inicios en Internet, allá por el año 2001, pasan sin duda alguna por una página ya desaparecida hace muchos años, pero inolvidable, al menos para los que fuimos asiduos a ella. En aquella época, conectarse a la red era una pequeña odisea doméstica: el router, uno de esos cacharros grisáceos, con luces parpadeantes y una antena endeble, emitía un chirrido mecánico y penetrante cada vez que intentaba establecer conexión. Aquel zumbido se mezclaba con el sonido agudo de la línea telefónica, como si dos máquinas estuvieran hablando entre sí en un idioma extraterrestre. La conexión iba a pedales, claro está, y cada intento de abrir una página era un acto de fe y paciencia.

Pero una vez dentro, todo merecía la pena.

La página en cuestión era un pequeño universo en sí misma: juegos flash, artículos de actualidad, opinión, deporte, cine, televisión… Un largo etcétera que parecía inabarcable. Pero lo mejor de todo era el foro, ese rincón primigenio donde el personal daba rienda suelta a todo tipo de opiniones, tanto sensatas como descabelladas. Era un lugar caótico y libre, donde las firmas eran tan importantes como los mensajes, y donde aprendí que en Internet uno podía encontrar tanto sabiduría como disparates en la misma frase.

Y si hay una página que marcó mis comienzos virtuales, esa fue Pipasweb. Así, con ese nombre tan castizo y entrañable, que parecía más propio de una bolsa de pipas con pegatinas por premio que de una página web. Y sin embargo, Pipasweb era mucho más que un nombre simpático: era un refugio, un pequeño caos ordenado donde siempre pasaba algo.

En Pipasweb se mezclaban artículos de actualidad con chascarrillos, noticias con juegos, reflexiones profundas con paridas monumentales. Tenía secciones de opinión, deporte, cine, televisión… y, sobre todo, tenía vida. Porque la joya de la corona era su foro, ese espacio donde la gente hablaba como si no hubiera un mañana, donde nacían amistades, enemistades, bromas internas y discusiones eternas sobre cualquier tema imaginable.


Mientras tanto, la música llegaba a cuentagotas gracias a Napster y AudioGalaxy, donde te jugabas el tipo con cada descarga, porque nunca sabías si el archivo era lo que prometía o si terminarías con un remix infame grabado desde una radio de coche. Aun así, el simple hecho de tener la posibilidad de bajarte una canción sin moverte de casa parecía ciencia ficción.

Todo eso era Internet en 2001. Lento, impredecible, lleno de errores de carga y ventanas emergentes que te invitaban a ganar premios inexistentes, pero también lleno de descubrimientos, de primeras veces, de conexiones invisibles que se tejían con la misma intensidad con la que ahora nos bombardean los algoritmos. En aquel rincón de la red llamado Pipasweb, descubrí que Internet podía ser un lugar donde sentirse parte de algo, aunque fuera desde una habitación con moqueta, un monitor de tubo y el pitido del módem como banda sonora.

Y no se puede hablar de aquella vida online sin mencionar el reinado absoluto de MSN Messenger. Porque después de pasar la tarde en el foro de Pipasweb, llegaba el momento de encender el Messenger, ese santuario digital donde todo el mundo esperaba (con ansiedad apenas disimulada) ver conectado al contacto que les quitaba el sueño.

Era una época en la que decir "me conecto y me desconecto para que vea que estoy" era una táctica real, cuidadosamente estudiada. Las frases de estado eran auténticos manifiestos emocionales: desde letras de canciones hasta indirectas crípticas con emoticonos que parpadeaban. Y qué decir de los zumbidos… ese botón demoníaco que hacía temblar la pantalla y que uno usaba como último recurso, como quien lanza una piedra a una ventana porque no le abren la puerta.

En paralelo, para los más curiosos o aventureros, existía el mundo subterráneo del IRC-Hispano. Canales como #sevilla, #cine o #alternativo reunían a cientos de personas conectadas a horas intempestivas, compartiendo ideas, ligando (o intentándolo), discutiendo de política o simplemente saludando con un frío "a/s/l?" (edad, sexo, localización), la contraseña universal de aquel tiempo.

También empezaban a proliferar los blogs personales, muchos alojados en Terra, Blogia, Bitácoras.net o Blogspot, verdaderos diarios abiertos donde adolescentes y no tan adolescentes contaban su vida con una mezcla de ingenuidad, intensidad y ternura. Se escribía sobre desamores, exámenes, películas que nos cambiaban la vida, conciertos memorables y, por supuesto, de aquellos misteriosos internautas que uno conocía sólo por su nick, pero con los que se sentía una complicidad extraña, casi íntima.

El diseño web era, por decirlo amablemente, discutible. Fondos negros, letras fosforitas, gifs de llamas ardiendo, contadores de visitas y relojes digitales incrustados en las esquinas. Y sin embargo, cada página tenía personalidad, algo que no se mide con métricas ni con likes.

Y en medio de todo eso, estaban los juegos en Flash, auténticas joyas pixeladas que hoy apenas sobreviven en algún archivo olvidado. Tardaban en cargar una eternidad, pero te daban horas de entretenimiento: desde el mítico juego del yeti lanzando pingüinos hasta simuladores absurdos como cocinar ramen o montar una banda de rock. No necesitabas una consola. Solo necesitabas tiempo, paciencia y el permiso de tus padres para ocupar la línea telefónica.

La vida online de entonces era otra cosa. Un lugar donde la conexión era lenta pero el tiempo parecía más denso, más significativo. No había redes sociales como las entendemos hoy, ni notificaciones constantes, ni filtros de belleza. Había anonimato, sí, pero también autenticidad. Había torpeza, pero también descubrimiento.

A veces pienso que no fue solo Internet lo que empezaba en aquel 2001: también empezábamos nosotros. Éramos más ingenuos, más pacientes, más dispuestos a explorar sin mapa ni brújula. Aquella red torpe y fascinante nos enseñó que lo importante no era la velocidad, sino el descubrimiento. Que una conversación podía durar horas sin emojis, que un foro podía ser un refugio, y que detrás de cada nick había una persona buscando lo mismo que nosotros: compañía, respuestas, sentido.

Hoy lo tenemos todo al instante, pero a veces nos falta algo que entonces sobraba: el asombro.

Y quizá por eso, cuando pienso en Pipasweb, en el zumbido del módem, en las canciones bajadas de madrugada, no siento nostalgia solo por la tecnología. Siento nostalgia por mí mismo. Por aquel que fui, por el mundo que descubrí, y por cómo, sin saberlo del todo, Internet nos fue enseñando a estar solos… pero también a estar juntos, en la distancia y en la palabra.

Porque, al final, no se trataba de navegar por la red.
Se trataba de encontrarnos. Aunque fuera entre ruidos, píxeles y líneas que se caían.


18.7.25

La superbanda: Traveling Wilburys

A finales de los 80, cuando el rock alternativo empezaba a desplegar nuevos caminos y las radios daban espacio a la intensidad cruda de Sonic Youth o la energía arrolladora de los Pixies, apareció algo distinto, casi por casualidad, desde el otro lado del Atlántico. Cinco leyendas con trayectorias vastas se unieron, no para cambiar las reglas, sino para disfrutar tocando juntos. Así nació The Traveling Wilburys, una de las alianzas musicales más sorprendentes y entrañables del siglo pasado.

George Harrison venía manifestando su deseo de crear una banda con un nombre singular: “The Traveling Wilburys”. A comienzos de 1988, lo que parecía una idea más de aquel ex Beatle comenzó a tomar forma. Tras su sólido regreso con Cloud Nine, Harrison colaboraba con Jeff Lynne, productor y músico con quien compartía una filosofía: hacer música sin presiones, sin egos, sólo amigos disfrutando. A esta propuesta se sumaron rápidamente Bob Dylan, Roy Orbison y Tom Petty.

Como sucede con las mejores historias, todo comenzó por azar. Harrison necesitaba un tema para la cara B del sencillo europeo “This Is Love”. La idea era juntar a unos amigos y grabar algo sencillo y rápido. Jeff Lynne no tardó en aceptar. Para convencer a Roy Orbison, Harrison tuvo que rogarle arrodillándose. Dylan, en una etapa creativa algo baja, cedió su garaje en Malibú como estudio improvisado. Y Petty, que había girado con Dylan, se unió casi sin dudar, animado por la libertad y el entusiasmo del grupo.

De esa reunión nació “Handle with Care”, una canción demasiado buena para relegarla a una simple cara B. Warner Bros. entendió enseguida que aquello merecía un álbum completo.

El nombre del grupo surgió de una broma durante la grabación. Harrison, hablando con Lynne sobre arreglar problemas técnicos en Cloud Nine, dijo: “We’ll bury ’em in the mix” (“los enterramos en la mezcla”). De ahí nació “Wilburys”. Al principio se llamaron The Trembling Wilburys, para luego simplificar a The Traveling Wilburys.

En sólo diez días de mayo de 1988, se grabó el álbum debut. Las bases eran básicas: guitarras acústicas formando un círculo, cajas de ritmos, letras que surgían entre bromas y charlas en la cocina de Dave Stewart (de Eurythmics). No había productor autoritario ni vocalista protagonista. Era un juego musical entre pares.

Harrison ejerció cierto liderazgo, no como jefe, sino como guardián del equilibrio. “Sólo quería cuidar la amistad”, dijo luego. Esa intención permeó todo el proyecto.

Terminadas las maquetas, Harrison y Lynne regresaron a Inglaterra para perfeccionar el sonido en el estudio FPSHOT, propiedad del ex Beatle. Allí, junto a músicos invitados —los “Sideburys”, como Jim Keltner, Jim Horn o Ray Cooper— dieron forma a un sonido que mezclaba rock, folk y pop con un aire vintage, un “skiffle noventero”, en palabras de Harrison.

Traveling Wilburys Vol. 1 salió el 18 de octubre de 1988. Además de la calidad musical, incluía un toque divertido: cada miembro adoptó un alias. Harrison era Nelson Wilbury, Lynne Otis, Orbison Lefty, Petty Charlie T. Jr., y Dylan Lucky. El disco fue un éxito inmediato, con varios sencillos en la cima y ventas millonarias. Fue también el regreso glorioso de Orbison, cuya voz conquistó nuevamente a nuevas generaciones.

Pero la felicidad duró poco. El 6 de diciembre, Orbison murió repentinamente de un infarto. En el video de “End of the Line”, su guitarra cuelga en una silla vacía junto a una foto en blanco y negro. Su voz, clara y eterna, permaneció. La pérdida fue profunda. Jeff Lynne lo resumió así: “Roy y yo teníamos muchos planes... su voz estaba en su mejor momento. Fue devastador.”

A pesar del golpe, la banda no desapareció. Harrison mantuvo la esperanza y prometió un segundo álbum. Dylan se enfocó en Oh Mercy. Sin embargo, en marzo de 1990, los cuatro restantes se reunieron de nuevo. Dylan grabó primero sus partes porque debía salir de gira, ganando más protagonismo. Harrison, además de tocar, asumió mayor responsabilidad en la producción.

El segundo disco, con el irónico título Traveling Wilburys Vol. 3, salió en octubre de 1990. Dedicado a Orbison, alias Lefty Wilbury, no tuvo la misma repercusión que el primero, pero dejó canciones memorables y un espíritu intacto. El último sencillo, “Wilbury Twist”, contó con un videoclip repleto de humoristas como Eric Idle y John Candy, una despedida acorde para una banda que nunca quiso ser eterna, pero sí inolvidable.

Nunca hubo sustituto para Orbison ni gira oficial, aunque Harrison lo imaginó. Sin embargo, su legado continuó en colaboraciones cruzadas: Jeff Lynne produjo a Tom Petty, trabajó con Del Shannon y participó en el proyecto Anthology de The Beatles. En 2007, la reedición de sus álbumes, acompañada de vídeos y documental, devolvió a The Traveling Wilburys a la memoria colectiva, como si el mundo aún los necesitara.

The Traveling Wilburys fueron un respiro gozoso en la historia del rock. Un grupo que nació de la amistad, el respeto y el amor por la música sin ataduras ni pretensiones. No buscaron contratos ni mercados, simplemente ocurrieron.

Y a veces, lo que ocurre sin plan... es lo que más permanece.