Es curioso como cada vez que una cifra redonda pasa página en nuestro calendario, tendemos a echar la vista atrás y evocamos como era nuestra existencia hace cinco, diez, quince o veinte años.
La vida es, entre otras muchas cosas, un compendio de vivencias donde desde la más amarga y penosa hasta la más jocosa y divertida nos pule e instruye en un duro camino que nos obliga de una u otra manera a resistir estoicamente ante los avatares y cambios que van surgiendo en el inmisericorde paso del tiempo.
Hace unas semanas volví después de casi veinte años a un lugar que formaba parte de nuestros fines de semana estivales de la época. La costa de Medellín, que ni es costa ni es mar, ni tiene olas y a la que de manera rumbosa denominaron "Costa Breva", y que no es nada más ni menos que la orilla del río Guadiana a su paso por dicha localidad vigilada por su imponente castillo.
Verano de 2000. Comenzaba una nueva década, un nuevo siglo y un nuevo milenio. Aquel fue el último antes de hacernos mayores. El último verano donde carecías de las preocupaciones que vendrían después, generadas por algo tan simple como es el cumplir años y el claudicar ante una serie de responsabilidades que no sabes si te imponen, si te las impones tú mismo o simplemente vienen así establecidas en este a veces embrollado libro de la vida.
En Medellín, lógicamente, ya nada era lo mismo, afortunadamente para algunas cosas, tristemente para otras. Ni estaba allí el ímpetu de la juventud, ni estaban los que éramos ni los que fuimos, aunque estábamos dos, y con eso a mí me sobra y me basta.
El verano de 2000 estuvo repleto de largas noches de fiesta y de amigos, unos pasajeros, otros que permanecen e incluso quien ya no está entre nosotros. Las vueltas que da la vida cuando dos décadas después te cruzas con alguien que en su día tuvo una estrecha amistad o relación contigo y hoy ni tan siquiera te saludas por la calle. Supongo que eso también va dentro del libro de instrucciones de la vida, ese que ni leemos ni nos leen, pero que poco a poco vas desmenuzando como un enorme puzzle al que terminas dando fin más por insistencia que por ganas de verlo concluido.
Hacer un resumen de uno de aquellos intensos veranos requiere de un enorme esfuerzo mental por mi parte, de cosas que por el paso de los años se van emborronando o van adquiriendo ese color que tienen las fotos en papel de un arcaico carrete de 24.
Recuerdo un concierto de Sabina en Cáceres y su posterior celebración por la madrila hasta el amanecer. Quien me iba a decir que años después Cáceres formaría parte de mi día a día. Recuerdo algunas de aquellas ferias de los pueblos limítrofes y no tan limítrofes, con sus abarrotadas casetas y sus calles atestadas de gentes, algo que hoy se nosantoja tanto de increíble como de irresponsable.
Los botellones en el río, lugar en el que se reunía la lozanía de la época, cambiando la ubicación del Teatro romano en esos meses veraniegos.
Me acuerdo de aquel personaje del Verano, venido de tierras del norte, con quien labramos una buena amistad y que años después, por gilipoyeces que ni piensas ni crees, pierdes de mala manera. Vayan mis disculpas por mi parte si alguna vez lees esto, lo de personaje no lo digo de manera despectiva, si no como notable persona de aquellos tiempos.
Las idas y venidas a La Antilla, más por contentar que por agrado propio, pero agradecido de aquellos veranos playeros en uno de esos rincones maravilloso que tiene la costa Onubense, donde después tantos veranos y vacaciones he pasado de manera placentera.
Después vinieron otros veranos, algunos incluso mejores, otros lugares, otras gentes, otras relaciones, otras vivencias. Surgieron canas, arrugas y por supuesto, otras inquietudes, otras maneras de apasionarse y de vivir, que cantaba Rosendo. Se borraron los malos recuerdos y el resto permanece, pero con una cada vez mayor nebulosidad.
Que veinte años no es nada, cantaba Gardel. Y es cierto.