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16.10.25

El milagro del anonimato

 Yo también me tengo que creer, porque lo dice un jurado, la nota de prensa y hasta las redes sociales con su habitual fervor ingenuo, que, entre más de 1300 manuscritos anónimos, ha ganado Juan del Val. Sí, ese Juan del Val. El mismo que participa en programas, escribe columnas, posa en alfombras rojas y opina sobre la vida con la naturalidad de quien ha convertido las tertulias televisivas mediatizadas en un género literario.


Dicen que participó bajo seudónimo, y yo, que soy un alma crédula, intento imaginarlo enviando su novela desde un correo de Gmail que no contenga su nombre, ni su firma, ni su ego. Una proeza solo al alcance de unos pocos elegidos. Me lo imagino titulando el archivo “manuscrito_definitivo_version_final_ahora_sí.docx” y cruzando los dedos para que nadie, absolutamente nadie, sospechara nada al leer frases del tipo “porque la autenticidad es un ejercicio de autoestima pública”.

Claro, y luego el jurado, exhausto tras leer 1299 novelas de desconocidos, se encuentra con esa prosa: ese estilo tan televisivamente existencial, tan mezcla de tertulia y epifanía. Y uno de ellos, entre bostezo y café, dice:

—Oye, esto suena a alguien…

Y otro responde:

—No, imposible. Si fuera famoso, no se habría presentado al concurso.

El milagro del anonimato: ese raro fenómeno por el cual los escritores con más visibilidad, editoriales y portadas consiguen pasar desapercibidos justo cuando hay un premio de por medio.

“La vida mentirosa de los adultos”, escribió Elena Ferrante. Pues la vida milagrosa de los premiados, diría yo. Porque aquí, entre nosotros, el anonimato literario dura lo mismo que una entrevista en “El Hormiguero”.

Pero qué bonito es creer, ¿eh? Creer que todos parten desde el mismo punto, que los jurados leen sin prejuicios, que el talento se impone al apellido y que la literatura, de vez en cuando, se cuela entre tanto foco.

Y mientras tanto, los demás escritores anónimos siguen, con sus manuscritos durmiendo en carpetas polvorientas, soñando con que algún día alguien, sin reconocer su letra, diga eso de:

—Este sí, este es el bueno.

Aunque claro, quizás lo que falte no sea talento, sino un apellido con micrófono.

15.10.25

Tu Saeta. Adaptación en prosa a la letra de la canción de Supersubmarina. Autores originales: José Marín Torres "Chino", Jaime Gandía Quesada, Juan Carlos Gómez Parrilla y Antonio Jesús Cabrera.


Llevas ya un mes, tal vez dos, instalada en este corazón que, por más que lo mires, no te pertenece. Lo ocupaste con una naturalidad pasmosa, como quien llega a una casa que ha estado siempre abierta, sin pedir permiso, sin anunciarte. Y ahora paseas por sus estancias sin preocuparte del ruido, del desorden que vas dejando atrás, de las ventanas abiertas de par en par por las que se cuela el frío.

No te culpo por completo. Al principio pensé que era cosa mía, una ilusión más, otra vez lo de siempre: el idealismo de creer que el amor se construye con fuegos artificiales y canciones tristes. Pero pronto dejaste claro que no estabas aquí para quedarte. Venías de paso, como esos inquilinos que alquilan por semanas y no se molestan en cambiar el calendario de la pared.

Y desde entonces, me estás golpeando fuerte. No con palabras, ni siquiera con gestos. Con tu ausencia en mitad de tu presencia. Con tu forma de estar sin estar. Con esas cadenas invisibles que arrastras cada noche por el pasillo, cuando todo está en silencio. Las oigo perfectamente. Son las cadenas del desencanto, del desinterés, del hastío. Y vienen hacia mí, sin prisa pero sin pausa, anunciándose como una procesión de espectros.

Afinas tu arco en Do, como si fueras una arpía antigua sacada de un mito olvidado, y apuntas con deliberada precisión hacia mi pulmón. No basta con herirme en el pecho, no. Vas más allá. Apuntas al lugar exacto donde nace el aire, donde intento aún respirar. No quieres que lo haga. No quieres que me recupere.

Y lo peor es esa calma tuya, ese susurro frío con el que entonas oraciones que sólo entienden los dioses que se alimentan del rencor. Pides mi destrucción. Como si mi dolor pudiera darte alivio, o como si con él pudieras construir un pedestal nuevo para tus ruinas emocionales.

Y mientras tanto, perfumas la escena con jazmín. Ese olor tuyo, que antes me llevaba a la infancia o al deseo, ahora lo inunda todo hasta volverlo irrespirable. Has intoxicado el aire. Has convertido el amor en una sala cerrada sin ventanas. Pobrecito de mí.

A estas alturas, ya me da igual que nos miren. Que nos juzguen. Que dicten sentencia. Que nos pongan etiquetas o diagnósticos. Que digan quién fue el culpable. Porque el daño ya está hecho. Y si algo he aprendido es que en las batallas del alma nadie gana nunca del todo.

Yo peleé. Peleé como un cabrón. Sin pausa. Sin dignidad. Me abrí en canal por el esternón y puse todo sobre la mesa. El corazón, las vísceras, las palabras. Y lo único que recibí fue silencio. Un silencio espeso, inmenso, que aún hoy se desliza por los pasillos de esta casa que ya no reconozco.

Y ahora sólo hay dolor. Dolor que lo tiñe todo. Que se mete debajo de las uñas y entre los dientes. Dolor que gobierna mis actos, mis palabras, mis sueños. Dolor que no me deja dormir.

¿Sabes? Mis virtudes ya no tienen efecto en ti. Aquello que un día te hizo mirarme con ternura, ahora te parece molesto. Me he convertido en un eco, en un espejo roto. Abril, con su luz y su promesa de flores, queda tan lejos que parece otra vida.

Somos como niños. Niños caprichosos, llorones, malcriados. Que todo lo consiguen dando voces y montando berrinches. Que esperan que alguien venga a poner orden. ¿Hasta dónde vamos a llegar?

Que nos miren. Que nos juzguen. Que lo digan. Que hablen de quién tuvo la culpa. Que abran los archivos y las fotos y las cartas. Que busquen el error. Porque yo ya estoy cansado. Cansado de defenderme. Cansado de justificarme.

Y tal vez, sólo tal vez, el error fue no saber irnos a tiempo.


14.10.25

Federico y Lanjarón

 Desde tiempos antiguos, el nombre de Lanjarón ha estado unido al rumor del agua. Entre las montañas que anuncian la Alpujarra, este pueblo blanco y vertical parece nacido de las fuentes que lo atraviesan. Sus manantiales, la Capuchina, el Salado, el San Vicente, el Capilla, el Capuchino,

han sido cantados por poetas, visitados por reyes y recetados por médicos. No hay en toda Granada un lugar donde el agua suene tan pura ni donde la piedra conserve con tanta fidelidad la memoria de los pasos que la han pisado. Las aguas de Lanjarón, mineralizadas y generosas, fueron consideradas desde el siglo XIX un remedio casi milagroso para los males del cuerpo y del espíritu. Quien bebía de ellas, decían los antiguos, rejuvenecía, y quien las escuchaba encontraba un poco de paz.

Por eso, no es extraño que Federico García Lorca, alma de aguas profundas, hallara allí un refugio para su sensibilidad.

La primera vez que fui a Lanjarón fue en 2019. No buscaba solo un destino, sino una presencia: la de Federico. Me llevó hasta allí la curiosidad por ese lugar que tantas veces aparece entre las sombras luminosas de su biografía, entre los rumores del agua y las palabras que aún parecen flotar en el aire. Nos alojamos en el Hotel España, el mismo donde la familia García Lorca pasaba sus temporadas de descanso.

Aquel edificio, con sus galerías antiguas y su aroma de piedra húmeda, parecía conservar la respiración del poeta. Desde la ventana, el rumor constante de las fuentes llegaba como una música remota, y entendí por qué Lorca llamó a Lanjarón “Puerta de la Alpujarra”: porque allí uno siente que el alma se abre, como si el agua fuera capaz de lavar no solo el cuerpo, sino también el tiempo.

Federico decía escribiendo a sus amigos: «Lanjarón en otoño es precioso». La madre de Federico, Vicenta Lorca, estaba enferma de una afección hepática y un médico le recetó un tratamiento con aguas de la fuente Capuchina del pueblo, famosa por sus propiedades curativas. Desde 1917 hasta 1934 la familia Lorca pasó unas semanas al año en Lanjarón, en el Hotel España, que se mantiene hasta el día de hoy.

Durante aquellas estancias en el balneario y en el hotel, Lorca conoció en 1917 a una aristócrata, María Luisa Nétera Ladrón de Guevara, con quien, al parecer, mantuvo una relación amorosa «no consumada». En Lanjarón escribió algunos poemas del Romancero Gitano, realizó varios dibujos, y parte de su correspondencia con Ana María Dalí está datada en el pueblo. En 1924 escribe a su amigo, el diplomático cubano Melchor Fernández Almagro:

«Qué lugar tan admirable. Deberías venir a visitar este paraíso. He encontrado romances y cuentos curiosos».

Fue entonces cuando Lorca bautizó a Lanjarón como la Puerta de la Alpujarra, una denominación que se ha convertido en el eslogan turístico del municipio. En otra carta a su hermano, hablando de la Alpujarra, escribió:

«Vi una reina de Saba desgranando maíz sobre una pared color betún y violeta, y vi a un niño de rey disfrazado de hijo de barbero».

Compartió su atracción por la Alpujarra con su amigo Manuel de Falla. Ambos se fotografiaron junto a un alcornoque, que hace poco se secó, en el Haza del Lino, en el término de Polopos. Recorrieron juntos Órgiva, Soportújar, Carataunas, Pampaneira, Bubión, Capileira o Pitres. Lorca, a veces, se aventuraba solo, otras en compañía de Falla. Tenían un chófer , taxista de profesión, Paco Murillo, con quien la familia Lorca mantenía una relación entrañable. El padre de Federico incluso le pagaba la letra del coche. Murillo los llevaba a la Alpujarra, en ocasiones a escondidas del patriarca.

Una hija de este chofer, que aún acude a las excursiones de Isacio, cuenta que conserva el último paquete de tabaco de la marca Lucky que tuvo Lorca antes de ser fusilado; faltan varios cigarrillos, pero el recuerdo, dice, sigue intacto.

En algunos pueblos de la Alpujarra, el poeta observó con dolor cómo la Guardia Civil imponía su ley con brutalidad. Supo que en Carataunas un cabo arrancaba un diente con unas tenazas a cada gitano que le molestaba, y que en Cañar un muchacho de catorce años fue paseado por el pueblo con un madero atado a los brazos, recibiendo correazos y obligado a cantar. Aquellas historias inspiraron sus versos del Romancero Gitano y del Romance de la Guardia Civil Española.

Y Lorca no fue el único fascinado por Lanjarón. Pedro Antonio de Alarcón visitó la Alpujarra en 1872 y lo plasmó en su célebre libro La Alpujarra. Dijo: «Lanjarón es un sueño de poetas». Al llegar a la altura de la Fuente de las Adelfas, a la entrada del pueblo, exclamó, palabras hoy reproducidas en cerámica sobre la fuente—:«¡Alto y parada! Dejemos la pluma y tomemos los pinceles, olvidemos las enfermedades físicas y morales que se curan en esta villa y volvamos a la Madre Naturaleza ante el edén que se presenta a nuestra vista».

Años más tarde, Isabel García Lorca, en su libro de memorias Recuerdos míos, evocó también aquellas temporadas en Lanjarón como una de las etapas más felices de su infancia:

«Recuerdo el murmullo del agua, las tardes de paseo por el balneario y a mi madre tomando las aguas con la serenidad de quien se siente mejor. Federico parecía otro: escribía, dibujaba, reía con una alegría que solo allí, entre los chopos y el aire puro, se le veía».

Y quizás sea eso lo que convierte a Lanjarón en algo más que un lugar: en un estado del alma. Un sitio donde el tiempo se disuelve en agua y poesía, donde las montañas se abren como un libro, y donde, como escribió Manuel Vicent,

«el enigma de la existencia consiste en que el tiempo entero se acumula en el presente… El pasado y el futuro bailan en la punta de una aguja de nieve que es el alma».

Han pasado ya siete veranos desde aquella primera vez que llegué a Lanjarón buscando a Federico. Siete veranos de agua, de silencio y de regreso. Cada año, el pueblo me recibe con la misma luz oblicua sobre los tejados, el mismo aroma a piedra mojada y a eucalipto, y la sensación, cada vez más cierta, de que en sus calles algo del poeta sigue respirando.

He recorrido una y otra vez el camino hasta el Hotel España, como quien vuelve a visitar una memoria que no le pertenece pero le ha adoptado. En su galería principal todavía se siente el eco de las risas, las tertulias familiares, los versos a medio escribir. A veces pienso que Federico sigue allí, apoyado en la baranda, mirando cómo el agua cae, cómo el tiempo pasa y se renueva, igual que el rumor de las fuentes que nunca se detiene.

Lanjarón se ha convertido para mí en un lugar de fidelidad: al paisaje, a la palabra y al misterio. Durante siete veranos he aprendido que uno no vuelve al mismo sitio, sino a la misma emoción. Que el agua que corre es también la vida que se escapa, y que en cada visita el poeta me susurra lo mismo: que el alma se renueva solo si escucha.


Este año, además, hemos tenido el placer de conocer a Soledad Ramos López y su asociación cultural +Q2, que con entusiasmo y dedicación promueven la literatura y la cultura en Lanjarón. Se puede redescubrir los rincones del pueblo a través de la mirada colectiva de quienes trabajan para que la poesía y la memoria histórica encuentren su lugar en la vida cotidiana de la localidad. Su labor hace sentir que la presencia de Federico no solo se conserva en los libros, sino también en la conciencia cultural viva del pueblo.

Y así, entre montañas y manantiales, entre pasado y presente, Lorca ha sido mi guía invisible. Cada año he ido a su encuentro, sin buscarlo del todo y sin dejar de encontrarlo nunca. Porque Lanjarón, al final, no es solo un lugar en el mapa: es un estado del alma donde el agua y la poesía se confunden, donde la literatura se cultiva, y donde el tiempo, como escribió Manuel Vicent,  parece caber entero en una sola gota.

Lanjarón es hoy, como lo fue para Lorca, un lugar donde los manantiales susurran versos, donde cada rincón guarda un eco de historia y cada paso invita a beber del agua que, milagrosamente, hace perdurar la memoria del poeta y de quienes cultivan su legado.

9.10.25

El rumor de los trenes


Hubo un tiempo, no tan lejano, aunque el calendario diga otra cosa, en que el ferrocarril era la columna vertebral del país. A finales de los setenta y principios de los ochenta, los trenes cruzaban España como venas de hierro, llevando el pulso de un mundo que todavía creía en los oficios, en la puntualidad de los silbatos y en los jefes de estación con gorra roja. En Mérida, la vieja estación era un pequeño reino de humo, grasa y horarios, y por sus vías pasaban los trenes de media y larga distancia, los mercancías interminables, los que iban a Lisboa, los que regresaban de Madrid con las ventanillas empañadas y los que, al pasar de madrugada, despertaban el corazón de un niño que soñaba con lugares lejanos.

Yo vivía en Santa Catalina, una barriada humilde que entonces olía a cal, a pan de tahona y a los primeros Seat 124 aparcados junto al bordillo. Las vías del tren pasaban tan cerca que bastaba abrir la ventana para ver los destellos rojizos de los faroles de cola y escuchar el retumbar de los vagones al acoplarse —¡clanc!— aquel sonido seco y metálico que los ferroviarios llamaban el choque de topes. Era una especie de sacudida del mundo, como si alguien allá lejos estuviera encajando piezas de un sueño colectivo.

A veces pensaba en mi abuelo Pepe. Fue ferroviario, jefe de tren durante toda una vida. Lo recuerdo con su gorra y su reloj de cadena, hablando con respeto y cariño de las locomotoras, de los maquinistas que conocían el país mejor que los mapas y de la importancia de los horarios, “porque un tren que llega puntual —decía— es un país que aún cree en sí mismo”. Cuando pasaban los convoyes nocturnos, yo imaginaba que alguno de ellos lo llevaba al frente de la composición, anotando tiempos en una libreta, silbando bajito entre la humareda. Quizá fue él quien me dejó esa fascinación por los raíles, ese estremecimiento que provoca el paso del hierro sobre el hierro.

Por las noches, cuando el silencio se estiraba por las calles y solo se oía el ladrido de un perro o el runrún de una Vespa perdida, llegaba el rumor de los trenes. Primero un zumbido lejano, luego el golpeteo rítmico de las ruedas sobre las juntas de los raíles —tac-tac, tac-tac— hasta que la casa entera parecía respirar con el paso del convoy. Desde la cama, yo imaginaba cada destino: los trenes de largo recorrido iban, sin duda, a lugares donde la nieve era blanca de verdad y los mares tenían otros nombres; los de mercancías, en cambio, arrastraban misterios: carbón, naranjas, madera húmeda, incluso, así lo creía yo, cartas sin dueño o juguetes que se habían perdido en Navidad.

A veces el viento parecía traer voces: una risa de maquinista, un silbato, el crujido de una puerta corrediza. Entonces yo inventaba historias. En una de ellas, un tren nocturno llevaba consigo un vagón lleno de sueños extraviados, y cada niño que no podía dormir tenía un billete invisible para subir en él. En otra, los conductores eran una hermandad secreta que conocía los secretos del país: sabían quién se marchaba de madrugada, quién regresaba derrotado, quién se despedía para siempre en un andén cualquiera.

Mi madre decía que me dormiría con el primer tren que pasara, pero era mentira: me quedaba despierto esperando el siguiente. Había algo hipnótico en aquel traqueteo lejano, algo que daba consuelo, como si el mundo siguiera girando a pesar de todo. El ferrocarril era, sin saberlo, el metrónomo de nuestras noches.

A veces, al amanecer, cuando el sol apenas tocaba los balcones de los pisos de Santa Catalina, se veían los raíles brillar entre los matorrales. El tren ya había pasado, dejando tras de sí un olor a hierro, gasóleo y posibilidad. Yo salía en bicicleta hasta el terraplén, recogía alguna tuerca caída, un trozo de madera o un papel manchado de grasa, y me parecía un tesoro traído de otro mundo.

Hoy, cuando oigo de lejos el eco de un tren —ya casi todos silenciosos, modernos, sin alma—, cierro los ojos y vuelvo a aquella habitación. A mi lado, el niño que fui escucha el choque de topes, el largo silbido del maquinista y el palpitar de las vías.

Y durante un instante, el mundo vuelve a moverse con la cadencia de entonces: lenta, constante, como un corazón de acero que no ha dejado nunca de latir.

Y en algún lugar, estoy seguro, mi abuelo Pepe sigue mirando su reloj de cadena, comprobando que todo marcha a su hora. 

8.10.25

Volverá la lluvia de la infancia


 Volverá la lluvia de la infancia,

con su olor a tierra recién mojada,

cuando el cielo plomizo era anuncio

de un milagro pequeño y cotidiano.


Caerán las gotas lentas en los cristales,

dibujando carreras inciertas,

y nosotros, tras el visillo bordado,

miraremos como quien ve un misterio.


La calle, desierta, olerá a pan y a leña,

los charcos serán mares diminutos

donde navegarán barquitos de papel

hechos con deberes y sueños arrugados.


Tronará a lo lejos, como un gigante dormido,

y las madres correrán a cerrar ventanas,

mientras las luces tiemblan en la penumbra

de salones con mantas y dibujos animados.


En la radio sonará un parte de tarde,

algún transistor chisporroteará en la cocina,

y el tiempo parecerá más denso, más lento,

como si las horas supieran quedarse.


Volverá la lluvia de la infancia,

aunque ya no llueva igual ni estemos allí,

porque en algún rincón del alma

siguen mojados los patios de 1982.


Y cada trueno lejano nos devuelve,

sin avisar, a esa ventana empañada

donde un niño, con la nariz pegada al vidrio,

esperaba que escampara… para salir a jugar.


7.10.25

La última ovación

 El cielo de agosto se abría como un telón inmenso sobre Knebworth Park. Desde el centro del escenario, las luces parecían querer perforar la noche, extenderse más allá de los límites del parque, llegar a todos los lugares donde alguna vez sonó una canción suya. Freddie entrecerró los ojos un segundo; no para huir de la intensidad de los focos, sino para grabar cada instante en la memoria.


El rugido de las ochenta mil gargantas era un océano. No tenía principio ni fin. Era un oleaje que subía y bajaba con cada gesto suyo, como si el público respirara al compás de su pecho. Durante un instante —mínimo, invisible para cualquiera— Freddie sintió el peso de la historia sobre sus hombros. No era un peso triste. Era el vértigo de saber que estaba tocando la cima. Y que las cimas, por definición, no se repiten muchas veces.

La música arrancó con fuerza, y él volvió a ser ese dios terrenal que había construido a base de coraje y talento. A su izquierda, Brian May hacía rugir su Red Special como si cada acorde abriera un portal al cielo; su melena ondeaba como un estandarte bajo los focos, y cada solo era una conversación íntima entre guitarra y multitud. Detrás, Roger Taylor marcaba el pulso con precisión quirúrgica, convirtiendo el aire en ritmo; sus baquetas eran los latidos de aquel corazón colectivo. Y a su derecha, John Deacon, silencioso y firme, sostenía con su bajo la arquitectura invisible sobre la que se alzaba toda la emoción. Juntos eran más que una banda: eran un fenómeno, una sinfonía humana.

Cada paso, cada nota, cada sonrisa amplia de Freddie era una llamarada. Se movía con la seguridad de quien domina su arte, pero en el fondo, una brizna de melancolía le rozaba el corazón: una intuición suave pero persistente de que esa noche, de algún modo, era distinta.

Entre canción y canción, cuando la banda afinaba y Brian lanzaba un arpegio, Freddie miraba al público y pensaba: “Esto es más grande que nosotros. Esto quedará cuando todo lo demás se apague.” No pensaba en la enfermedad —todavía secreta, silenciosa—, ni en el futuro incierto. Pensaba en lo que había construido con sus compañeros, en las noches infinitas en las que soñaron ser escuchados. Y allí estaban: una multitud respondiendo como un solo cuerpo, cantando “Radio Ga Ga” con las manos alzadas, como si saludaran al propio destino.

Freddie no temía al final. Le temía, más bien, al olvido. Pero esa noche, viendo las luces parpadear como estrellas sobre una constelación humana, comprendió que no sería olvidado. No él. No su voz. No Brian, ni Roger, ni John. No esa manera única que tenían los cuatro de desafiar la gravedad de la vida con música.

Cuando llegó el último bis, “We Are the Champions”, su garganta ardía, pero no por el esfuerzo, sino por la emoción. Alzó los brazos y escuchó cómo el público devolvía cada sílaba multiplicada por miles. A su lado, Brian soltaba los acordes finales como si fueran fuegos artificiales; Roger cantaba con fuerza tras la batería, y John sonreía discretamente, sabiendo que aquello era irrepetible. En ese instante, Freddie sintió que ya no era un hombre frente a una multitud, sino un alma fundida con muchas otras. Era música. Era energía. Era una verdad compartida.

Y en medio del clamor, una certeza luminosa lo atravesó: “Cuando no pueda cantar, otros cantarán por mí. Cuando no esté aquí, seguiré en cada voz que se atreva a levantar la suya sin miedo.”

Entonces sonrió. No con tristeza, sino con la serenidad de quien ha amado su vida sin reservas. Dio un último giro, extendió los brazos como alas, y dejó que la ovación lo envolviera como un abrazo final. No sabía si volvería a estar allí, pero sí sabía algo con absoluta claridad: había vivido intensamente cada compás, junto a aquellos tres hombres que fueron su familia sobre el escenario.

La última ovación no fue un adiós. Fue una promesa: la de seguir resonando más allá del tiempo.


6.10.25

Guillermo Fernández Vara

 Coincidíamos muchas mañanas, allá por el año 2006, cuando aún trabajábamos en la antigua oficina de Correos de Mérida, bajando a desayunar a la calle San Salvador, en ese tramo en el que el bullicio de la ciudad todavía se estaba desperezando. Él, con su inseparable maletín, subía con paso tranquilo pero firme por la calle San Juan de Dios, rumbo a la Asamblea de Extremadura. Siempre, sin excepción, nos regalaba un “buenos días” cordial, de esos que no se dicen por compromiso ni de pasada, sino mirando a los ojos, reconociendo al otro como parte del mismo paisaje diario.

Aquellas escenas cotidianas, que entonces parecían tan simples, cobran hoy un valor inesperado al conocer la noticia de su fallecimiento. Guillermo Fernández Vara fue, antes que nada, un hombre cercano. Antes incluso de ocupar la presidencia de la Junta de Extremadura, cargo al que accedería poco después, ya transmitía una serenidad y una educación que llamaban la atención en tiempos políticos en los que la estridencia parecía imponerse.

Médico de profesión y político por vocación de servicio, Vara fue durante años una de las figuras más reconocibles y respetadas de la vida pública extremeña. Presidió la Junta de Extremadura en varias etapas, dejando una huella marcada por la estabilidad institucional, el diálogo y una visión tranquila pero firme de la política. No era un hombre de titulares altisonantes, sino de convicciones silenciosas, constancia y respeto por las instituciones y las personas.

Con su marcha, se va una parte importante de la memoria política y social de Extremadura. Queda su legado, su ejemplo y, para quienes lo vimos de cerca aunque fuera en un cruce de calles al empezar la jornada, la imagen de un hombre sencillo en medio de grandes responsabilidades.

En tiempos como los actuales, en los que la crispación política parece haberse instalado como norma y el ruido sustituye al diálogo, la figura de Guillermo Fernández Vara adquiere un valor aún mayor. Su talante templado, su manera de escuchar antes de responder y su respeto por el adversario contrastan con una escena pública cada vez más dominada por la confrontación y el eslogan fácil. Recordarle hoy no es solo rendir homenaje a su trayectoria, sino también reivindicar otra forma de hacer política: más serena, más humana y, sobre todo, más útil para la convivencia.

Descanse en paz, Guillermo Fernández Vara.


2.10.25

Donde empieza la calma


 El sol salía sobre el horizonte como una naranja madura que se dejara caer lentamente en brazos del mar. Era agosto en el Cabo de Gata, y el aire todavía conservaba ese calor que se adhiere a la piel como un recuerdo del amanecer. La playa del Palmeral, de piedras pulidas y silencios compartidos, se extendía ante mí como un refugio. Había dejado las chanclas a un lado, y avanzaba descalzo, sintiendo bajo los pies la textura del mundo real, tangible, sin filtros.

Me detuve frente al mar justo cuando el sol comenzaba a rozar la línea del agua. No dije nada. No hacía falta. En el murmullo de las olas encontraba más respuestas que en cualquier conversación apresurada. Cerré los ojos un instante, como si así pudiera grabar en mi interior la escena: la brisa suave, el rumor del agua, el cielo encendido en naranjas y dorados.

Cerca, algunas personas hablaban en voz baja, reían, compartían ese instante. Una pareja de chicas se abrazaban mirando el amanecer, como si en ese gesto simple se sostuviera el universo. Y quizás era así. Tal vez la humanidad sobrevivía gracias a esos pequeños pactos silenciosos: un amigo que escucha, un abrazo inesperado, una mirada cómplice frente al mar.

Pensé en el mundo más allá de esa playa. En las noticias, en el ruido constante, en las heridas abiertas de una humanidad que a veces parece no aprender. Pero allí, en ese instante preciso, todo se reducía a lo esencial: el sol, el mar, la tierra bajo mis pies, y la certeza de que aún quedaban lugares donde respirar hondo y sentir que la vida, a pesar de todo, sigue mereciendo la pena.

Cuando el primer rayo de sol apareció tras el horizonte, abrí los ojos. La mañana llegaba sin prisa, como quien sabe que la esperanza no se extingue con la salida del sol, sino que se guarda en la memoria de quienes estuvieron presentes para verla.

Me incliné, me calcé de nuevo las chanclas y comenzé a caminar por la orilla, acompañado por el rumor de las olas y la sensación clara de que, aunque el mundo cambie, hay momentos que nos devuelven la fe en él. 

30.9.25

Septiembre

 Septiembre llegó estando en Mojácar sin hacer ruido, como quien se quita los zapatos para no despertar a nadie. No irrumpe: se desliza. Trae consigo ese aire, a veces tibio, que aún guarda restos de verano, pero ya perfuma las tardes con una brisa distinta, más clara, más lenta.

El verano se ha ido, como siempre lo hace, sin despedidas teatrales. No se marcha de golpe, se disuelve. Un día te das cuenta de que el sol ya no aprieta igual, que la sombra se ha vuelto más alargada, que las chicharras callaron sin que nadie les avisara. Intentar retener el verano es como intentar atrapar agua con las manos: cuanto más fuerte aprietas, más rápido se escurre entre los dedos.

Septiembre es ese umbral donde todo vuelve a ordenarse. Las rutinas regresan como trenes puntuales tras un largo desvío: el despertador, las calles con prisas, los pupitres, los calendarios llenos. Pero también es un mes de comienzo silencioso, una oportunidad para ajustar el paso, limpiar el aire de dulces excesos y mirar hacia adelante con calma.

El otoño asoma despacio, con el pudor de quien sabe que trae cambios. Es la estación de los tonos cálidos y las luces oblicuas, de la belleza contenida. Y en cierto modo, es también la estación de quienes hemos pasado ya el umbral de los cincuenta.

Porque hay un otoño en la vida que no es tristeza ni ocaso, sino madurez que florece de otra manera. A esa edad ya no se corre detrás de veranos imposibles: se disfruta el paseo, se valora la sombra fresca, se eligen las compañías con el instinto afinado de quien ha aprendido a escuchar el corazón sin ruidos de fondo.

Como los árboles que pierden hojas para prepararse para lo que vendrá, uno también aprende a soltar lo innecesario: miedos, prisas, máscaras. Queda lo esencial, lo que de verdad da sentido. Y en esa desnudez hay belleza y fuerza.

Septiembre no es el fin de nada, sino el suave comienzo de otra etapa. La luz baja del verano deja paso a una claridad más serena, más íntima. La vida también, al llegar su propio otoño, no se apaga: se vuelve sabia, pausada y luminosa.

Porque cada estación tiene su esplendor, y el otoño, en la naturaleza y en la vida,


es la prueba de que el tiempo no solo pasa: también pule, revela y embellece.

29.9.25

Milli Vanilli: La verdad desafinada detrás del éxito perfecto


En los últimos años de la década de los 80, cuando MTV dictaba la estética global y la música pop alcanzaba cotas de espectáculo visual sin precedentes, dos jóvenes irrumpieron en escena como si fueran el molde perfecto de una fantasía pop globalizada. Rob Pilatus y Fab Morvan formaban Milli Vanilli, un dúo franco-alemán que en apenas dos años pasó de actuar en discotecas de Múnich a llenar estadios en Estados Unidos, vender más de 30 millones de discos y ganar un Grammy. Su ascenso fue meteórico, brillante… y completamente construido sobre una mentira.

Su álbum debut, “Girl You Know It’s True” (1989), fue un bombazo: temas como “Blame It on the Rain”, “Baby Don’t Forget My Number” o la propia “Girl You Know It’s True” dominaron las listas de éxitos internacionales. Con rastas cuidadas al milímetro, movimientos coreográficos sincronizados y una imagen multicultural perfectamente diseñada, Rob y Fab encarnaban la juventud globalizada que la industria musical buscaba vender a finales de los ochenta. Eran fotogénicos, carismáticos y diferentes. Tenían todo… excepto la voz.

Detrás del fenómeno se encontraba Frank Farian, productor alemán con olfato comercial, que ya había ideado grupos como Boney M utilizando voces y rostros distintos. Repitió la fórmula: contrató a cantantes profesionales para grabar las canciones y reclutó a Rob y Fab para ser el rostro visible del proyecto. Lo que comenzó como un acuerdo puntual se convirtió en una maquinaria multimillonaria que giraba a un ritmo que los dos jóvenes apenas podían controlar. Ellos soñaban con cantar de verdad, pero la industria no quería su voz: quería su imagen.

El 21 de julio de 1989, en Bristol (Connecticut), durante un concierto retransmitido por MTV, ocurrió el incidente que cambió todo: la pista de playback se atascó y empezó a repetir en bucle “Girl you know it’s… Girl you know it’s…”. Rob entró en pánico y huyó del escenario. Aquel fallo técnico se convirtió en símbolo de lo que estaba por descubrirse: un fraude monumental. En 1990, tras meses de sospechas, Farian confesó públicamente que ni Rob ni Fab cantaban. El Grammy que les habían otorgado fue retirado , una medida sin precedentes, y el dúo se convirtió en objeto de burlas, demandas y desprecio mediático. En cuestión de semanas, pasaron de la cima a la humillación pública.

La película “Milli Vanilli” (2024), dirigida por Simon Verhoeven, no se limita a contar este escándalo como una anécdota de la historia pop. Construye, con sorprendente sensibilidad, un relato íntimo y complejo sobre dos jóvenes atrapados en una maquinaria cultural que los superó. Es una obra que equilibra con precisión la espectacularidad musical de la época con la dimensión humana de sus protagonistas.

Uno de los grandes aciertos de la cinta son sus intérpretes principales.

  • Tijan Njie, en el papel de Rob Pilatus, realiza una interpretación magnética y profundamente conmovedora. Con una presencia física imponente, Njie capta la dualidad de Rob: su ambición desbordante y su creciente vulnerabilidad. A lo largo del metraje, su mirada cambia: pasa de la euforia juvenil a un dolor silencioso y autodestructivo que el actor transmite con matices sutiles, evitando el melodrama fácil.

  • Elan Ben Ali, como Fab Morvan, es el contrapunto perfecto. Su interpretación destila calma y lucidez, construyendo un personaje más reflexivo, que observa cómo la situación se desborda sin poder evitarlo. Su relación con Rob es uno de los ejes emocionales del film: una amistad intensa, fraternal, pero también marcada por tensiones morales y caminos distintos frente al mismo engaño.

El reparto se completa con Matthias Schweighöfer, que da vida a Frank Farian. Lejos de interpretar un villano de opereta, Schweighöfer construye un personaje inquietante precisamente por su normalidad: un hombre encantador, seguro de sí mismo, que maneja las piezas del tablero con frialdad empresarial. Su interpretación evita clichés, mostrando cómo la industria puede ser despiadada sin necesidad de monstruos explícitos.

La película recrea con precisión quirúrgica la estética de finales de los 80 y principios de los 90. La fotografía utiliza luces de neón, brillos y encuadres característicos de la MTV dorada, pero también contrasta con tonos más fríos y oscuros en los momentos de caída. La dirección artística acierta al no caricaturizar la época: la reproduce con cariño, sin ironía.

Las secuencias musicales son vibrantes y espectaculares. Se reconstruyen videoclips y actuaciones icónicas con gran detalle, y el famoso momento de Bristol está filmado con tensión cinematográfica: el bucle sonoro del playback, la confusión del público, el rostro de Rob congelado en el pánico… Es el clímax perfecto de una historia que, aunque todos conocemos su desenlace, logra emocionar por su ejecución.

La banda sonora es, inevitablemente, un personaje más. Los éxitos de Milli Vanilli suenan con fuerza y nostalgia, recordándonos que, más allá de la mentira, eran canciones excelentes, parte indeleble de la cultura pop de su tiempo.


El guion se detiene en aspectos que muchas narraciones sobre este caso han pasado por alto: la dimensión psicológica y cultural de Rob y Fab. Dos jóvenes de orígenes inmigrantes —Rob era hijo de madre alemana y padre afroamericano, Fab nació en París y se crió en un entorno humilde— que buscaban un lugar en la industria. La película muestra cómo, en un mundo que valoraba la apariencia exótica pero no necesariamente las voces distintas, fueron utilizados como escaparate de un producto diseñado por otros.

Más que señalar culpables de forma simplista, el film propone una reflexión sobre la fabricación de ídolos en la era mediática. Rob y Fab no inventaron el fraude; fueron piezas vistosas en un sistema que antepuso la estética a la autenticidad. Y cuando la verdad salió a la luz, fueron ellos quienes cargaron con todo el peso del escándalo.

La parte final de la película es, sin duda, la más emocional. Rob Pilatus, tras la caída, nunca consiguió recomponer su vida. Intentó, junto a Fab, grabar un álbum en el que cantaban realmente, pero la industria y el público ya les habían dado la espalda. Entre problemas legales, aislamiento y adicciones, Rob entró en un declive personal que culminó con su muerte en 1998, a los 32 años, por sobredosis accidental en un hotel de Fráncfort. Su historia es la de un joven que soñó con brillar y acabó devorado por la presión de sostener una mentira global.

La película trata su final con respeto y sin morbo, enfocándose en el ser humano detrás del personaje. No hay glorificación ni sensacionalismo: hay un retrato doliente de alguien que no supo encontrar su voz,  literal y figuradamente, en un sistema que no se la permitió.

Milli Vanilli es, en última instancia, una película poderosa y necesaria. Brilla por sus interpretaciones, su rigor estético y su capacidad para narrar una historia archiconocida desde un ángulo humano y profundo. Es un biopic que entretiene, emociona y, sobre todo, reivindica la dimensión trágica y real de un fenómeno pop que se convirtió en sinónimo de fraude.

Tijan Njie y Elan Ben Ali logran que Rob y Fab no sean simples figuras mediáticas, sino seres humanos atrapados en un torbellino que los desbordó. La dirección de Simon Verhoeven equilibra espectáculo y reflexión con inteligencia, y el resultado es una obra que no solo revisita un episodio cultural, sino que lo resignifica.

La historia de Milli Vanilli no es solo la historia de una mentira musical. Es la historia de cómo la fama puede ser un espejismo cruel, de cómo la industria fabrica y destruye ídolos, y de cómo la búsqueda de autenticidad puede llegar demasiado tarde.
Y en el centro de todo, la figura de Rob Pilatus, un joven que soñó con cantar… y terminó convertido en el eco doloroso de una canción que no era suya.


24.9.25

El James Bond de Nuestra Infancia: Recordando a Roger Moore


Cuando Roger Moore fue anunciado como el nuevo James Bond en 1972, el escepticismo era palpable. Sean Connery había dejado una marca indeleble con su carisma rudo, su mirada fría y una masculinidad directa que definió la primera etapa del personaje. Moore, en cambio, llegaba con una imagen más pulida, popular por interpretar al carismático Simon Templar en la serie "El Santo". Su reto no era solo llenar los zapatos de Connery, sino reinterpretar al agente 007 para una nueva generación de espectadores.

Inicio de la Era Moore (1973-1974): Un Bond Más Sofisticado

Su debut en "Vive y deja morir" (1973) marcó un punto de inflexión. Desde los primeros minutos se notaba el cambio: Moore no intentaba imitar a Connery. Su Bond era más elegante, más irónico, menos agresivo. La película fue un éxito comercial, y con ella comenzó una nueva etapa para la franquicia.

"Vive y deja morir" también introdujo a 007 en una estética más influenciada por la cultura pop de la época, con toques del cine blaxploitation y escenas de acción más alocadas, incluyendo la famosa persecución en lanchas por los pantanos de Luisiana.

Le siguió "El hombre de las pistolas de oro" (1974), donde enfrentó a uno de los villanos más carismáticos de la saga: Scaramanga, interpretado por Christopher Lee. Aunque esta entrega recibió críticas mixtas, consolidó la idea de que Moore daría un giro más ligero y entretenido al personaje.

Consolidación y Éxito Global (1977-1981): El Bond de la Aventura Global

Moore alcanzó su punto más alto con "La espía que me amó " (1977), considerada por muchos como una de las mejores películas de la franquicia. Con una mezcla perfecta de acción, espionaje, humor y romance, esta cinta presentó a uno de los villanos icónicos: Jaws, el asesino de dientes metálicos.

Luego llegó "Moonraker" (1979), llevándolo literalmente al espacio. La película fue una respuesta al fenómeno de Star Wars, pero también fue criticada por su tono excesivamente fantástico. A pesar de ello, fue uno de los mayores éxitos comerciales de la saga en su momento.

"Solo para sus ojos" (1981) representó un intento de volver a una narrativa más realista, alejada de la extravagancia espacial. Moore mostró aquí una faceta más seria de Bond, que recibió elogios por su tono más sobrio y la intensidad emocional de ciertas escenas.

Declive y Últimos Años como Bond (1983-1985)

En los años 80, Moore continuó en el papel con "Octopussy" (1983), una mezcla exótica de acción, comedia y ambientación en la India. Aunque entretenida, empezaban a notarse señales de agotamiento en el enfoque de la saga.

Su última película, "Panorama para matar" (1985), fue probablemente la menos lograda de su etapa. A sus 57 años, Moore ya no podía ocultar que estaba muy por encima de la edad del personaje. Él mismo bromeó que se sentía “como el tío de las chicas Bond”. A pesar de contar con Christopher Walken como villano, y con Duran Duran en el tema musical (éxito en los rankings), la película marcó el final de una era.

El Estilo Moore: Un Bond a su Manera

A diferencia del Bond de Connery, que era letal, seductor y con cierto grado de crueldad, el Bond de Roger Moore era un caballero británico de espíritu ligero. Prefería el ingenio al músculo, el comentario mordaz al puñetazo, y siempre tenía un gesto de galantería incluso en las situaciones más peligrosas.


Algunas características clave de su Bond fueron: Elegancia sin esfuerzo: Siempre impecablemente vestido, incluso en medio de explosiones o peleas.


Humor constante: Ironía británica, frases ingeniosas y la famosa ceja levantada que se volvió su sello personal.

Pacifismo personal: Moore odiaba la violencia. Rechazaba la idea de glorificar la brutalidad y, aunque mataba como Bond, lo hacía con una sonrisa y lo justo necesario.

Aventuras exóticas: Su Bond fue el más viajero, con localizaciones que incluían Egipto, Brasil, India, Siberia, París, entre otros.

Anecdotario de la Producción

Inseguridad inicial: Moore reconoció en varias entrevistas que al principio tenía miedo de no ser aceptado. Sabía que Connery era adorado, pero decidió no imitarlo.

Problemas físicos en las escenas de acción: A medida que pasaban los años, el uso de dobles se volvió cada vez más evidente. En su última película, se decía en tono de broma que tenía “doble hasta para subir escaleras”.

Relación con sus coprotagonistas: Fue muy querido por sus compañeras de reparto. Aunque la diferencia de edad con algunas actrices fue tema de debate, Moore se mostraba siempre respetuoso y bromista.

Solidaridad con el equipo: Moore era conocido por su amabilidad con los técnicos y el equipo de producción. No se comportaba como una estrella distante, sino como un compañero más.

Despedida del Rol y Vida Posterior

Tras abandonar el papel de Bond, Moore se alejó de los grandes papeles de acción. Dedicó buena parte de su vida a la filantropía, convirtiéndose en embajador de buena voluntad de UNICEF, lo que él mismo consideró su labor más importante.

Mantuvo siempre una relación afectuosa con la saga de Bond, asistiendo a eventos, convenciones y hablando abiertamente de su etapa con gratitud y humor. Su autobiografía y entrevistas están llenas de anécdotas divertidas y reflexiones humildes.

Roger Moore falleció en 2017, a los 89 años, dejando un legado no solo como actor, sino como hombre de principios, sentido del humor y una figura entrañable del cine británico.

Conclusión: El Legado del Bond Más Encantador

Roger Moore no fue el Bond más fiel a las novelas de Ian Fleming, ni el más duro ni el más moderno. Pero sí fue el más encantador, el que supo adaptarse al espíritu de su tiempo, el que convirtió al espía en una figura pop internacional y eterna.

Su interpretación, marcada por la ligereza y la elegancia, ayudó a que la franquicia sobreviviera a los cambios culturales de los años 70 y 80, manteniéndola relevante y divertida.

Para muchos, Roger Moore fue el Bond que les abrió las puertas al mundo del agente 007, y eso, en sí mismo, es un legado imborrable.

21.9.25

El canto sereno del otoño en Cáceres

 El otoño llega a Cáceres con una delicadeza casi imperceptible, como un murmullo que se cuela entre las ramas de los árboles del Parque del Príncipe. Basta detenerse unos segundos frente al cauce sereno del agua, apenas cubierta de hojas caídas, para entender que la ciudad ha entrado en otro ritmo. La claridad del verano, abrasadora y vertical, se suaviza ahora en reflejos quebrados, en sombras que juegan sobre la superficie, en la cadencia pausada de una estación que no tiene prisa.

Caminar por los senderos arbolados del parque es asistir a un espectáculo discreto pero profundo: las hojas, que todavía resisten con su verde maduro, comienzan a mezclarse con tonos ocres y dorados, como si el paisaje se vistiera de un manto que anuncia la transformación. Bajo los pies, la tierra se cubre de un rumor crujiente, y el aire fresco invita a una respiración más honda, a un pensamiento más sereno.

El Parque del Príncipe, con sus esculturas y su vegetación diversa, se convierte en un escenario donde el tiempo se muestra en su verdadera naturaleza: no como pérdida, sino como renovación. Ahí está el árbol de hierro, con sus cigüeñas metálicas alzando las alas contra el cielo limpio de septiembre, recordándonos que toda despedida trae consigo un vuelo, una posibilidad de renacer.


El otoño, lejos de ser el final de un ciclo, se presenta como un umbral. Tras el bullicio y la plenitud del verano, llega la hora de la introspección luminosa, del orden que trae la caída de las hojas y del sosiego que permite mirar hacia adelante con calma. Cáceres, desde este rincón verde que late dentro de la ciudad, nos invita a entender el cambio no como melancolía, sino como esperanza: cada hoja que cae es también un espacio abierto para lo que vendrá.


Así, en el Parque del Príncipe, el otoño no es melancolía, sino promesa. Un tiempo en el que los caminos cubiertos de hojas señalan nuevas sendas, y en el que la vida se reinventa en el murmullo del agua, en la frescura de la brisa y en la certeza de que toda estación guarda en sí misma la semilla del comienzo.

18.9.25

Henry Brubaker

 En 1987 la vida era otra. En España sólo teníamos dos canales de televisión, y cualquier película destacable que apareciera en la pequeña pantalla era recibida como un acontecimiento. Recuerdo bien aquella noche en la que emitieron Brubaker. No era una cinta cualquiera: era una historia dura, áspera, incómoda, que se coló en la vieja salita de la casa de Santa Catalina como una revelación. La grabé en VHS, con la carátula escrita a mano, y aún conservo aquella cinta como quien guarda un talismán gastado. La vi una y otra vez, tantas que el magnetismo de la cinta se debilitó antes que mi fascinación.

Robert Redford encarnaba a Henry Brubaker, un hombre que se infiltraba en la cárcel como un preso más, para conocer de primera mano la corrupción, el dolor y la miseria que allí reinaban. Era un personaje que parecía hecho a medida de Redford: íntegro, elegante incluso en la derrota, obstinado hasta el límite en la defensa de la dignidad humana. Había en él algo que nos hablaba de la vida misma: entrar en un lugar oscuro, hostil, lleno de trampas, y aun así mantener en pie la esperanza de que la honestidad sirve de algo, aunque el precio sea la soledad o el fracaso.

Con los años entendí que Brubaker no era sólo un drama carcelario, sino una parábola de lo que significa ser fiel a uno mismo en un mundo que se empeña en empujar hacia el lado contrario. Y en cada revisión, veía en Redford no sólo al director de prisiones de la ficción, sino a un espejo de nuestras luchas íntimas, esas en las que se pierde mucho y se gana apenas la tranquilidad de la conciencia.

Hoy, mientras sostengo aquella vieja cinta en mis manos, el tiempo parece plegarse. Vuelvo a verme en 1987, en una salita donde aún se sentaban personas que ahora sólo existen en la memoria y en el corazón, con la ilusión intacta de grabar películas en un VHS. La muerte reciente de Robert Redford convierte esa cinta en un testimonio todavía más nostálgico y entrañable. Como si junto a la desaparición de los nuestros, se hubiera apagado también uno de los últimos héroes que nos acompañaban en la pantalla.


El VHS ya no se rebobina, las dos cadenas se convirtieron en infinitos canales, y nosotros hemos perdido más de lo que ganamos. Pero cuando pienso en Brubaker, pienso también en esa parte de nosotros que todavía lucha, aunque la vida sea una prisión sin candados visibles. Y en ese silencio, el eco de Redford sigue recordándonos que la integridad, aunque solitaria, es la única victoria verdadera.

16.9.25

Robert Redford. Mi cine empezó contigo

 Hoy hemos sabido que Robert Redford ha muerto a los 89 años, y aunque sabíamos que el día llegaría, el golpe duele igual.

Quiero escribir esto como un pequeño homenaje, y también para mí, para recordar cómo cambió mi visión del cine gracias a él.

Tenía trece años cuando vi “Dos hombres y un destino” (Butch Cassidy and the Sundance Kid). No sé si aún entendía del todo qué era un género, ni qué era ese encanto que tiene lo viejo, lo lejano. Pero recuerdo la primera vez que apareció Redford en pantalla: aquel gesto tranquilo, la mezcla de rebeldía y melancolía, la forma en que desafía al mundo y al destino, sabiendo que quizá no puede más que huir, que la libertad siempre duele un poco. Fue como una puerta que se abrió: entendí que el cine no era sólo entretenerse, sino sentir, añorar, comprender el paso de los héroes, de los gestos, de las voces que perduran.

Ver a Robert Redford en esa película fue ver algo posible: un ideal de valentía suave, de poesía rodada, no de explosiones, sino de miradas y silencios. Fue la primera vez que supe lo que podía ser admirar sin reservas.

Ahora, al enterarme de su muerte, me invade una tristeza dulce, nostálgica. Porque con su partida sentimos que se va una parte de aquello que nos hizo soñar siendo jóvenes. Los ídolos, los héroes, estos que tan pronto parecen inmortales, envejecen, se apagan, se marchan. Y con ellos se van las noches en que todo parecía posible, la magia de creer que lo grandioso puede comenzar con una voz, una canción, una película.

El tiempo es inmisericorde. No pide permiso, ni espera. Y sin darnos cuenta, nos vemos más cerca de esa edad de la que pensábamos, y de los mismos finales que alguna vez sólo existían fuera de nosotros. Pero también, y esto lo quiero creer, el legado de quienes amamos no se apaga. Mientras alguien recuerde su sonrisa, su voz, su estilo, seguirá vivo.

Robert Redford fue más que ese actor de peliculas bélicas, de vaqueros o de historias épicas: fue símbolo de que la elegancia puede ser silenciosa, que el carácter puede implicar ternura, que la protesta no necesita gritar (aunque a veces lo haga), que el cine puede ser testigo del paso del tiempo, de nuestros miedos, de nuestras esperanzas desbordadas.

Hoy lo lloramos, lo recordamos, lo celebramos. Porque de algún modo, aunque se haya ido, su presencia permanece, en mis recuerdos, en las películas, en cada mirada adolescente que alguna vez lo vio y pensó: “Así me gustaría ser también”.

Y me consuela creer que los héroes no mueren del todo. Se convierten en parte del tejido de lo que somos.

Descansa en paz, Butch Cassidy.


Como en aquella última imagen congelada de "Dos hombres y un destino", sales una vez más con la pistola en la mano y la sonrisa en los labios, avanzando hacia la eternidad en un salto que ya no es huida, sino triunfo. El eco de tus disparos seguirá resonando en nuestras memorias, y aunque el polvo del tiempo intente cubrirlo todo, siempre quedará esa estampa inmortal: dos hombres, un destino… y tú, cabalgando hacia la leyenda.

13.9.25

Cuando Lennon soñó en Almería

 El sol de septiembre caía sobre el barrio del Zapillo con una calma inesperada. John Lennon, gafas redondas y gesto ausente, se sentó en la terraza del hostal Delfín Verde con una guitarra española apoyada en las rodillas. No había multitudes, ni gritos, ni prensa. Solo el rumor del mar y un camarero curioso que, al dejarle un vaso de vino blanco, murmuró:


—Aquí nadie le molesta, señor Lennon.

John sonrió, casi con alivio. Rasgó un acorde incierto y dejó que las olas completaran la melodía.

En esos días, Almería era para él un respiro. Por las mañanas rodaba escenas absurdas de How I Won the War en los paisajes desérticos de Tabernas, disfrazado de soldado torpe. Por las tardes, vagaba sin rumbo por las calles estrechas, deteniéndose en los escaparates, probando aceitunas en el mercado, respondiendo en un español improvisado a los saludos de los vecinos. “Buenas tardes”, decía con acento extraño, y la gente sonreía sin saber que frente a ellos estaba un hombre que llenaba estadios.

A principios de octubre se trasladó con Cynthia y Ringo a la finca Santa Isabel, una casa señorial que lo acogió como si fuese un escondite. Allí celebró su vigésimo sexto cumpleaños con una cena improvisada. El mantel se llenó de manchas de vino, alguien sacó una guitarra y Lennon, medio riendo, confesó:

—Tengo una canción que no consigo terminar. Habla de un lugar de mi infancia. Strawberry Fields.

Y entre las palmeras y las buganvillas, la melodía fue tomando forma. Cada acorde parecía impregnado del aire tibio de Almería, del olor a jazmín que entraba por las ventanas abiertas. En un cuaderno desordenado garabateaba frases en inglés, tachaba, volvía a escribir. A veces se quedaba quieto, mirando el cielo nocturno, como si esperara que las estrellas le dictaran el siguiente verso.

Lo vieron pasear por la Rambla, detenerse a escuchar a un guitarrista callejero, comprar un sombrero barato para protegerse del sol. A un niño que se le quedó mirando con descaro le guiñó un ojo y le dijo en voz baja:

—No digas nada, pequeño. Aquí soy solo John.

Semanas después, cuando el rodaje terminó y Lennon abandonó la ciudad, Almería quedó impregnada de esa breve pero intensa presencia. Para muchos fue apenas un rumor, para otros una certeza: un Beatle había buscado refugio en su ciudad y, en ese refugio, había encontrado música.

Hoy, en la Plaza de las Flores, su figura de bronce nos lo devuelve. Lennon aparece sentado, guitarra en mano, como aquella tarde en el Delfín Verde. El visitante puede acercarse, posar junto a él, sentir el frío del metal y, por un instante, imaginar que aquel hombre sigue tarareando los primeros compases de Strawberry Fields Forever.

No es solo una estatua. Es la memoria petrificada de un otoño luminoso en el que la vida, por un instante, fue fácil con los ojos cerrados.

10.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXX): Hasta aquí por ahora, con brasero y sonrisa


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXX)

Hasta aquí por ahora, con brasero y sonrisa

Abril había llegado a Villafresno del Río con una luz suave, casi tímida, como la de un niño que entra descalzo en una habitación donde duermen los mayores. Las mañanas traían ese frescor efímero que sabía a pan tostado, a brasero todavía encendido, a conversación reposada. Los almendros, que se resistían a morir de viejos, salpicaban de blanco las lindes de la carretera, y los vencejos cruzaban el cielo como pensamientos alegres.

En la plaza mayor, bajo el viejo olivo centenario —torcido, pero invicto—, Don Isidro se sentaba en su banco de siempre. Llevaba una boina algo deshilachada, las gafas colgando del cuello, y un bastón que más que ayudar, marcaba el ritmo de su dignidad. A su lado, Mari Pepa desplegaba un abanico estampado con la Virgen de Guadalupe y hablaba con esa cadencia de quien tiene el alma hecha de sobremesas largas.

—¿Sabes qué he soñado esta noche, Isidro? —preguntó ella, abriendo más el abanico como si espantara recuerdos—. Que Villafresno salía en los mapas del tiempo. Que decían: “Hoy, cielos despejados en Villafresno del Río, y posibilidad de abrazo con final feliz”.

—¿Y qué temperatura daban? —dijo Isidro con media sonrisa.

—Veintitrés grados y viento de pueblo que acaricia —respondió ella, sin vacilar.

Rieron. Esa risa entre ellos dos era ya un lenguaje propio. Como el sonido de la campana de la iglesia que daba las horas incluso cuando nadie la escuchaba.

Frédéric apareció por la esquina de la farmacia. Llevaba la cámara colgada del cuello, una libreta llena de garabatos bajo el brazo, y una bufanda que le daba un aire de poeta despistado.

—Buenos días, poetas del banco —saludó con tono ceremonioso.

—Mira, ya llegó el forastero que se nos quedó enredado entre las raíces del olivo —dijo Mari Pepa.

—¿Vas a escribirnos otro capítulo? —preguntó Don Isidro—. ¿O ya nos diste por amortizados?

Frédéric sonrió con la ternura de quien ha sido adoptado sin pedirlo.

—Estoy escribiendo el final de esta parte —dijo—. Pero un final no es más que una esquina desde donde mirar lo que viene.

—Pues apunta esto —dijo Mari Pepa, con aire de musa rural—: En este pueblo las historias no se terminan, se sestean.

Los tres se quedaron en silencio un instante. El tipo de silencio que en Villafresno no es vacío, sino pausa sonora.

En el bar, Nines limpiaba el mostrador con el trapo de siempre, el mismo con el que había recogido lágrimas, cerveza y confidencias durante años. Aquel mediodía no había prisa. Fuera, el sol dibujaba sombras cortas y nítidas. Dentro, la radio sonaba bajita con un bolero antiguo.

Don Cipriano llegó como cada día a la misma hora. Su bastón golpeó el suelo de terrazo como una firma.

—Nines, hija, ponme el vermú y esa alegría que le echas al hielo —dijo.

—Hoy el hielo viene con ganas de bailar, Cipri —respondió ella, con una sonrisa de labios rojos.

Mientras Nines le servía, Don Cipriano echó un vistazo al bar. Las fotos antiguas en la pared. La pizarra con las tapas del día. El reflejo de su copa en el cristal de la vitrina. Todo le parecía parte de un cuadro que no quería terminar nunca.

—¿Sabes lo que estuve pensando anoche? —dijo—. Que si este bar tuviera libro de visitas, habría que ponerlo en verso.

—Y tú firmarías como alcalde emérito y cronista sentimental —le respondió Nines—. Pero yo solo pido que no nos falte salud, brasero y conversación.

—Y sombra, hija. Que en este pueblo, la sombra es un bien común —añadió él, alzando la copa—. A este pueblo, a su alma, a los que se fueron y a los que quedamos. Que nunca se nos apague la risa, ni se nos enfríe el corazón.

A esa hora, las campanas de la iglesia dieron las doce. En el porche de su casa, Frédéric escribía:

"Villafresno del Río: donde el tiempo no corre, acompaña. Donde el calor es argumento, el fresco es anécdota y la gente, novela viva. Aquí aprendí que no todo lo que importa hace ruido, y que un café en la plaza puede cambiar más que mil discursos."

Se detuvo un instante. Desde su rincón, veía a Don Isidro despedirse de Mari Pepa con un leve movimiento de bastón, como si sellara un pacto invisible. Vio a Nines apoyada en la puerta del bar, mirando al horizonte como quien no tiene prisa por llegar. Y vio al propio Don Cipriano ajustándose la chaqueta como si fuera a recibir un premio invisible.

A veces los lugares no son geografía, sino refugio. Villafresno del Río no es solo un punto entre carreteras comarcales y campos de cereal. Es una forma de vivir el tiempo sin pelearse con él. Es un idioma que mezcla el “¿qué tal?” con el “¿te quedas un rato?”. Es esa resistencia callada que tienen los pueblos para sobrevivir a todo, incluso al olvido.

Quizás no saldrá en los telediarios. Quizás nadie lo marque como destino en una guía turística. Pero aquí, bajo este cielo que ya huele a primavera, hay vida. De la buena. De la que no se compra. De la que se brinda.

Epílogo:

Esa noche, tras cerrar las persianas, apagar las luces y guardar el cuaderno, Frédéric volvió a la plaza. La luna llena flotaba sobre el campanario como una lámpara antigua. El olivo parecía dormitar, y todo estaba en calma.

Se sentó en el banco de siempre, con la cámara en el regazo y una manta sobre las rodillas. Grabó un pequeño audio con su voz:

—Esto no es el final. Es un hasta luego con brasero y sonrisa. Gracias, Villafresno.

Guardó el cuaderno, acarició el banco como quien despide a un amigo y caminó hacia su casa.

A la mañana siguiente, en el bar de Nines, encontraron un sobre encima del mostrador. Dentro había una foto en blanco y negro de la plaza, vacía pero viva, y una nota:

“Volveré cuando la sombra pese menos y el brasero se eche de menos. Mientras tanto, seguid contando.”

—Este francés está más extremeño que nosotros —dijo Don Cipriano.

—No es francés. Es de aquí. Ya no hay vuelta atrás —sentenció Mari Pepa, guiñando un ojo.

Y así, como los buenos cuentos, la historia se quedó abierta. Porque hay lugares que no se terminan. Se recuerdan.

9.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXIX): Alfombra roja, moqueta y orejas famosas

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXIX):

Alfombra azul, moqueta y orejas famosas

El día del preestreno en Villafresno del Río amaneció con el cielo despejado, una temperatura infernal y una excitación general que no se veía desde la final de la Eurocopa del 2012. Por la plaza del pueblo no cabía un alfiler ni una cháchara más: todos querían saber si se verían en la película, si se notaba la cicatriz de la tía Benita en plano corto, o si habían cortado la escena en la que el burro de Manolo se tira un cuesco monumental justo delante de la cámara.

La alfombra azul


, como tal, era una moqueta azul oscuro del polideportivo, cortada en tres tiras, pegadas con cinta americana y desplegada desde la entrada de la antigua Casa de la Cultura hasta el bordillo donde empieza la cuesta del callejón del Majuelo. Al principio parecía un camino majestuoso; al rato, con los tacones de las pocas valientes que los llevaban, se convirtió en una trampa de ondulaciones, pliegues y tropezones.

—¡Que la planchéis, leche! —gritaba Don Cipriano, alcalde, productor y maestro de ceremonias—. ¡Que esto parece la colada de los Rolling Stones!

Iba vestido con su mejor traje, que era el mismo que usó en el rodaje pero con la raya del pantalón reforzada a golpe de plancha, y una corbata heredada de su cuñado que tenía pingüinos. Nadie supo por qué.

La entrada del cine improvisado, es decir, la Casa de la Cultura reconvertida, estaba decorada con guirnaldas de Navidad que aún olían a polvorón rancio y luces intermitentes sacadas de los adornos del camión de la cabalgata de Reyes. Había un photocall entrañable, hecho con una sábana blanca sujeta con pinzas, delante de la cual se colocó una lona plastificada con el título de la película: La tierra que calla. A la izquierda, una imagen plastificada del Cristo del ayuntamiento miraba con resignación.

Los vecinos fueron llegando poco a poco, en desfile glorioso:

—Doña Alfonsa, con su bolso de la suerte, sus gafas con cadenita y su perfume “Maderas de Oriente” esparcido generosamente por todo el pasillo.

—Mari Pepa, con una peineta roja, un abanico con lentejuelas y un vestido que había cosido ella misma la noche anterior viendo Pasapalabra.

—Frédéric, el actor francés que decía frases como “el cine es un latido colectivo”, saludando a todos con reverencias exageradas. Al pasar junto a los niños les decía:
—Bonsoir, jeunes artistes.
Y los críos lo miraban como si viniera de otro planeta. Uno preguntó en voz alta:
—¿Este quién es? ¿Un cura nuevo?

—Don Isidro, que llegó tarde porque “estaba en el bar viendo la luz”.
—¿Qué luz, Isidro?
—La del amanecer emocional. Me pilló el carajillo.

Dentro, la sala estaba llena a reventar. Las sillas de plástico no eran iguales, pero estaban ordenadas por colores. Las primeras filas se reservaron para los figurantes principales: los que habían salido más de una vez, los que decían una frase o los que tenían familia que se pensaba que podría salir en la tele.

Cuando la película comenzó, el silencio fue absoluto… durante quince segundos. Después empezaron los comentarios, susurros y exclamaciones que convirtieron la proyección en una especie de partido de fútbol con ovejas y gallinas:

—¡Ahí está la oreja de mi primo Pepe!
—¡Me han cortao! ¡Con lo bien que salía yo sacando la manguera!
—¡Mira, la burra de Manolo! ¡Esa sí que es actriz!
—¿Y tanta gallina pa qué? ¡Si en este pueblo no hay más que cuatro!

La película, sin embargo, emocionó. Sobre todo la escena bajo la lluvia artificial, cuando Doña Alfonsa, en un primer plano, se abrazaba a una figura vestida de negro y soltaba un llanto desgarrador. La lluvia era una manguera perforada con agujas, sostenida por dos chavales en una escalera.

Doña Alfonsa, viéndose a sí misma, empezó a llorar de verdad.

—Ay, madre, si lo llego a saber me traigo pañuelos.

Y le pasó el Kleenex a Mari Pepa, que también tenía los ojos vidriosos:

—Es que te ves ahí… tan tú… y a la vez tan actriz…

Cuando terminaron los créditos —acompañados por la música de la banda municipal tocada con un teclado Casio—, la sala se vino abajo en aplausos, vítores, y algún grito espontáneo de:

—¡Bravo!
—¡Villafresno al Festival de San Sebastián!
—¡Esto hay que llevarlo a Netflix, hombre ya!

Acto seguido, el bar de Nines se convirtió en una especie de coloquio etílico y espontáneo.

—Yo creo que el director exagera el frío ese de las escenas. Aquí nunca hace tanto… —decía Nines mientras servía chatos de vino.

—A mí me ha faltado la sartén voladora. Lo digo —intervino el marido de Mari Pepa—. Si no salía, no era Villafresno.

—La burra de Manolo… eso sí que es talento natural —añadió alguien al fondo—. Ni se despeinó en toda la toma.

Frédéric, ya con la camisa medio fuera del pantalón y una copa en la mano, se puso de pie en una silla:

—¡Mes amis! Esta película es un canto a la tierra. A vuestra tierra. Y a vosotros. A vuestra nobleza rural. Vuestro silencio... dice más que mil guiones.

—¡Y tú di que sí! —gritó Don Cipriano desde la barra—. Y si no la nominan a los Goya, me encargo yo de hacer un remake con el móvil. Pero en vertical.

—Y con más burros —añadió Doña Alfonsa—, que se han quedado cortos.

La noche terminó entre brindis, abrazos y la propuesta de crear un Festival de Cine Rural de Villafresno, con sede en la Casa de la Cultura, proyecciones en el frontón, y talleres de interpretación para mayores de 60.

Y en medio de todo ese jolgorio, alguien gritó:

—¡El próximo año hacemos una serie! ¡Con capítulos! ¡Y salgo yo de alcalde!

—¡Y yo de alienígena! —dijo Isidro—, ¡que tengo una careta de Halloween en casa!

Porque, en Villafresno, el cine no es solo un arte. Es un milagro posible con moqueta de polideportivo, burros con carisma y un pueblo entero dispuesto a aplaudirse a sí mismo.

8.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVIII): Luces, cámara… ¡empanada!


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVIII): Luces, cámara… ¡empanada!

Todo empezó con un cartel pegado a la puerta del ayuntamiento, escrito en tipografía de casting profesional y entusiasmo mal disimulado:


🎬 SE BUSCAN EXTRAS
Para largometraje nacional con actores conocidos.
Gente con rostro interesante (y papeles en regla).
Se valoran bigotes, arrugas con historia y saber caminar por caminos de tierra.


Lo vieron al mismo tiempo Don Isidro, Frédéric y Nines. Se miraron como quien descubre que el apocalipsis va a ser televisado y encima con merienda.

—Esto es señal de algo —dijo Frédéric, con solemnidad mística—. El destino quiere que nos inmortalicemos.

—¿Extras? A mí eso me suena a trabajo de figurante sin frase —refunfuñó Don Isidro—. Y si no se habla, ¿para qué ir?

—Para salir en los créditos y que te reconozcan en la carnicería, Isidro —le soltó Nines—. Además, dicen que pagan dieta.

Don Cipriano confirmó la noticia durante su habitual ronda de vino blanco matutina en el bar:

—Van a rodar aquí una película de época. Se llama La tierra que calla.
Sale uno que estuvo en una serie de médicos —el del flequillo— y otra que hizo de monja psicópata en Netflix.
El director es moderno, pero majete. Le gusta el queso de oveja.

El pueblo se revolucionó.

Doña Alfonsa fue la primera en apuntarse, alegando con firmeza:

—Tengo una cara muy de posguerra. Y no necesito maquillaje.
Mari Pepa se apuntó por acompañarla, pero advirtió:

—Yo salgo, pero que me peinen bien. No voy a quedar como una loca del visillo en pantalla grande.

Frédéric, por su parte, presentó su candidatura de forma artística:

—Figurante emocional disponible para rodajes con mensaje. Dominio de miradas intensas y silencios expresivos.

Al llegar el equipo técnico, con gafas de sol, walkie-talkies y gorras negras con palabras en inglés como "crew" y "focus", el desconcierto fue inmediato.

—¿Dónde está el punto de control de producción? —preguntó un técnico, con acento de Madrid capital.

—¿Si te refieres al bar, está ahí —respondió Nines, sin inmutarse—. La máquina de tabaco también está operativa.

El director eligió como escenario principal la era vieja, la calle del cementerio y una casa con las paredes desconchadas donde vivió la tía Eustolia, por su “estética melancólica y un potencial narrativo que te mueres”.

A Don Isidro le tocó caminar solo por la calle, con aire de hombre abatido.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó escéptico.

—Como si fueras tú mismo —le dijo el ayudante de dirección.

Clavó la escena en la primera toma.
Le aplaudieron.

A Mari Nieves le pusieron un vestido negro de viuda y un cántaro de barro.

—Esto pesa más que mi cuñada —murmuró.

A Julián, el de la gasolinera, le tocó hacer de carabinero mudo. Se le olvidaba que no podía hablar y soltaba frases como “¡Tira pa’ dentro, Antonia!” en medio del plano. Hubo que repetir varias veces.

Frédéric apareció vestido con camisa remendada, gorra republicana y mirada intensa.

—¿Nombre del personaje? —le preguntaron.

—Soy un testigo de la injusticia. Un alma exiliada.

El director se lo quedó mirando con admiración.

—Me encanta tu aura. No hables. Solo observa el horizonte como si recordaras a alguien que perdiste.

Y eso hizo, durante dos días. Se sentó en un poyo mirando al infinito, sin pestañear. Lo confundieron con un personaje clave. Él no desmintió nada. Incluso pidió una silla con su nombre.

El caos total llegó con la escena del mercado. Había figurantes, burros, gallinas, ruido y hasta una cabra en celo que se encariñó con la actriz principal.

Y entonces, Don Cipriano, en plena grabación, apareció en plano con su carpeta de siempre, repartiendo octavillas:

—¡Se vota en octubre, votad con memoria! ¡Ni un paso atrás, ni en el metacrilato!

El ayudante de producción gritó:

—¡Corten, corten! ¿Quién es ese señor?

—Ese señor es el alcalde —respondió Nines desde la barra.

—¿Y por qué reparte panfletos?

—Porque es más fuerte que él. Y además, siempre ha sabido improvisar.

Tuvieron que repetir la toma seis veces.

Nines, convertida en proveedora no oficial de catering, servía cafés al equipo y soltaba opiniones como:

—Esa actriz es muy mona, pero necesita más solomillo en las mejillas, está muy pálida.

El último día rodaron una escena nocturna con lluvia artificial. Los aspersores funcionaban con agua del pozo, lo que añadió realismo y gastroenteritis.

Mari Pepa se echó a reír sin control cuando la actriz principal, empapada, gritó: “¡Padre, me llevan al monte!”.
Doña Alfonsa improvisó un llanto tan desgarrador que el director murmuró, entre lágrimas:

—Esa señora tiene más verdad que toda mi filmografía junta.
¿Quién es?

—La portera de la iglesia —respondió Frédéric—. Pero con alma de protagonista.

Al acabar, hubo cena en el bar. Ensaladilla, filetes empanaos y melón con moscas. El equipo regaló camisetas con el lema:
"Yo lloré en La tierra que calla".

Hubo brindis, lágrimas, selfies.

Frédéric subió a una silla y dijo emocionado:

—Villafresno no solo es paisaje. Es personaje. Es fotograma y es pulso.
Es tierra que grita, pero con cariño.

Don Isidro levantó su copa de vino y añadió:

—Y si esto lo nominan a los Goya… yo voy en alpargatas, pero con mi señora cogida del brazo.

Y todos aplaudieron. Incluso el director.

A la semana siguiente, en la peluquería, se comentaba que había rumores de una serie.
Doña Alfonsa ya se estaba dejando el pelo blanco “por si hacían de nuevo posguerra”.