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27.2.09

Manuel.N


Hace ya tiempo que no veo a Manuel, pensaba el otro día mientras recorría, como cada mañana, las calles silenciosas que bordean el río Albarregas. Era habitual encontrarlo sentado, casi con puntualidad de reloj de sol, en el banco junto a la puerta de su casa, no muy lejos del viejo acueducto de los Milagros, que se alza sereno y ajeno al paso del tiempo.

Allí esperaba, con la paciencia aprendida en los inviernos largos, al cartero que siempre llegaba con alguna carta del banco Santander.
—¿Me escribe hoy mi “amigo” Botín? , me preguntaba con una sonrisa leve y cansada, rota a veces por la tos persistente que le dejaban sus pulmones castigados. Era una broma que repetía a menudo, casi como un ritual. Y yo le seguía el juego, como quien no quiere romper la liturgia de la costumbre.

A veces imaginaba que no estaba, que tal vez habría viajado a Mallorca con ese hijo suyo, huyendo del frío de "mataperros" que hiela hasta el alma. Pero lo cierto es que, cuando volvía a verlo en su banco de siempre, lo que más le escuchaba quejarse era del calor abrasador del verano.
—Date prisa y termina pronto, que se te va a derretir el casco en la cabeza ,me decía entre risas mientras me ofrecía un vaso de agua o algo fresco que casi siempre declinaba, con la prisa de quien lleva la moto llena de entregas, pero con un agradecimiento sincero.

Fueron pasando los días. Muchos. Y la puerta de su casa permanecía cerrada, silenciosa, con el buzón tragando cartas sin leer. Yo dejaba ahí, cada mañana, una más de su "amigo" Botín. Pero algo dentro de mí empezaba a sospechar lo que no quería nombrar.

Hasta que hoy, al fin, vi la puerta entreabierta. Sentí un vuelco. Pero el banco estaba vacío.

Me acerqué con ese paso inseguro de quien teme confirmar lo que ya intuía. Y entonces salió su mujer. Vestida de negro riguroso, con el rostro hundido en lágrimas y dignidad, me miró y, con voz temblorosa, me dijo:
—Mi marido ya no hablará más contigo.

Y no sé por qué, pero lo supe antes de que terminara la frase. Lo supe sin necesidad de escucharla entera. El silencio de aquellas mañanas había tenido un sentido.

Hoy, como tantos otros días, dejé otra carta de Botín en su buzón. Una más. Una que ya nadie abrirá.

Botín no sabe , y nunca sabrá,  que Manuel se marchó para siempre un 9 de febrero.
Pero yo sí. Yo lo sabré cada vez que pase por ese banco vacío, donde ya no me esperan sonrisas, ni bromas, ni vasos de agua.
Solo el eco suave de una vida sencilla que, sin hacer ruido, dejó un hueco enorme en las rutinas de un barrio cualquiera.

6 comentarios:

Gema dijo...

Vaya, lo siento

Unknown dijo...

Me alegro mucho de que finalmente te hayas decidido a escribir esto.

Belén dijo...

Buf... texto triste...

Besicos

Calle Quimera dijo...

Yo no conocía a ese anciano, Alberto, pero lo siento... Lo siento porque lo sientes tú. Se termina profesando afecto por estas personas, ¿verdad...?, y cuando se van terminan dejando un vacío que no podemos explicarnos muy bien, pero que está ahí.

Un abrazo muy grande, es lo único que te puedo dejar, porque nunca hay consuelo para estas cosas.

Cristina Poulain dijo...

muy bonito

LlunA dijo...

Ley de vida, verdad?? duele y cuesta hacerse a la idea....pero que buenos momentos mientras hay vida, verdad?