
Hace unos días, viendo un episodio del programa Callejeros en la cadena Cuatro, me volví a topar con uno de esos temas que, a pesar del tiempo, siguen despertando en mí una mezcla de curiosidad, escepticismo y una punzada de fascinación infantil: los OVNIs. El formato, tan popular hoy en día, consiste en ir con una cámara en ristre preguntando a la gente de la calle sobre cuestiones diversas, generalmente temas que afectan a los barrios obreros, las ciudades dormitorio, o lugares donde la vida cotidiana parece estar más pegada al suelo que al cielo. Aunque, en este caso, el cielo —o lo que podría haber más allá de él— era precisamente el protagonista.
La temática del programa era esa: los objetos voladores no identificados. Esos “cacharrejos”, como los llamaba mi abuelo, que supuestamente vienen de otros mundos o galaxias, con formas extrañas, luces intermitentes, colores imposibles y movimientos que desafían las leyes de la física. A pesar de todas las variantes modernas, el clásico platillo volante sigue siendo el icono dominante en los testimonios que, curiosamente, se siguen acumulando en todos los rincones del mundo.
Los testimonios recogidos en el programa eran de lo más pintoresco: desde personas visiblemente desequilibradas —hoy amablemente rebautizadas como frikis— hasta otros que contaban, con una seriedad conmovedora, lo que habían visto una noche cualquiera, buscando sin éxito una explicación lógica que nunca llegó. Y no voy a negarlo: el tema de los OVNIs siempre me ha apasionado. Mis primeras lecturas “serias” fueron libros de J. J. Benítez, que todavía ocupan un rincón entrañable en mi modesta biblioteca. Aquellos tomos, llenos de crónicas de encuentros, aterrizajes, luces imposibles y seres humanoides de mirada triste, alimentaron durante años mi afán por mirar al cielo durante las noches de verano. Pero la verdad es que jamás vi nada que no tuviera una explicación racional. Y así, poco a poco, mi fe en esos aparatos extraños fue perdiendo fuerza, aunque todavía —cuando conduzco de noche por una carretera secundaria— me descubro deseando que algo irrumpa en el horizonte y me saque de la rutina de lo tangible.
Sin embargo, hay dos historias que escuché con mis propios oídos, contadas por los protagonistas, que siguen dándome qué pensar. Dos testimonios reales, sin artificios ni ansias de protagonismo, que ni siquiera los propios implicados han logrado explicar años después. Uno de ellos, lamentablemente, ya no está entre nosotros. Pero el otro sí, y es precisamente el que quiero contar hoy.
Corría el año 1992, yo tenía 19 años y trabajaba por primera vez de manera remunerada como dependiente en una zapatería. Entre mis compañeros de entonces estaba Juan José, un hombre que rondaría los cuarenta y que destacaba por su carácter reservado, casi tímido, aunque con un poso de sabiduría serena. No recuerdo bien cómo surgió el tema —tal vez fue una conversación trivial sobre el espacio o alguna noticia absurda en la radio—, pero alguien comentó:
—¿No te ha contado Juanjo su experiencia con los OVNIs?
Yo, naturalmente, negué con la cabeza y me giré hacia él con curiosidad. Él, visiblemente molesto, le reprochó al compañero haber sacado el tema.
—Eso no se cuenta así como así —dijo con seriedad—. Ya bastante cachondeo tuve...
Le insistí, dejando claro que no buscaba reírme ni burlarme. Que de verdad me interesaba. Finalmente, tras un largo silencio y una mirada que parecía medir si era digno de escuchar lo que iba a narrar, aceptó compartir lo ocurrido.
Todo sucedió una noche cualquiera, a finales de los años ochenta, en la carretera secundaria que une Mirandilla con Mérida. Volvían él y su mujer del pueblo de ésta, tras una cena familiar. La luna estaba alta, redonda como un ojo vigilante, y la noche despejada permitía distinguir con nitidez los campos que flanqueaban la estrecha carretera comarcal. Conducía su mujer, pues él nunca había sacado el carné.
Apenas llevaban un par de kilómetros recorridos cuando, al tomar una curva suave, divisaron a lo lejos un bulto oscuro en mitad del asfalto. Al principio pensaron que era un camión parado sin luces. Pero a medida que se acercaban, Juan José sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. Aquello no era un camión. Ni un tractor. Ni ninguna maquinaria agrícola. Era una esfera, enorme, que ocupaba todo el ancho de la carretera. Un artefacto de unos cinco metros de altura, sin ventanas, sin marcas, sin aberturas visibles. Su superficie era de un color naranja intenso, como el de una bombona de butano, pero con un brillo leve, casi hipnótico. Y lo más inquietante: flotaba a un metro del suelo, completamente inmóvil.
Ateridos, detuvieron el coche a unos 25 metros del objeto. En ese instante, sin emitir sonido alguno, la esfera se deslizó lateralmente hacia un lado de la carretera, con una suavidad antinatural y una rapidez que no parecía de este mundo. Se quedó allí, a unos 30 metros del arcén, como si esperara... o como si observara.
El miedo se apoderó de ellos. No había cobertura (los móviles aún eran cosa de películas), ni tráfico, ni casas cercanas. Nada. Solo ellos, la noche, y aquello. Cuando lograron calmarse mínimamente, decidieron avanzar, con la esperanza de alcanzar la carretera nacional, donde quizá habría más tránsito y algo de seguridad.
Pero cuando el coche pasó junto al artefacto, este comenzó a moverse a su lado, manteniendo una distancia fija y replicando exactamente su velocidad. Si ellos aceleraban, él también. Si frenaban, lo hacía. Incluso una parada que hicieron, en medio del pánico, fue imitada por el objeto. El trayecto duró cinco o seis minutos eternos. Juan José lo describió como una de las experiencias más aterradoras y extrañas de su vida.
Finalmente, cuando vislumbraron las luces del cruce con la antigua carretera nacional, el objeto —como si supiera que su tiempo había terminado— se elevó lentamente, hizo un giro en el aire y salió disparado hacia el cielo en línea recta, a una velocidad que desafiaba toda lógica. En cuestión de segundos, desapareció.
Siguieron el resto del camino en completo silencio. Cuando llegaron a Mérida, se miraron y supieron que lo que habían vivido no era fruto de la imaginación ni de una alucinación compartida. Lo habían visto. Lo habían sentido.
¿Explicación? Nadie la tiene. ¿Un prototipo militar? ¿Un fenómeno atmosférico? ¿Una aparición colectiva? O quizá, solo quizá, algo más allá de lo que alcanzamos a entender.
Han pasado más de veinte años desde que Juan José me relató esa historia. A día de hoy, no creo que haya cambiado una sola coma de su versión. Y eso, al menos para mí, tiene más valor que cualquier informe oficial.
No sé si los OVNIs existen o no. Pero sí sé que hay misterios que resisten el paso del tiempo, y testimonios que, aun sin pruebas tangibles, dejan una huella indeleble. Y también sé que no todas las respuestas están en los libros. Algunas, simplemente, siguen flotando ahí fuera, como aquella esfera naranja, silenciosa, observando, esperando quizá volver.
4 comentarios:
Uf,,yo tambien creo bastante en estas cosas,pero he de decirte que lo que le paso a tu compañero por aquel entonces es acojonante,,vamos que ami aun me duraria el susto.
Yo tambien tengo una historia parecida de un familiar,y evidentemente tampoco iba a sacar nada contando mentiras,esto le sucedio a el en un pequeño pueblo,mas bien que pueblo digamos que era como una aldea,en el que pues ya sabes todos tienen sus terrenito y cultivan lo necesario para vivir,pues bueno el vio algo similar pero a plena luz del dia estando en u pequeño huerto y penso que era por el calor sofocante que hacia ese dia pero se acerco y vio que no eran imaginaciones,lo tacharon de loco y hasta lo quisieron echar de aquella aldea,hace ya algun tiempo que murio,y siempre decia que a por el no vendrian los angeles del cielo,si no que se elevaria en un platillo,,,aajaja...te hago llegar este beso haya donde te encuentres,Pedro.
Muhas gracias por compartir esa historia que tenias guardada.
un beso.
Me encanta el tema ovni.He oído un montón de historias y la verdad es que hay muchas que no tienen explicación.Desde mundos paralelos pasando por intraterrestres o alemanes pilotando esas "cosas".Yo si creo. Salud¡¡¡¡
Jejejje, las maravillosas historias de ovnis son geniales, me encantan
saludos y salud
Por pura lógica, a tenor de la cantidad de planetas que debe de haber en el Universo, no creo que el nuestro sea el único habitado, debe de haber innumerables más, pero de ahí a pensar que nos visiten..
Lo que sí es cierto es que testimonios como los de personas de este tipo, que no buscan publicidad ni su minuto de gloria, hacen pensar que quizás sí que alguno de por ahí arriba ha encontrado el camino a la Tierra...
Besos.
Publicar un comentario