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20.2.16

La luz prodigiosa

  Diez años pueden ser un océano de tiempo.
Una eternidad o un suspiro, según desde dónde se mire. Los años, esas unidades de medida que llevamos a cuestas, como si fueran una advertencia permanente, pero que en realidad no perdonan jamás. No se detienen. No esperan. Son esas dimensiones a veces invisibles, otras palpables, que se marcan con tinta en los calendarios y que nos gustaría poder detener en ciertos momentos o hacer volar cuando el alma pesa. Quisiéramos que esa luz que marca el paso del tiempo fuese prodigiosa, capaz de alargar los instantes felices y borrar los amargos.

A veces, un día cualquiera, cuando vuelves del trabajo, te quitas los zapatos, te sirves algo, te sientas en el sofá… y entonces llega, sin avisar, ese pensamiento punzante: el tiempo. Su paso implacable. Su manera de reírse de nuestras agendas y nuestras certezas. El tiempo ,a veces con muy mala follá, como decimos por aquí, nos hace creer que lo tenemos dominado, como si pudiéramos congelarlo en una fotografía, en una canción, en una tarde perfecta. Pensamos que ciertos momentos son eternos, que ciertas personas lo serán. Pero el tiempo, testarudo, nos demuestra lo contrario. Siempre se escapa, como un pez entre las manos, como un trozo de jabón que se desgasta con cada uso, con cada día.

Y un buen día, sin apenas darte cuenta, miras a tu alrededor y ves que todo ha cambiado. Que todos han cambiado. Que esa persona que cruzaba contigo la calle a la misma hora ya no tiene el mismo paso ni la misma mirada. Que al camarero que te servía el café con una sonrisa ágil ahora le cuesta más moverse y hasta su voz suena distinta, más cansada. El pelo de muchos se ha cubierto de escarcha. Y tú, que sigues ahí, percibes con claridad que el calendario también te ha dejado sus marcas.

El tiempo ,ese hijo de puta, permítaseme la expresión, también nos arrebata. Nos obliga a despedirnos de quienes creíamos eternos. Nos rompe, nos pone a prueba. Pero al mismo tiempo, nos enseña. Nos moldea. Nos hace más sabios, o al menos más conscientes. A veces más cautos, a veces más temerarios, porque confundimos la experiencia con invulnerabilidad. Y de pronto, en medio de todo, aparece esa luz. Esa luz prodigiosa. Un destello que te recuerda que sigues aquí, que has vivido, que incluso en la rutina más simple, ver anochecer desde tu sofá, escuchar una canción vieja, escribir unas líneas, hay aprendizaje. Hay vida.

Diez años de blog. En breve. Y más de tres en dique seco. Silencio largo, necesario tal vez. Hoy regreso con esta entrada, con el deseo de retomar la costumbre de volcar en palabras lo que me venga en gana, sin más pretensión que la de crear un pequeño refugio en este rincón virtual que es mío. Dicen que las redes sociales mataron a los blogs. No lo creo. Son simplemente lenguajes distintos. Lo inmediato frente a lo pausado. El trino fugaz frente al párrafo reflexivo. Me alegra ver que algunos de aquellos compañeros de viaje en la vieja blogosfera siguen ahí, escribiendo con la misma constancia y entusiasmo de entonces. Resisten. Resistimos.

Este regreso, de momento, es una edición limitada. Un tanteo. Una prueba de hasta dónde me llevan las ganas de volver a este olvidado hábito. Veremos si la llama se mantiene o si solo ha sido el brillo fugaz de esa luz prodigiosa.

Hoy ya no me importan tanto los vientos como hace diez años. Ahora importa más el ser y el estar. Que soplen como quieran. Yo ya aprendí a resguardarme. Y si me tumban, al menos sabré cómo volver a levantarme. O cómo escribirlo.

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