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16.7.25

Waldo de los Ríos

 ¿Quién no se acuerda de la inolvidable melodía de Curro Jiménez, esa que nos trasladaba, en apenas unos compases, a los caminos polvorientos de Sierra Morena, entre trabucos, caballos y un aire de rebeldía romántica que olía a libertad? ¿O de aquel vibrante Himno a la alegría que Miguel Ríos llevó desde la radio, a la televisión, hasta los cines, los tocadiscos y las gargantas de una España que empezaba a soñar con abrir ventanas? Era Beethoven, sí, pero con arreglos, una orquesta sinfónica, una guitarra eléctrica de fondo y el pulso acelerado de una generación entera. Son músicas que no solo suenan, sino que marcan época, que se adhieren a la memoria como el eco de algo más profundo: una forma de ser, de sentir, incluso de resistir. Esas melodías, más allá de su belleza, se convirtieron en símbolos.

Durante años, el nombre de Waldo de los Ríos resonó en mi memoria como una melodía lejana, como esas canciones que uno ha escuchado muchas veces sin saber de quién son, sin detenerse a pensar en el rostro que se esconde tras los arreglos. Lo oí nombrar en conversaciones dispersas, en programas de televisión, y siempre con una mezcla de asombro y pesar. Sabía, sí, de su trágica y algo misteriosa muerte, ocurrida en 1977, cuando decidió poner fin a su vida en un Madrid que ya no parecía escucharle. Sabía también de su talento precoz, de su capacidad casi alquímica para transformar la música clásica en un puente hacia el gran público. Pero confieso que, hasta ver el documental Waldo (2024), no había profundizado en su figura. Y ahora que lo he hecho, siento que he rescatado del olvido a un hombre que nunca debió haberse perdido.

El documental, dirigido con una delicadeza que evita el sensacionalismo y apuesta por la reconstrucción paciente, nos revela a Waldo como un personaje poliédrico: niño prodigio, exiliado precoz, artífice de éxitos internacionales, alma atormentada por la exigencia estética y el peso del silencio. Su vida es un collage de luces y sombras, de orquestas y hoteles grises, de aplausos ensordecedores y madrugadas solitarias. La película sabe explorar con finura esa dualidad sin forzar el drama, dejando que sea la música, la suya, la que hable cuando las palabras resultan insuficientes.

A través de imágenes de archivo, entrevistas y recreaciones sonoras de sus arreglos más célebres, aquellas versiones de Beethoven o Mozart que supieron entrar en la casa de la gente sin traicionar su esencia, "Waldo" no sólo reconstruye una biografía; construye también una emoción. La de quienes alguna vez sintieron que el arte podía ser una forma de consuelo, una tregua, una patria móvil.

Hay algo profundamente nostálgico en el visionado de este documental, y no sólo por el aire setentero de muchas de sus imágenes, sino porque nos habla de una época, y de un tipo de artista, que parecen haber desaparecido: creadores que no hacían concesiones, que se desvivían por encontrar una armonía imposible entre lo popular y lo elevado, entre lo comercial y lo trascendente.

Al terminar "Waldo", uno no puede evitar preguntarse cómo es posible que una figura así haya sido relegada durante tanto tiempo a un rincón discreto de la memoria colectiva. Y al mismo tiempo, uno comprende que su historia, aunque trágica, no ha terminado. Porque cada vez que su música vuelve a sonar, ya sea en un vinilo polvoriento o en un documental como este, Waldo de los Ríos vuelve a la vida. Y con él, ese viejo anhelo de belleza que, aunque nos cueste admitirlo, sigue latiendo bajo la superficie del presente.


30.6.25

Antoni Benaiges: el maestro que prometió el mar y encontró la muerte


Decía Walter Benjamin que todo documento de civilización es también un documento de barbarie. Y a veces, una promesa sencilla, como la de llevar a unos niños a ver el mar por primera vez, basta para contener en sí misma las dos cosas: la esperanza más luminosa y la violencia más atroz.
La historia de Antoni Benaiges es eso. Una historia mínima, íntima, frágil, que termina por volverse universal. Un relato sobre un maestro que enseñó a soñar y a preguntar, y que por eso fue arrancado de la vida.


Corría el invierno de 1936 cuando Benaiges, un joven maestro catalán destinado a un recóndito pueblo de Burgos, hizo una promesa que cambiaría para siempre la memoria de una comunidad: llevaría a sus alumnos a ver el mar. Ellos, niños y niñas de familias campesinas, jamás habían salido de Bañuelos de Bureba, un rincón de la comarca donde el progreso llegaba con siglos de retraso. No había carreteras, ni agua corriente, ni luz eléctrica. Pero había una escuela. Y allí llegó Antoni, con una imprenta, un gramófono, y una forma de enseñar que desafiaba todo lo establecido.

Antoni Benaiges había nacido en 1903 en Mont-roig del Camp, Tarragona. Sabía lo que era el trabajo del campo y conocía las heridas abiertas por la desigualdad. Pero eligió la palabra como herramienta, y se formó en la Escuela Normal de Barcelona, donde fue impregnándose del aire nuevo que traía la pedagogía moderna.

Cuando en 1934 llegó destinado a Bañuelos, venía de haber conocido las técnicas del pedagogo francés Célestin Freinet, defensor de una enseñanza basada en la libre expresión, la cooperación y el pensamiento crítico. En vez de repetir de memoria, los niños escribirían sus propios textos; en vez de callar, debatirían en asamblea; en vez de copiar, imprimirían sus vivencias. En su escuela no se recitaban dogmas, se formulaban preguntas. Y eso, en un país que apenas estaba aprendiendo a caminar hacia la democracia, fue un acto revolucionario.

Con su alumnado, poco más de una docena de chicos y chicas,  creó un pequeño periódico escolar. En él contaban su día a día, sus inquietudes, sus dudas: desde cómo murió el burro del vecino hasta quién era la persona más rica del pueblo. Intercambiaban sus cuadernos con otras escuelas. Se sentían escuchados. Aprendían a pensar.

Y entonces llegó la promesa: "Este verano os llevaré a ver el mar".

Ese deseo se convirtió en un ejercicio colectivo. Cada alumno escribió lo que creía que era el mar. La mayoría no lo había visto nunca. Lo imaginaban inmenso, cálido, peligroso. El mar, la visión de unos niños que no lo han visto nunca fue el título del cuaderno que imprimieron entre todos. Aquel texto, rudimentario y puro, es hoy uno de los testimonios pedagógicos más conmovedores de la historia reciente de España.

Lucía, una de las alumnas, escribió con temor: “El maestro dice que iremos a bañarnos. Yo digo que no voy a ir porque tengo miedo de ahogarme”.
Severino imaginaba algo sin medida: “En el mar habrá más agua que toda la tierra que yo he visto”.
Natividad pensaba en las orillas: “En las orillas debe ser piedra, porque si no se lo tenía que llevar”.

Lo que estaban haciendo no era solo escribir. Estaban soñando el mundo, poniéndole palabras a lo desconocido, construyendo ciudadanía desde la escuela rural más humilde. Pero en el horizonte ya se escuchaban los tambores del odio.

El problema no fue la imprenta. Ni siquiera la promesa del mar. El problema fue que los niños empezaron a hacer preguntas. Preguntas que incomodaban. ¿Por qué unos tienen más que otros? ¿Por qué algunos pasan hambre? ¿Quién decide que un pueblo viva sin luz?

Y esas preguntas, en un lugar dominado por el caciquismo y la tradición católica más cerrada, eran dinamita. La figura del maestro pronto generó rechazo entre algunos vecinos poderosos. Lo primero que hizo al llegar fue pintar la escuela y retirar el crucifijo de la pared. Para muchos, ese gesto fue un escándalo. Para él, era un símbolo: la escuela debía ser laica, abierta, libre.

Cuando en julio de 1936 se produjo el golpe de Estado franquista, Benaiges fue detenido. Lo torturaron, lo ejecutaron y lo arrojaron a una fosa común en La Pedraja, junto a decenas de otros asesinados. Tenía solo 33 años. Su alumnado nunca vio el mar.

Décadas después, en 2010, el documentalista Sergi Bernal llegó por azar a esa historia. Estaba documentando la exhumación de la fosa de La Pedraja cuando un vecino de Bañuelos se le acercó y le dijo: “Ahí está enterrado el maestro de mi pueblo. Se llamaba Antoni Benaiges. Prometió llevar a los niños al mar”.
La frase lo desarmó. Y desde entonces, Bernal no ha dejado de investigar, de reconstruir su vida, de contarla. Junto con Francesc Escribano, Francisco Ferrándiz y Queralt Solé, publicaron el libro Antoni Benaiges. El maestro que prometió el mar.

También viajó a México, donde muchos maestros republicanos exiliados continuaron su labor. Allí, en la Escuela Experimental Freinet de Veracruz, aún hoy se recuerda a Benaiges como símbolo de pedagogía emancipadora. El documental El Retratista, dirigido junto a Alberto Bougleux, es el testimonio visual de esa recuperación de memoria. Una memoria que no solo homenajea a un maestro, sino que enfrenta los discursos de odio que aún hoy amenazan la libertad de pensamiento.

Benaiges no murió solo por ser maestro. Murió por lo que representaba: un Estado republicano, laico, moderno. Murió porque enseñaba a pensar, a expresarse, a imaginar un futuro distinto. Su nombre fue borrado de los registros con desprecio: “antipatriótico, antisocial, indeseable”. Pero su legado ha sobrevivido al silencio y a la tierra.

Hoy, los cuadernos que imprimieron sus alumnos están amarillentos, conservados en cajas de cartón por su familia. Pero laten con una fuerza que atraviesa el tiempo. Son cuadernos de infancia, sí, pero también de resistencia.

Antoni Benaiges no es solo una figura del pasado. Es un espejo que nos devuelve la imagen de lo que fuimos capaces de soñar, y de lo que algunos temieron tanto que decidieron destruirlo.

Su historia duele. Porque sabemos que no fue el único. Porque fueron muchos los maestros y maestras fusilados por enseñar. Pero también emociona. Porque cada vez que alguien pronuncia su nombre, la promesa vuelve a la vida.

Y aunque sus alumnos nunca llegaron a ver el mar, el mar sigue ahí, inmenso como la memoria, profundo como la dignidad. Aquel maestro, al final, nos lo enseñó a todos.