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30.6.20
África de las Heras
África de las Heras nació en el seno de una familia acomodada en Ceuta en 1909. Combatió en la Guerra Civil y fue guerrillera tras las lineas alemana en Ucrania durante la Segunda Guerra Mundial. También colaboró en el complot para asesinar a Trotsky que ejecutó su amigo Ramón Mercader.
A partir de 1946, África comenzó a trabajar activamente para el NKVD, posteriormente el KGB, durante la Guerra Fría. Primero en París, y luego en Montevideo, se convirtió en la más importante agente soviética en América Latina. Su nombre en clave era "Patria".
En París conoció al escritor uruguayo Felisberto Hernández, uno de los más brillantes autores de cuentos del siglo XX. Felisberto y María Luisa, como entonces se hacía llamar, se casaron en Montevideo. Felisberto era un anticomunista convencido. La pantalla perfecta de "Patria".
A pesar de su notoria militancia anticomunista, Felisberto nunca sospechó de las actividades de su mujer. La dedicó uno de sus cuentos más conocidos, "Las hortensias". Murió sin saber que había servido de tapadera a la mayor agente del KGB en América Latina.
África de las Heras terminó sus días en Moscú como instructora de nuevos agentes. Fue condecorada con la Orden de Lenin y considerada una heroína de la URSS. Alcanzó el rango de coronel del KGB. En la novela "El hombre que amaba a los perros", Leonardo Padura recrea su vida. Falleció en 1988. Fue enterrada con honores militares en el cementerio Jovanskoie de Moscú, en cuya lápida se puede leer la palabra "Patria" en Español junto a un texto en Ruso en el que pone "Coronel África de las Heras 1909-1988".
1.5.20
Abdesalam Ben Arrabat
La fábula relata la historia de los tejidos que se elaboraban en esta villa, y que gozaron de gran fama tanto en la corte musulmana de Córdoba como en las de Málaga y Granada. El color carmín con que teñían las telas causaba auténtica admiración, por su brillo y viveza inusitados.
El artífice de esta maravilla era Abdesalam Ben Arrabat, tintorero y alquimista consumado, conocedor de todos los tintes y secretos de la época. Su pigmento mágico lo extraía de un insecto llamado “qármaz”, en realidad la cochinilla Hermes ilicia, que se posaba en las coscojas de pinos, encinas y alerces.
El secreto permaneció celosamente guardado hasta que, para desgracia de su linaje, uno de sus hijos reveló la fórmula: cochinilla, ácido sulfúrico y ácido nítrico, destilados con agua del río Genal.
24.4.20
Castillo de Feria
1.3.18
Berlín 1933. El incendio del Reichstag
Soy de los que en ocasiones se detienen a pensar quién puede ser el verdadero beneficiado cuando ocurre una desgracia de grandes proporciones. Y es que sucede con demasiada frecuencia: incendios forestales, conflictos bélicos en países subdesarrollados, brotes de virus o pandemias… Siempre hay alguien que sale ganando, a costa del sufrimiento ajeno.
El otro día hojeaba un libro sobre los orígenes, auge y caída del nazismo en Alemania y, cómo no, en sus páginas se relata el célebre incendio del Reichstag, la sede del parlamento alemán, ocurrido el 28 de febrero de 1933. En aquel momento, Adolf Hitler apenas llevaba un mes en el poder, elegido democráticamente por el pueblo alemán.
Según la versión oficial, un albañil comunista desempleado fue el responsable de prender fuego al edificio. Sin embargo, esta tragedia se convirtió en el pretexto perfecto para que el flamante canciller suspendiera todos los derechos civiles y, en un abrir y cerrar de ojos, hiciera caso omiso a la constitución.
Ese mismo día, cuando aún humeaban las ruinas del Reichstag, Hitler promulgaba un decreto que suspendía libertades fundamentales como la de expresión, reunión y prensa, y que permitía encarcelar sin juicio previo a cualquiera que se opusiera al partido nazi, fuesen cuales fuesen sus ideas. Más de cinco mil comunistas fueron detenidos en cuestión de horas.
¿Quién podía atreverse a denunciar el tufillo de manipulación que desprendía todo aquello? ¿Acaso fueron los propios nazis quienes idearon el incendio y buscaron un chivo expiatorio conveniente?
La rapidez con que Hitler y sus acólitos reaccionaron aquella noche fue, en definitiva, el pistoletazo de salida para la maquinaria terrorífica que se desplegaría durante los años siguientes, hasta el fatídico final de la Segunda Guerra Mundial en 1945.
Se suspendieron siete artículos constitucionales que protegían los derechos humanos más básicos, dando vía libre para encarcelar a cualquiera que osara disentir. En menos de un mes, Alemania se convirtió en una prisión gigantesca y, ante el colapso de las cárceles, comenzaron a surgir los oscuros campos de concentración, donde ya había más de 25,000 presos apenas tres meses después del incendio.
Un triste recordatorio de cómo, en ocasiones, las grandes catástrofes son hábilmente manipuladas para que unos pocos se alzen con el poder y muchos terminen pagando el precio más alto.Y mientras la terrible sombra del régimen nazi se extendía implacable, Europa, distraída o quizá incrédula, apenas se percataba de la gravedad de lo que ocurría. Marinus van der Lubbe, el albañil desempleado y presunto autor del incendio del Reichstag, fue ejecutado en la guillotina tres días antes de cumplir 25 años.Hubo que esperar más de siete décadas para que, finalmente, el 10 de enero de 2008, se anulara su sentencia. La decisión judicial se amparó en una ley de 1998 que permitió la rehabilitación de aquellos condenados injustamente por la justicia nazi entre 1933 y 1945. El tribunal dictaminó que la condena original se había basado en conclusiones claramente injustas, impregnadas de la ideología nacionalsocialista, lejos de cualquier mínimo rigor legal o moral.
Así, 74 años después del incendio que cambió la historia de Alemania y del mundo, se hizo un tímido intento de justicia histórica. Lamentablemente, demasiado tarde para Marinus van der Lubbe, y demasiado tarde para muchos otros que pagaron con sus vidas y libertad el precio de aquel terrible ardid político.
Un recordatorio cruel de cómo la verdad puede tardar en abrirse paso, pero que al final, como el río Genal en Benarrabá, busca siempre su cauce.
14.1.18
El corazón de Auschwitz
De los más de 1.3 millones de personas que fueron deportadas a Auschwitz-Birkenau desde diferentes puntos de Europa por el régimen nazi de Hitler, apenas se registró e internó en el campo a 400.000. Casi 1000.000 de prisioneros restantes fueron asesinados en la cámara de gas y quemados en los hornos crematorios del campo en un plazo de apenas unas horas desde su llegada en tren dentro de vagones para el transporte de ganado.
18.7.17
Las alas de Wellman
Contar la historia de William A. Wellman es adentrarse en una de las trayectorias más intensas, apasionadas y poco domesticables de la edad de oro de Hollywood.
Piloto de guerra, hombre de acción, cineasta de nervio y puño firme, Wellman fue un tipo que jamás escondió su carácter: directo, brusco, incluso hosco si hacía falta. Pero también un artista incansable, un perfeccionista que entendía el cine como un arte de riesgo. De cuerpo entero.
Antes de rodar su primera escena, William Augustus Wellman ya había vivido lo suficiente para llenar tres películas. Nacido en Brookline, Massachusetts, en 1896, llegó a Europa para combatir en la Primera Guerra Mundial enrolado en la Legión Extranjera Francesa y más tarde como audaz piloto en la legendaria escuadrilla Lafayette, un escuadrón de élite formado por voluntarios estadounidenses. Allí no solo perfeccionó su relación con el cielo y el peligro, sino que forjó ese carácter temerario que luego imprimiría a su cine.
Fue el actor Douglas Fairbanks, estrella del cine mudo y aventurero con porte de galán, quien le echó un cable para introducirlo en Hollywood. Primero como actor, aunque pronto comprendió que su sitio estaba detrás de la cámara. En 1923 dirigió su primera película, y desde entonces no paró durante más de cuatro décadas, entregando un promedio de dos filmes al año. Un total de 76 títulos, con géneros tan variados como el western, el cine bélico, el drama criminal o la comedia romántica.
Wellman era duro. Con los actores, con los productores, con él mismo.
No le temblaba la voz para alzarla, ni la mano para cortar escenas. Se cuenta que incluso puso en su sitio al mismísimo John Wayne, algo que pocos podían presumir. Su exigencia no era gratuita: buscaba la verdad en cada plano, la coherencia entre la cámara y la emoción.
Consideraba que demasiada interpretación volvía a los actores ensimismados, atrapados en sí mismos. Para él, el cine no era vanidad, sino resultado. Técnica. Ritmo. Fuego real.
Visualmente era un camaleón.
Creía que el estilo debía adaptarse a la historia. Así, en Incidente en Ox-Bow (1943), un drama oscuro sobre el linchamiento y la justicia popular, construyó la atmósfera con primeros planos cerrados, que acentuaban la claustrofobia y la histeria colectiva.
Mientras que en Alas (1927), su mayor proeza técnica y artística, colocó cámaras en los biplanos y rodó combates aéreos como nunca antes se había visto en la pantalla. La película, que contaba la historia de dos amigos en la Primera Guerra Mundial, mezclaba violencia y camaradería con una veracidad que solo podía venir de alguien que había estado allí.
Alas fue la primera película en ganar el Oscar a la mejor película de la historia. Y la carrera de Wellman, desde entonces, no paró de subir.
Curiosamente, Wellman nunca se consideró un artista. Afirmaba que las películas eran para entretener, no para buscar la trascendencia. Pero sus imágenes, a menudo líricas y poderosas, lo desmentían. Especialmente sus planos largos en escenas de combate, que transmitían la crudeza sin florituras, sin música épica, sin maquillaje.
En 1958 regresó a sus recuerdos de juventud con La escuadrilla Lafayette, una cinta que pudo haber sido su testamento de guerra. Pero los recortes impuestos por el estudio lo decepcionaron tanto que decidió alejarse del cine definitivamente. Para un hombre de su talla moral, no había peor enemigo que el compromiso mal entendido.
Pese a esa retirada, su huella es inmensa. Fue el impulsor de carreras míticas, como la de James Cagney en El enemigo público (1931), o la de Gary Cooper, que brilló por primera vez en Alas. También dirigió películas clave como Beau Geste (1939), Caravana de mujeres (1951), o la primera versión de Ha nacido una estrella (1937), una historia que sería revisitada décadas después, pero cuya versión original sigue conservando una frescura y una melancolía irrepetibles.
William A. Wellman falleció en Los Ángeles en 1975, a los 79 años.
Como director, fue un francotirador sin escuela ni doctrina. Como hombre, un piloto que nunca dejó de volar, incluso cuando la cámara era su avión.
Y como cineasta, uno de los últimos grandes que hicieron películas cuando hacer cine era todavía una forma de vivir.
16.7.17
Yerushalayim shel zahav

Avir harim tsalul k'yayin
Vereiyach oranim
Nissah beru'ach ha'arbayim
Im kol pa'amonim
U'vtardemat ilan va'even
Shvuyah bachalomah
Ha'ir asher badad yoshevet
Uvelibah - chomah
Yerushalayim shel zahav
Veshel nechoshet veshel or
Halo lechol shirayich ani kinor
Chazarnu el borot hamayim
Lashuk velakikar
Shofar koreh behar habayit
Ba'ir ha'atikah
5.7.17
De proverbios, dichos, refranes y máximas
Se pueden decir muchas cosas. Se pueden lanzar mil frases al aire. Podemos decirlas porque sí, porque nos apetece, para adoctrinar o simplemente para aconsejar. Podemos soltar tonterías sin sentido ni lógica, sin tener ni puta idea de lo que hablamos.
Podemos soltar algo como: “Mira siempre las estrellas, pero nunca olvides encender la luz”. O podemos darle la vuelta: “Enciende la luz siempre, pero tampoco te olvides de mirar hacia las estrellas”. Frases bonitas, proverbios con su lado positivo, esos mantras que repetimos como si fueran la fórmula mágica.
Pero hay una que siempre me ha parecido especialmente brillante: “Al fin hemos encontrado a nuestro enemigo, y resulta que nuestro enemigo somos nosotros mismos.”
Hace mucho tiempo escuché una frase latina (latina de la de verdad, no de la de alguna canción de reggaetón) que decía: “Nec amor nec tussis celatur”, o lo que en nuestro lenguaje de andar por casa y zapatillas viene a ser: “Ni el amor ni la tos se pueden esconder.”
Esa verdad hoy está un poco pasada de moda. Porque ahora hay algo que no se puede ni quieren esconder: el poder.
Cuando escucho a alguien entonar el “Gaudeamus igitur, iuvenes dum sumus”, ese clásico “alegrémonos pues aún somos jóvenes”, ya no me suena igual.
Recuerdo un libro viejo que circulaba hace años, del que no logro recordar el título, pero que básicamente nos enseñaba a triunfar en la vida. Decía que si no puedes vencerlos, únete a ellos. Maquiavelo, ese filósofo renacentista cuya escultura seguramente os mira desde algún rincón, ya avisaba: no castigues a la fiera que no podrás aniquilar.
Camus lo dijo y muchos le creyeron: “El hombre rebelde es el que dice siempre no.” Lo que Camus jamás dijo, o al menos yo no he leído, es que algunos de esos que ayer se proclamaban rebeldes, diciendo no a todo, son hoy los déspotas de siempre. Y lo más curioso es que siguen diciendo que no. Por decir, o por no.
1.7.17
La araña de Penón
Han pasado más de ochenta años desde aquella madrugada trágica en la que Federico García Lorca fue arrebatado a la vida, un asesinato injusto y cruel que se clavó en la memoria de Granada y de España entera. Más allá de los rumores, las leyendas y las medias verdades, hoy tenemos un mapa, aunque imperfecto, de aquellos días oscuros en que la guerra civil española empezó a devorar a su propia gente. Sabemos quiénes fueron, más o menos, los protagonistas de aquella tragedia; conocemos los hechos, por muy difíciles que sean de asimilar; y tenemos el corazón apretado al pensar en la carretera de Alfacar a Víznar, ese camino polvoriento y abandonado que se convirtió en tumba y en símbolo de una barbarie sin nombre.
Durante décadas, hablar de aquel asesinato fue como pisar una mina: peligroso y prohibido. La España franquista se encargó de enterrar la verdad bajo un silencio cómplice, un tabú que no sólo censuró a periodistas y escritores, sino que intimidó a cualquier ciudadano que osara levantar la voz. Y así, la voz de Federico fue silenciada por mucho tiempo, su cuerpo permaneció desaparecido y su recuerdo casi olvidado dentro de nuestras propias fronteras, mientras fuera de ellas la admiración y el respeto por su obra crecía imparable.
Fue un extranjero, Gerald Brenan, quien rompió el hielo en 1950 con La faz de España, al señalar por primera vez, aunque con prudencia, lo que había ocurrido en Granada. Pero no fue hasta los años sesenta cuando Ian Gibson, un irlandés obstinado y paciente, se sumergió en el laberinto de mentiras, secretos y silencios que rodeaban el caso. Entrevistó a casi todos los que, directa o indirectamente, tuvieron algo que ver con la muerte de Lorca, sin miedo a incomodar ni a remover cenizas que muchos preferían que permanecieran frías.
En esos días, casi siempre surgía un nombre que parecía una sombra escondida entre las historias: Agustín Penón. Un hombre que ya había intentado, años atrás, hacer lo que Gibson apenas comenzaba a desentrañar. Penón era un barcelonés de familia emigrada a Costa Rica, que más tarde se trasladó a Nueva York y forjó una amistad con el escritor William Layton. Juntos crearon una serie radiofónica de éxito, cuyos ingresos les permitieron financiar un viaje a España en 1955 con un objetivo claro: esclarecer la verdad sobre el asesinato de Lorca, un tema que en el país natal del poeta era aún impensable tratar.
Durante más de un año, Penón recorrió Granada y sus alrededores con la tenacidad de un detective novelista. Recogió testimonios, fotografías, documentos y hasta logró localizar el certificado de defunción del poeta. Se entrevistó con personajes que vivieron aquella noche de verano, y con el principal responsable del asesinato, en una hazaña que parecía más un acto de valentía que una mera investigación. Sin embargo, su trabajo quedó relegado al olvido: la famosa maleta donde guardó todo ese material se perdió en el tiempo, y Penón, acosado por el miedo y las amenazas, tuvo que huir de Granada para acabar sus días en Costa Rica, en 1976.
No fue hasta 1995 cuando aquella maleta y la historia que contenía llegaron a manos de Marta Osorio, escritora de cuentos infantiles y amiga de Penón, quien guardó y protegió ese legado. Y es precisamente esa historia, ese viaje íntimo y valiente, la que Enrique Bonet ha convertido en un cómic que es mucho más que un simple relato dibujado. La araña del olvido es una obra maestra, una ventana a un pasado oscuro y complejo, un testimonio vivo que invita a adentrarse en uno de los episodios más turbios de la Granada conservadora y reaccionaria de entonces.
Porque contar la historia de Federico García Lorca es mucho más que rememorar al poeta; es enfrentar la memoria de un país, es desenterrar las sombras y mirar de frente la verdad, por dolorosa que sea.