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15.6.20

La última fotografía


Esta es la última fotografía conocida de Federico García Lorca. Se tomó en la terraza del Café Chiki-Kutz, en el Paseo de Recoletos 29 en Madrid, en julio de 1936, unos días antes de partir hacia Granada de donde nunca jamás regresaría. Tenía tan solo 38 años. Aparece junto al gran poeta Manuela Arniches. Tal vez sea el momento o el gesto que capta la fotografía, pero su expresión, su mirada, muestra una cierta preocupación por los sucesos que se avecinaban, de los cueles nadie era ajeno. ¿Pudo salvar la vida Federico si se hubiese quedado en Madrid? Lo dudo.

26.5.20

Para que vuelvas hoy


En 1939, nada más terminar la guerra civil Española, el poeta Marcos Ana, fue encarcelado durante 23 años, siendo el preso político que más tiempo pasó en las cárceles Franquistas. Al salir en 1961, gracias a la recién creada Amnistía internacional, pasó su primera noche en libertad con una prostituta.
A la mañana siguiente, ella le devolvió el dinero con una pequeña nota manuscrita en la que ponía: "Para que vuelvas hoy". Marcos Ana gastó todo ese dinero en un gran ramo de flores al que le añadió otra nota que decía: "A Isabel, mi primer amor". Tenía ya 42 años y fue su primera vez.

23.5.20

Lo que en nosotros vive



 El niño que movía banderas: memoria, exilio y herencia emocional

Entre un abuelo y un nieto, en un apartamento de Nueva York, se construye el mapa íntimo de una guerra que aún no ha terminado.

En el año 2008, Manuel Fernández-Montesinos publicó Lo que en nosotros vive, un libro de memorias que destaca por su hondura narrativa y su capacidad para enlazar la historia personal con los grandes temas de la memoria colectiva. Me acerqué a este libro buscando los ecos de Federico García Lorca —de quien el autor fue sobrino— y de su padre, Manuel Fernández Montesinos, último alcalde socialista de Granada antes de ser fusilado por los golpistas franquistas. Sin embargo, lo que más me conmovió fueron las escenas íntimas compartidas entre un abuelo y un nieto. En ellas se condensa, con claridad poética y dolorosa precisión, el verdadero enigma de la memoria histórica.

El nieto, un niño de apenas diez años, sigue el transcurso de la Segunda Guerra Mundial desde el exilio en Nueva York. A su corta edad ya domina el inglés, ha hecho amigos en el colegio y comienza a sentirse parte del nuevo mundo que lo rodea. Disfruta caminando entre los rascacielos, reconociendo las voces de una emisora de radio estadounidense como parte de su vida cotidiana. Sin embargo, un sentimiento de extrañeza lo acompaña siempre, como una sombra. Porque el exilio, incluso cuando se suaviza con la infancia, nunca se borra del todo.

Una excursión escolar se aproxima, pero el niño no podrá asistir. Su lugar está en casa, junto a su abuelo, traduciendo los partes de guerra. Nadie más comprende el inglés con la misma soltura, y el anciano depende de esas traducciones para sostener su esperanza. Como muchos exiliados de edad avanzada, el abuelo no ha logrado adaptarse del todo al nuevo país. Le pesa el idioma, le pesan las costumbres, y sobre todo le pesan los muertos: un hijo y un yerno —el padre y el tío del niño— ejecutados por el régimen franquista. Él mismo lo dijo, antes de subir al barco que los llevaría al exilio: “No quiero volver a este jodido país”.

Y sin embargo, vive pendiente de España. No hay día en que no escuche los partes radiofónicos con ansiedad, buscando señales de victoria aliada, traducidas al instante por su nieto. El niño, conmovido por esa urgencia, empieza a intervenir en los relatos. Traducir se convierte en imaginar. Miente piadosamente, inventa avances del frente, retiradas alemanas, rendiciones que no han ocurrido aún. El mapa que traza en la mesa del comedor junto a su abuelo se convierte en un campo simbólico donde el futuro se anticipa, aunque sea sólo con banderas de papel.

Cada tarde, juntos, mueven las banderas aliadas hacia Berlín. El niño lo hace con entusiasmo, buscando en cada parte una excusa para la esperanza. El abuelo sonríe, y en ese gesto cabe todo un país que no ha podido enterrar dignamente a sus muertos. Abandonar esa rutina —irse, por ejemplo, de excursión con la escuela— sería una traición. No puede dejar a su abuelo sin la radio, sin las noticias, sin la ficción necesaria que lo mantiene en pie. Ha entendido que su lugar no está en otro sitio, sino allí, moviendo banderas, haciendo que el mundo cambie al menos sobre el papel.

Esta escena, que podría parecer menor, nos revela algo esencial: la memoria histórica no se transmite únicamente en libros, discursos o monumentos, sino en vínculos humanos, cotidianos, a menudo silenciosos. La relación entre un nieto que inventa victorias y un abuelo que las necesita para seguir viviendo es el retrato más sincero del legado emocional de una guerra que sigue palpitando bajo la superficie de la Historia.

Fernández-Montesinos no se detiene en esa escena. En otro momento del libro, aparece Fernando de los Ríos, tío político del adolescente, catedrático, ministro socialista, también exiliado. De los Ríos comprende pronto que la victoria de los aliados no implicará la caída inmediata del franquismo. Ni él ni Federico podrían volver con vida a su país. Pero eso no detiene la voluntad de creer, ni el impulso de recordar.

Lo que en nosotros vive no es sólo una autobiografía: es una meditación sobre el exilio, la herida española, la persistencia del pasado en el presente. Es también una lección: las verdaderas batallas de la historia se libran, muchas veces, en una cocina o en un comedor, con mapas improvisados, entre palabras que se traducen y gestos que salvan. Allí, en esa ternura desesperada, en ese pacto silencioso entre generaciones, empieza a construirse una memoria que, como dice el título del libro, sigue viva en nosotros.

17.10.17

De todos los seres vivos que he conocido.


De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, dificil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama. Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad., él me transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría expresar.
Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí, innoblemente, ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo.
En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: ¡Muera la inteligencia!
En Granada, se refugió en casa de un miembro de la Falange, el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alonso fueron a detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.
Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en que iban a matarlo.
Pienso con frecuencia en ese momento.
Luis Buñuel. Mi último suspiro. (Memorias) 1982.