Anoche tuve un sueño de esos que se deslizan entre lo onírico y lo enigmático, un sueño de contornos difusos pero cargado de una intensidad emocional difícil de explicar. Me encontraba en un bar situado a la entrada de Losar de la Vera, uno de nuestros pequeños nirvanas personales, al que solemos regresar cuando el cuerpo lo necesita y la mente lo exige. Un refugio de calma, de arboles y de agua clara, donde el tiempo parece detenerse y la vida recobra algo de su sentido esencial.
Era un lugar conocido, aunque apenas visitado en un par de ocasiones al llegar a la localidad: ese bar modesto donde acostumbramos tomar un café reparador antes de instalarnos en Hostería Fontivieja. Sin embargo, en el sueño el bar parecía tener algo distinto, una atmósfera cargada de presagios, como si el tiempo se hubiera desplazado levemente de su eje.
Allí, en la barra, sentado junto a mí sin anuncio previo ni explicación razonable, se encontraba Tom Skerritt, el actor. Su rostro, curtido por la experiencia y suavizado por cierta melancolía, estaba medio oculto tras una copa de vino oscuro , o quizás era un licor más fuerte, más antiguo, más literario. El ambiente era cálido, con ese murmullo de fondo que tienen los bares habitados por silencios densos y conversaciones a media voz.
Sin saber cómo, comenzamos a hablar. De la vida, del tiempo que se nos escapa entre los dedos, de los lugares que nunca conoceremos y de los libros que jamás leeremos. Hablamos también del amor, o del desamor, que acaso sea su reflejo invertido, y él, con una serenidad que no admitía réplica, me confesó no saber ya si ambas cosas eran lo mismo o apenas se parecían.
Fue entonces, en un instante suspendido entre el brillo de su copa y la claridad crepuscular que se filtraba por la ventana, cuando Skerritt me miró con una lucidez desarmante, levantó el vaso a la altura de su pecho y dijo, como quien deja caer una sentencia antigua:
"Al fin y al cabo, el amor no existe. Todo es un invento nacido de las noches de borrachera."
Y lo dijo sin cinismo, sin rencor, casi con ternura. Como si esa frase hubiese viajado con él mucho tiempo, como si no le perteneciera del todo. Me desperté poco después, con esa frase aún resonando en mi cabeza, como un eco de verdades posibles que se niegan a desaparecer con el amanecer.
Y desde entonces me pregunto si acaso no será cierto, si el amor, ese ideal al que tantas veces nos aferramos como náufragos a una tabla, no es más que una ficción colectiva, un espejismo al que damos forma entre brindis, anhelos y memorias mal recordadas. O tal vez, quién sabe, el amor sí exista… pero solo en los sueños que no queremos olvidar.