Personaje emblemático, controvertido, polémico, curioso, querido, odiado, paradójico, contradictorio, y quizá hasta un poco ectoplasmático, que para eso le gusta sorprender. Podría ponerle mil etiquetas a mi amigo y compañero Paco Méndez: “el Méndez”, “la guarrucia”, “Pier Luiggi”… Como buen personaje con más vidas que un gato, tiene detractores y seguidores a partes iguales. Los detractores, claro, son esos pobres incautos que no entienden su filosofía de vida, su “walk of life” — que básicamente consiste en ir a su ritmo, cuando le da la gana y con una caña en la mano —, sus exabruptos que a veces parecen sacados de un guion de Woody Allen en modo gamberro, y otras, más cercanos al surrealismo Faemino y Cansado.
Eterno cabreo con patas que, sorprendentemente, nos alegra las mañanas grises, ocre y aburridas, como si fuera un café cargado de ironía. Su voz, dulce y aterciopelada, es comparable a la de un ángel caído… especialmente después de un viernes de fiesta que él mismo califica de “de órdago”. Su mirada, profunda y seductora, destila esa virilidad ibérica forjada en cientos de batallas, algunas ganadas, otras perdidas, y muchas otras ni siquiera empezadas. Paco es un romántico defensor de las tradiciones más arraigadas, como el arte milenario del “chateo”, que para él no es mandar mensajes sino sentarse a tomar unos chatos de vino en la tasca más cutre y con más solera del barrio.
Y por si fuera poco, es del Atlético de Madrid. O eso dice. Porque últimamente el único himno que se le ha oído entonar es el del Barcelona, pero bueno, detalles sin importancia.
Así es Paco Méndez: “asina”, con todas sus letras y sin pedir perdón.
Un día, Paco Méndez se murió. Y como para que le aceptaran en el infierno había que pasar un examen de paciencia, se ve que hasta allí le dijeron: “Mira, Paco, gracias pero no, que aquí ya estamos llenos”. Y así es cómo un tipo como él consiguió que ni las puertas del averno quisieran abrirse.
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