Este año, la verdad, el fútbol me suscita poco interés. Una indiferencia serena, casi estoica. Aunque —y esto conviene no olvidarlo nunca— con el fútbol nunca se sabe. Porque uno empieza con desgana, con la promesa solemne de no engancharse, y acaba debatiendo con vehemencia si un córner en la jornada tres fue o no fue mal sacado. Así de traicionero es el asunto.
Lo cierto es que durante los ocho o nueve meses que dura el campeonato, la liga sirve, más que como espectáculo deportivo, como excusa social. Un auténtico salvavidas para las tertulias de barra y las reuniones cervezeras de última hora, esas que tienen lugar cuando ya no se puede hablar más del jefe ni del precio del aceite. Entonces entra el fútbol, ese dios laico de pasiones encendidas, con sus jugadas polémicas, sus fueras de juego milimétricos y, cómo no, su inagotable catálogo de entrenadores culpables de todo lo malo que sucede en la Tierra: desde la derrota de tu equipo hasta el esguince del portero suplente.
El entrenador, ese chivo expiatorio con sueldo astronómico, que siempre debió haber hecho otra cosa, aunque nadie sepa muy bien el qué. Y el árbitro… Ah, el árbitro: ese mártir del silbato, merecedor de todo tipo de insultos a pulmón abierto y de diagnósticos oculares en remoto.
El fútbol, al final, es una bendita tortura que no deja indiferente a nadie: ni a quienes lo viven con pasión de secta, ni a los que reniegan de él con condescendencia intelectual pero se saben de memoria las alineaciones.
En fin, que ya estamos en marcha otra vez. A los creyentes, que les sea leve la fe. A los ateos, que resistan con dignidad la homilía de cada lunes. Y a todos, hinchas o no, que no se les olvide una cosa importante:
¡Aúpa Athletic!
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