
“Las palabras pesan”, se decía Facundo Baelo, mientras ajustaba sobre el hombro su vieja bolsa de cuero repleta de cartas. Pero en el fondo sabía que no eran las palabras lo que pesaba, sino los años. Porque hay palabras livianas, casi transparentes, y otras que nos caen encima como una losa. Por ejemplo, la palabra jubilación, que es cualquier cosa menos júbilo.
Facundo resistía. Pero si un día le quitaban las cartas… ¿qué le quedaría?
A veces, al salir de la estafeta, el cartero más viejo de Madrid se sentaba en un banco para ordenar el reparto. Hacía coincidir las cartas con los números de las calles, como quien alinea estrellas en una constelación. Los carteros miran siempre la dirección del destinatario. Los destinatarios, la del remitente. Y Facundo, con el tiempo, aprendió también a imaginar a los remitentes.
Cuando tenía entre las manos una carta llegada de ultramar, se la acercaba al oído. Escuchaba el oleaje, como si el sobre aún llevara dentro el rumor del barco. Sabía distinguir el gramaje del papel, si era verjurado o de arroz; si había sido escrito a máquina —con sus “o” huecas o sus “p” apenas troqueladas—. Se dejaba mecer por la fragancia de la tinta, por la caligrafía femenina que traía amores cubanos o nostalgias argentinas.
Un día, lo mandaron a cubrir una ruta nueva: una ciudad aún por construir en los límites del campo. Le llamaban Ciudad Lineal, porque las casas, en teoría, no podían salirse de una única calle recta. Se decía que aquel proyecto soñaba con unir, en un futuro lejano, Cádiz con San Petersburgo. Afortunadamente, a Facundo solo le encargaron cinco kilómetros. Y solo las casas impares, las que miraban al sol.
Cada carta que sacaba de su bolsa le traía el apretón de manos de todos sus colegas del mundo. Alguien la había escrito, otro la había depositado en un buzón, alguien más la recogió, la clasificó, la metió en una saca, la subió a un camión, la embarcó, la selló, la revisó… Y sin embargo, a veces faltaba la mano más importante: la del receptor.
Eso le sucedía últimamente con una carta. Siempre volvía con ella al fondo de la bolsa. Estaba dirigida simplemente a “Evaristo”. Sin apellidos, sin señas claras. Y en el número correspondiente no había ninguna casa.
Hasta que, un día, la ciudad empezó a crecer. Llegaron obreros, carpinteros, carros de arena y cemento. Durante un par de años el reparto se hizo muy difícil. Pero poco a poco, las casas se fueron habitando. Y un día, Facundo Baelo vio moverse los visillos de la casa del número imposible.
Llamó. Y le abrió la puerta un niño repeinado y curioso.
—¿Vive aquí Don Evaristo? —preguntó.
—El único Evaristo de esta casa soy yo —respondió el niño, sin titubear.
Facundo sonrió. Se quitó la gorra. Y, con la satisfacción de haber vaciado por fin su bolsa, le entregó la carta.
—Guárdala en un cajón y no dejes que nadie te la lea —le dijo—. Si aprendes a leer, el premio será esa carta que alguien escribió para ti antes de que tú nacieras.
Y así fue como el cartero más viejo de Madrid, al repartir su última carta, entendió que había llegado el momento.
Ahora sí. Era hora de jubilarse.
1 comentario:
Qué bonito, seme ha puesto la piel de gallina.
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