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19.6.25

El guardian del silencio

A sus sesenta y cinco años, Julián Corral se detenía cada mañana frente a las puertas de la Biblioteca Municipal de San Gregorio con el mismo gesto con que otros se persignan antes de entrar a una iglesia. Durante casi medio siglo, aquel umbral le había servido de refugio y frontera, de pertenencia y destino. Ahora, a punto de jubilarse, sentía que cada paso por el vestíbulo era ya un adiós velado, un susurro de despedida entre anaqueles.

La biblioteca olía distinto. Ya no a papel envejecido ni a cuero reseco de encuadernaciones nobles, sino a cables plásticos, a climatización impersonal y a tinta de impresoras. Las voces habían sido sustituidas por teclas, y el murmullo de las páginas por el zumbido constante de pantallas.

Recordaba con claridad fotográfica el primer día que entró como ayudante, con diecisiete años recién cumplidos, cuando don Mateo —el bibliotecario de entonces— le extendió una ficha de cartulina y le dijo: "Aquí empieza tu archivo. Tu vida, quizá." Qué razón tenía. En aquellos años, los libros eran el único acceso a otros mundos. Venían niños con los bolsillos sucios de tierra y las manos temblorosas de emoción a buscar novelas de Verne, Salgari, Stevenson. Los universitarios preguntaban por Galdós, por Pío Baroja, por la generación del 27, que aún se leía con fervor. Incluso los mayores, campesinos o dependientes, se llevaban a casa tomos de poesía o libros de historia. No importaba el oficio ni la edad: leer era una forma de salvarse.

Hoy, en cambio, muchos entran preguntando por la contraseña del wifi o por un cargador para el móvil. Los que se acercan a los libros lo hacen con prisa, como si les pesaran. Hay quien toma un ejemplar para hacerse una foto, no para leerlo. Julián no los culpa; el mundo ha cambiado, y con él los hábitos, los ritmos, los anhelos.

—Los libros —solía decirse en silencio, recorriendo con la mirada los estantes— antes abrían ventanas. Ahora parecen ser el polvo en los cristales.                                                  

 Aún había excepciones. Una mujer que volvía cada semana por novelas Nórdicas; un anciano que releía a Unamuno como si buscara en sus páginas una respuesta que la vida le seguía negando. Pero eran islas en un océano de ausencia. Lo que más dolía a Julián no era la transformación de la biblioteca, sino el vacío humano que se expandía entre sus muros. Ya no había silencio respetuoso, sino indiferencia ruidosa.

En su rincón del archivo, Julián guardaba aún el primer libro que colocó en las estanterías: "La colmena", de Cela. Lo acariciaba a veces, como quien roza una fotografía vieja. Allí estaba todo: la juventud, el asombro, la convicción de que cada palabra podía cambiar una vida. Esa fe, lentamente, se le había ido deshaciendo entre los dedos.

Faltaban dos semanas para su jubilación. Cada día era un pequeño duelo. Iba revisando las fichas, los lomos, los rincones como quien despide a viejos amigos. No sabía qué haría después. Tal vez escribir sus memorias. Tal vez mudarse al pueblo donde su padre había sembrado los primeros olivos. O simplemente sentarse en un banco a ver pasar las estaciones.

Pero una cosa tenía clara: el día que entregara su llave, no la dejaría en la oficina como una herramienta inservible. La depositaría sobre el mostrador, con una nota escrita a mano: "No olvidéis que hubo un tiempo en que los libros eran sagrados. Y quienes los buscaban, peregrinos."

Porque, en el fondo, Julián Corral no fue nunca un bibliotecario. Fue un guardián del silencio. De ese silencio antiguo que aún late, tímido, entre las páginas dormidas de un libro abierto.

31.7.20

En asuntos del amor



"En asuntos del amor, los locos son los que tienen más experiencia. De amor no preguntes nunca a los cuerdos; los cuerdos aman cuerdamente, que es como no haber amado nunca". (Jacinto Benavente)

29.6.20

Las seis reglas de Orwell


Las 6 reglas de George Orwell para escribir. 1. Nunca uses una metáfora, símil u otra frase hecha que estés acostumbrado a ver por escrito. 2. Nunca uses una palabra larga si puedes usar una corta que signifique lo mismo. 3. Si es posible eliminar una palabra, hazlo siempre.
4. Nunca uses la voz pasiva cuando puedas usar la activa. 5. Nunca uses una expresión extranjera, una palabra científica o un término de jerga si puedes pensar en una palabra equivalente en tu idioma que sea de uso común. 6. Incumple cualquier regla antes de escribir nada estúpido.

25.5.20

Mis libros en tu librería




En defensa de las librerías, para que sientan el apoyo de los lectores, necesitamos ayudarlas y ellas necesitan de los lectores. La mejor defensa y promoción para las librerías es la creación del hábito de lectura en niños, jóvenes y adultos. Compra tus libros en tu librería de toda la vida, o apuesta por las nuevas, cerca de tu casa.
Más de una treintena de escritores han participado en esta campaña de apoyo a las librerías. Rosa Montero, Fernando Aramburu, Almudena Grandes, Isabel Allende y Bernando Atxaga entre otros.
Esta fantástica iniciativa ha partido de Elvira Sastre y Beatriz Luengo con el objetivo de concienciar a la gente de la importancia que tiene comprar los libros en las librerías de siempre para evitar que terminen desapareciendo.

23.5.20

Lo que en nosotros vive



 El niño que movía banderas: memoria, exilio y herencia emocional

Entre un abuelo y un nieto, en un apartamento de Nueva York, se construye el mapa íntimo de una guerra que aún no ha terminado.

En el año 2008, Manuel Fernández-Montesinos publicó Lo que en nosotros vive, un libro de memorias que destaca por su hondura narrativa y su capacidad para enlazar la historia personal con los grandes temas de la memoria colectiva. Me acerqué a este libro buscando los ecos de Federico García Lorca —de quien el autor fue sobrino— y de su padre, Manuel Fernández Montesinos, último alcalde socialista de Granada antes de ser fusilado por los golpistas franquistas. Sin embargo, lo que más me conmovió fueron las escenas íntimas compartidas entre un abuelo y un nieto. En ellas se condensa, con claridad poética y dolorosa precisión, el verdadero enigma de la memoria histórica.

El nieto, un niño de apenas diez años, sigue el transcurso de la Segunda Guerra Mundial desde el exilio en Nueva York. A su corta edad ya domina el inglés, ha hecho amigos en el colegio y comienza a sentirse parte del nuevo mundo que lo rodea. Disfruta caminando entre los rascacielos, reconociendo las voces de una emisora de radio estadounidense como parte de su vida cotidiana. Sin embargo, un sentimiento de extrañeza lo acompaña siempre, como una sombra. Porque el exilio, incluso cuando se suaviza con la infancia, nunca se borra del todo.

Una excursión escolar se aproxima, pero el niño no podrá asistir. Su lugar está en casa, junto a su abuelo, traduciendo los partes de guerra. Nadie más comprende el inglés con la misma soltura, y el anciano depende de esas traducciones para sostener su esperanza. Como muchos exiliados de edad avanzada, el abuelo no ha logrado adaptarse del todo al nuevo país. Le pesa el idioma, le pesan las costumbres, y sobre todo le pesan los muertos: un hijo y un yerno —el padre y el tío del niño— ejecutados por el régimen franquista. Él mismo lo dijo, antes de subir al barco que los llevaría al exilio: “No quiero volver a este jodido país”.

Y sin embargo, vive pendiente de España. No hay día en que no escuche los partes radiofónicos con ansiedad, buscando señales de victoria aliada, traducidas al instante por su nieto. El niño, conmovido por esa urgencia, empieza a intervenir en los relatos. Traducir se convierte en imaginar. Miente piadosamente, inventa avances del frente, retiradas alemanas, rendiciones que no han ocurrido aún. El mapa que traza en la mesa del comedor junto a su abuelo se convierte en un campo simbólico donde el futuro se anticipa, aunque sea sólo con banderas de papel.

Cada tarde, juntos, mueven las banderas aliadas hacia Berlín. El niño lo hace con entusiasmo, buscando en cada parte una excusa para la esperanza. El abuelo sonríe, y en ese gesto cabe todo un país que no ha podido enterrar dignamente a sus muertos. Abandonar esa rutina —irse, por ejemplo, de excursión con la escuela— sería una traición. No puede dejar a su abuelo sin la radio, sin las noticias, sin la ficción necesaria que lo mantiene en pie. Ha entendido que su lugar no está en otro sitio, sino allí, moviendo banderas, haciendo que el mundo cambie al menos sobre el papel.

Esta escena, que podría parecer menor, nos revela algo esencial: la memoria histórica no se transmite únicamente en libros, discursos o monumentos, sino en vínculos humanos, cotidianos, a menudo silenciosos. La relación entre un nieto que inventa victorias y un abuelo que las necesita para seguir viviendo es el retrato más sincero del legado emocional de una guerra que sigue palpitando bajo la superficie de la Historia.

Fernández-Montesinos no se detiene en esa escena. En otro momento del libro, aparece Fernando de los Ríos, tío político del adolescente, catedrático, ministro socialista, también exiliado. De los Ríos comprende pronto que la victoria de los aliados no implicará la caída inmediata del franquismo. Ni él ni Federico podrían volver con vida a su país. Pero eso no detiene la voluntad de creer, ni el impulso de recordar.

Lo que en nosotros vive no es sólo una autobiografía: es una meditación sobre el exilio, la herida española, la persistencia del pasado en el presente. Es también una lección: las verdaderas batallas de la historia se libran, muchas veces, en una cocina o en un comedor, con mapas improvisados, entre palabras que se traducen y gestos que salvan. Allí, en esa ternura desesperada, en ese pacto silencioso entre generaciones, empieza a construirse una memoria que, como dice el título del libro, sigue viva en nosotros.

22.5.20

Ortega y Gasset

Tal vez fueran tres: José, Ortega y Gasset.

22.2.18

Forges

Es curioso. Ayer hablaba de las sugerencias literarias de Juan Cruz, y hoy vuelve a aparecer su nombre. Fue precisamente aquel día, sí. Aquel en el que regresaba caminando desde el Retiro, después de haber disfrutado de una fantástica jornada en la Feria del Libro de Madrid. Año 2016. Entre los muchos stands de editoriales, me topé con Juan Cruz, el periodista canario, brillante y prolífico, que me regaló una breve y amena charla sobre el servicio de correos en su juventud. Con toda la amabilidad del mundo, me firmó su libro Toda la vida preguntando, una recopilación de entrevistas a figuras como Francisco Ayala, María Zambrano, Vargas Llosa, García Márquez, Caro Baroja o Günter Grass, entre muchos otros.

Ver la feria a fondo requiere tiempo. Me quedaron muchos puestos por recorrer, pero las horas pasaron volando, como pasa siempre cuando uno lo está disfrutando de verdad.

Fue justo al pasar por Cibeles cuando ocurrió. Me lo crucé. No puede ser… ¡es Forges! Nada más y nada menos. Paseaba en solitario por la acera, tranquilo, sin prisas, como si nada ni nadie le apremiara. Tal vez rumiando su próxima viñeta, quién sabe. ¿Cómo me dirijo a él?, pensé. Señor, caballero, perdone… Pero al llegar a su lado, sin pensarlo más, solté:
—Antonio, buenas tardes. ¿Me permite una foto con usted?
—Claro que sí, faltaría más —respondió, con esa amabilidad desarmante.

Madrid es enorme, y un viernes por la tarde, junto a la Cibeles, suele estar abarrotada. Le pedí a un señor mayor que pasaba con su esposa que nos hiciera la foto. Aceptó con toda la gentileza del mundo.
—¿Cómo va esto?
—Pues mire, enfoque la pantalla y pulse ahí, donde está la camarita.
—OK, ya está.
Me devolvió el teléfono y... ¡horror! Solo se ve el dedo del caballero, plantado justo en el centro del objetivo.

¿Cómo no voy a tener una foto con Forges, si unos días antes me hice una con el Risitas en Punta Umbría?
—Perdone, Antonio… es que no ha salido bien. ¿Le importa otra?
—Por supuesto, hombre, tranquilo.

Le expliqué de nuevo al caballero cómo sostener el móvil sin tapar el objetivo, y disparó otra. Esta vez sí salíamos Forges y yo… aunque su dedo seguía asomando a un lado. Bueno, pensé, edito y fuera.

Y fue en ese instante, creo, cuando el señor que hizo la foto se dio cuenta de quién estaba fotografiando. Con una sonrisa de oreja a oreja le dijo:
—Sepa usted que ha sido un honor hacerle una foto.

Le estreché la mano a Forges y me despedí con un simple:
—A seguir bien.
Él siguió su camino. El matrimonio, el suyo. Y yo me quedé editando la foto, orgulloso del encuentro inesperado con un referente del humor gráfico en este país. Un hombre que supo criticar la injusticia desde la ternura, el ingenio y la inteligencia.

Hoy, Forges ha muerto en Madrid, a los 76 años, víctima de un cáncer de páncreas. Juan Cruz le ha dedicado un bonito y emotivo artículo en El País. Estoy convencido de que aquel señor que nos hizo la foto se ha acordado también de ese momento.

Yo me quedo con el recuerdo imborrable de haberle dado la mano a alguien que nos ayudó —a carcajada limpia y con humanidad desbordante— a mirar con otros ojos este país.

 
“Todas las generaciones nos creemos que somos importantísimas para la inteligencia de la humanidad. Siempre tendemos a ver el mundo desde nuestro punto de vista. Yo no me siento emigrado a una nueva cultura, yo soy parte de esa nueva cultura. A mí la tecnología no me da miedo y creo que es una de las ventajas que tenemos en la búsqueda de la libertad”. (Forges)

20.2.18

La presbicia de mi memoria

Resulta que un buen, o mal,  día te ves obligado a aceptar lo que llevas tiempo dejando pasar por alto. Algo que has ignorado con la habilidad de un político en campaña o, directamente, has preferido negar con la fe ciega del que se cree inmortal. ¿Yo, problemas de visión? ¡Por favor! Si he tenido desde chiquillo la vista de un lince de Doñana en plena temporada de celo, de águila imperial oteando el Tajo desde lo alto de Toletvm, de buitre leonado haciendo guardia en el Salto del Gitano en Monfragüe, de gato callejero saltando chimeneas en un tejado londinense, de Nosferatu detectando una gotera en plena noche, de Clark Kent leyendo matrículas desde el ático del Daily Planet o de Robinson Crusoe divisando un barco entre la niebla desde lo alto de una palmera. Así de fino era mi ojo. Así de orgullosa mi retina.

Pero llega el día. Siempre llega. Te sientas en un restaurante con tu chica, mesa para dos, luz tenue de ambiente —esa que llaman “acogedora” pero que más bien parece diseñada por un topo con vocación de interiorista—, y el camarero, amable y trajeado, te ofrece la carta. Una carta elegante, minimalista, con letra tamaño sudoku nivel imposible. La agarras con firmeza, la alejas disimuladamente a la altura del sobaco del camarero, y musitas: “Es la luz... qué tenue está hoy la luz, ¿verdad?”. Y ahí estás tú, entrecerrando los ojos como Clint Eastwood en un duelo en el desierto, intentando descifrar si ese plato que tanto te apetece es ceviche de atún o cebiche de atún con uvas pasas. Por suerte, logras enfocar (más o menos) el arroz salvaje con verduras al pimentón de la Vera, las carrilleras ibéricas con dátiles y chutney de mango, y esa pasión roja del Jerte con merenguitos que suena más a pecado venial que a postre. Todo ello regado, como manda la tradición y la patria chica, con un “Habla de la Tierra”, ese tinto que uno ya empieza a necesitar para todo: para comer, para pensar... y para leer la cuenta sin llorar.

Y claro, la noche siguiente continúas con tu ritual de leer un poquito en la cama. Algo de historia, algún ensayo sesudo, un rato con la última de Care Santos, o algún poema de Federico, que nunca falla: Ay qué trabajo me cuesta, quererte como te quiero, aunque ahora lo que me cuesta es leerlo sin entrecerrar los ojos como un espía soviético revisando microfilmes. Así que decides que es momento de invertir en iluminación. Te compras un flexo LED, de esos futuristas, con brazo articulado, tres intensidades, temporizador y, por lo que cuesta, esperas que te lea el libro solo. Lo colocas, lo enchufas, intensidad tres, y... nada. El texto sigue borroso. Las letras bailan. “Será el cansancio”, te dices. O será que ya no tienes 30. Ni 35. Ni siquiera 40. Porque los 40 pasaron como el deseo: veloces, fugaces, intensos... tan intensos como efímeros. Como el primer sorbo de vino. Como aquel verano que prometía eternidad y terminó en dos domingos.

Y entonces, lo escuchas. La palabra maldita. Presbicia.

Suena a personaje de tragedia griega, a emperador caído o enfermedad victoriana. Pero no: es una condena oftalmológica. Es el aviso de que tus ojos, tan fieros antaño, ahora son unos jubilados que se niegan a enfocar de cerca. Y tú, claro, lo niegas. “Yo veo bien”, te repites. “Es la luz. Es el papel. Es el tipo de letra. Es Mercurio retrógrado”.

Pero no. Es la presbicia.

Una anomalía que te obliga a mirar el móvil con el brazo extendido, como si estuvieras en la pista de aterrizaje guiando un Boeing 747. Que te hace levantar las cejas con gesto de asombro perpetuo al intentar leer la letra pequeña del champú. Que convierte cada prospecto en un jeroglífico egipcio escrito por un farmacéutico con mala leche.

Y entonces, en ese punto de resignación lúcida, me doy cuenta: creo que también tengo presbicia en la memoria. Pero no en la memoria inmediata, no; esa aún va tirando. Es en la otra, en la memoria más profunda, la de largo recorrido. Esa que se va emborronando con los años como la tinta vieja, esa que empieza a reescribirse a su manera, con lo que uno habría querido vivir en lugar de lo que realmente pasó. La que dulcifica lo amargo, glorifica lo mediocre y, a veces, transforma una caída en bici en una hazaña épica con banda sonora de Ennio Morricone.

La presbicia de mi memoria no se cura con gafas. No hay óptica que la salve. Pero, ¿sabes qué? Tal vez, en algunas cosas, me esté haciendo un favor.

17.10.17

De todos los seres vivos que he conocido.


De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, dificil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama. Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad., él me transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría expresar.
Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí, innoblemente, ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo.
En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: ¡Muera la inteligencia!
En Granada, se refugió en casa de un miembro de la Falange, el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alonso fueron a detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.
Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en que iban a matarlo.
Pienso con frecuencia en ese momento.
Luis Buñuel. Mi último suspiro. (Memorias) 1982.

2.8.17

Lorca: Un poeta en Nueva York


"Poeta en Nueva York" debería ser considerado patrimonio de la humanidad, o al menos patrimonio cultural de este país, que con frecuencia menosprecia a sus grandes poetas y escritores o el reconocimiento les llega demasiado tarde, tan tarde que en la mayoría de los casos esos autores no viven para verlo. El caso de Federico, durante cuarenta años, más reconocido y leído en el extranjero que en España, es otro de los muchos que a día de hoy, a pesar de la trascendencia de su figura y legado, sigue sin tener esa difusión que con orgullo deberíamos propagar por cada rincón de este país. El cómic "Lorca, un poeta en Nueva York" nos muestra una particular y excelente visión sobre la estancia de Federico García Lorca en esta ciudad Estadounidense. A través de los testimonios de sus allegados y de las cartas que el poeta Granadino escribía desde la gran manzana, seremos partícipes de todas las pasiones, inquietudes y obsesiones de Federico.
Fue un 25 de junio de 1929 cuando desembarcó del transatlántico Olympic, con la compañía de su amigo y mentor Don Fernando de los Ríos.
"Pararé en América seis o siete meses y regresaré a París para estar el resto del año. Nueva York me parece horrible, por eso mismo me voy allí", le escribió  algunos días antes de partir a Carlos Morla Lynch, añadiendo, "Tengo además un gran deseo de escribir, un amor irrefrenable por la poesía, por el verso puro que llena mi alma todavía estremecida como un pequeño antílope por las últimas brutales flechas". Federico llegó a la cosmopolita ciudad con la sana intención de reparar cierto desengaño amoroso y del rechazo de sus amigos Buñuel y Dalí, tras su extraordinario éxito en España de su "Romancero gitano"
 Aquellos días de Lorca en Nueva York, ciudad con mil diferencias tanto culturales como sociales a la España y más en concreto a la Granada de finales de los años veinte del pasado siglo otorgará a nuestro poeta de una visión de la vida sensiblemente distinta a la que había vivido hasta entonces.
Los sueños del nuevo mundo, la multiculturalidad de los emigrantes, los negros de Harlem, el Jazz...
Cuando Federico regresó a España, todos pensaron que parecía otro, nuevo, renovado, y hay quien dice que aquella luz especial de ese viaje a Nueva York, le acompañó hasta aquella madrugada de agosto entre Víznar y Alfacar.

EL autor: Carlos Esquembre (Valencia, 1985) músico y dibujante formado en la Escola Joso de Barcelona. Ha trabajado como ilustrador freelance y realizado storyboards para producciones audiovisuales en Dacsa producciones, Timelapse creative Agency y Rimores Factory.
Su primera incursión en el cómic tuvo lugar en 2013, cuando se autopublicó "The body", un tebeo de ciencia ficción donde unos diminutos sanitarios son introducidos en el interior de un cuerpo humano enfermo. Además de eso, también ha participado en la antología "Visiones del fin", publicada por Aleta en 2015, pero "Lorca: un poeta en Nueva York"es su primera novela gráfica.

23.7.17

Brooklyn Follies


"La gente siente lo que siente. ¿Quién soy yo para decir si aciertan o se equivocan?"
Brooklyn Follies (Paul Auster)

19.7.17

Londres después de medianoche


"Londres después de medianoche" tiene parte de ficción y parte de realidad. Para los que somos aficionados tanto a la buena lectura, como al cine clásico, como al cine de terror, supone todo un homenaje emocionante y sorprendente.
La parte de ficción es la trama que con habilidad y maestría nos detalla su autor, Augusto Cruz.  La parte real es la de la historia de la película perdida, del mismo título del libro, y que ha sido objeto de búsqueda e investigación por infinidad de aficionados no sólo al cine, también a las historias malditas y con un cierto halo malvado y perverso. No se conserva ninguna copia de dicho film, al menos que se sepa, ya que la última de ellas  desapareció en 1967 en un incendio de uno de los almacenes de la Metro Goldwin Mayer.
 La novela de Augusto Cruz nos cuenta como Mc Kenzie, agente del FBI retirado y hombre de confianza de J.Edgar Hoover, es contratado por el famoso coleccionista Forrest Ackerman para investigar el paradero de la primera película americana de vampiros, el filme más buscado de la historia, "Londres después de medianoche", película  muda del año 1927 dirigida por Tod Browning, (director entre otras del clásico de 1931"Drácula" con Bela lugosi), con el mítico Lon Chaney como protagonista, que en España se tituló "La noche del espanto" Todo apunta a que la última copia se perdió a finales de los años sesenta, sin embargo, un enigmático joven afirma haber asistido recientemente a una proyección privada.
La leyenda asegura que "Londres después de medianoche" trajo la desgracia a sus actores porque en ella actuaban vampiros reales, que los cines que la exhibieron se incendiaron y que aquellos que la buscan desaparecen. Mc Kenzie, que no cree en maldiciones se lanza a la peligrosa misión de encontrar la película.

El autor:
 Augusto Cruz Nació en 1971en Tampico (México). Ha cursado talleres de guionismo cinematográfico en México y UCLA, así como el Masterclass en Dirección del Sindicato de Directores de México. Colaborador de Etiqueta Negra y La Nave, ha obtenido premios o becas por parte del CIGCITE, del Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes y del Centro de las Artes de Oaxaca. Desde hace unos años abrió una panadería en su ciudad natal, donde entre una generación y otra de panes exquisitos, escribe novelas de aventuras con un innegable sabor literario. "Londres después de medianoche" es su primera novela.

13.7.17

La forma de las ruinas



En el año 2014, Carlos Carballo es detenido por intentar robar el traje con el que fue asesinado en Bogotá en 1948 Jorge Eliécer Gaitán, líder político colombiano. Carballo, es un hombre  angustiado que  no deja de buscar señales para resolver los secretos de un pasado que no deja de obsesionarle profundamente. Un hombre martirizado con las supuestas mentiras de los libros y las resoluciones judiciales de la historia, que vive entregado de forma casi patológica a la causa de la impugnación de la versión oficial de la historia de su país. Pero nadie, ni siquiera sus amigos más cercanos, sospecha las razones profundas de su obsesión.
¿Qué conecta los asesinatos de Jorge Eliécer Gaitán cuya muerte partió en dos la historia de Colombia, y de John F. Kennedy? ¿De qué forma puede unc rimen ocurrido en 1914, el del senador liberal colombiano Rafael Uribe, marcar la vida de un hombre en el siglo XXI?
Para Carballo todo está conectado, y las coincidencias no existen. Tras un encuentro fortuito con este hombre misterioso, el escritor Juan Gabriel Vásquez se ve obligado a internarse en los secretos de una vida ajena, al tiempo que se enfrenta a los momentos más oscuros del pasado colombiano.
La forma de las ruinas es al mismo tiempo una intriga de investigadores investigados, una novela profundamente autobiográfica y una intensa exploración histórica. Una lectura adictiva, tan bella y tan honda como apasionante, y una indagación magistral en las verdades inciertas de un país que no acaba de conocerse. (Editorial Alfaguara)
El autor:
Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) es autor de la colección de relatos Los amantes de Todos los Santos y de las novelas Los informantes (escogida por la revista Semana como una de las más importantes publicadas en Colombia desde 1982), Historia secreta de Costaguana (Premio Qwerty en Barcelona y Premio Fundación Libros & Letras en Bogotá) y El ruido de las cosas al caer (Premio Alfaguara 2011, English Pen Award 2012 y Premio Gregor von Rezzori-Città di Firenze 2013). Vásquez ha publicado también una recopilación de ensayos literarios, El arte de la distorsión, y una breve biografía de Joseph Conrad, El hombre de ninguna parte. Ha traducido obras de John Hersey, John Dos Passos, Victor Hugo y E. M. Forster, entre otros, y es columnista del periódico colombiano El Espectador. Sus libros han recibido diversos reconocimientos internacionales y se han publicado en dieciséis lenguas y una treintena de países con extraordinario éxito de crítica y de público. Ha ganado dos veces el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. En el año 2012 ganó en París el Premio Roger Caillois por el conjunto de su obra, otorgado anteriormente a escritores como Mario Vargas LlosaCarlos FuentesRicardo Piglia y Roberto BolañoLas reputaciones fue su cuarta novela. Sus libros se han traducido a 26 lenguas y se han publicado en más de 40 países, con una extraordinaria acogida de crítica y público. La forma de las ruinas es su quinta novela. (Editorial Alfaguara)

9.7.17

El suspense llevado a su paroxismo



En Phoenix, Arizona, Marion Crane, una secretaria bella y decidida, se encuentra con su amante Sam Loomis en la habitación de un motel, aprovechando la hora del almuerzo para estar juntos a escondidas. La precariedad económica que ambos sufren les impide contraer matrimonio, y es ese peso lo que empuja a Marion a un acto desesperado: roba 40.000 dólares que su jefe le ha confiado para depositar en un banco. Sin pensarlo dos veces, huye de la ciudad conduciendo su coche.

El pánico la consume, la paranoia la acecha, y para evitar ser descubierta, decide dormir en el automóvil. Pero el destino no está de su lado: un policía sospechoso la sigue hasta un garaje donde, utilizando parte del dinero robado, cambia de coche para tratar de despistar. La noche la encuentra finalmente en el Motel Bates, un lugar solitario y casi olvidado. Allí, conoce a Norman, el joven y reservado gerente que cuida con esmero a su madre enferma, quien vive en la casa contigua al motel.

Después de una breve conversación con Norman, Marion se retira a su habitación. En un momento de aparente tranquilidad, decide tomar una ducha que quedará para siempre grabada en la historia del cine. Mientras el agua corre, es apuñalada brutalmente hasta morir. Norman, en un acto tan perturbador como calculador, culpa a su madre de la tragedia, limpia meticulosamente la sangre de la escena, coloca el cadáver de Marion en el maletero del coche y lo hunde en un pantano cercano, como tratando de enterrar también sus propios secretos.

La hermana de Marion, Lila, inquieta por su ausencia, visita a Sam. A ellos se une Arbogast, un detective privado encargado de recuperar el dinero robado. La investigación de Arbogast le lleva hasta el Motel Bates, donde interroga a Norman. Sin embargo, la búsqueda de la verdad tendrá un precio: Arbogast es asesinado cuando intenta contactar con la enigmática madre de Norman.

Decididos a descubrir qué ocurre, Sam y Lila se hospedan en el motel. Mientras Lila explora la casa y siente que algo siniestro se oculta tras sus muros, Norman intenta distraer a los visitantes con su habitual amabilidad. Lo que sucede a continuación cambiará para siempre el significado del suspense en el cine.

Alfred Hitchcock explicó en su día su forma de dirigir Psicosis con una sencillez asombrosa: “Usé cine puro para conmover al público. Todo lo hice con intención visual, dirigida por todos los caminos posibles al espectador. Por eso el asesinato en el cuarto de baño es tan violento. En esta historia, me importaba poco el tema o los personajes; me interesaba remover al público a través de todos los elementos del filme: la fotografía, la planificación, la banda sonora... Porque lo que intriga al público no es el mensaje ni una interpretación, ni siquiera una novela muy apreciada, sino la existencia de una película pura”.

El largometraje costó apenas 800.000 dólares, una cifra modesta incluso para la época. Fue rodado con un equipo de televisión para economizar, lo que obligó a filmar la mayoría de las escenas con rapidez. Pero cuando Hitchcock decidía otorgar un carácter verdaderamente cinematográfico a alguna escena, imprimía un ritmo mucho más lento y calculado. Así fue con la célebre escena de la ducha, que tardó siete días en rodarse, y que se convertiría en uno de los momentos más impactantes y estudiados de la historia del cine.

A pesar de estas limitaciones presupuestarias y técnicas, Psicosis recaudó más de 16 millones de dólares, convirtiéndose no solo en una obra maestra del suspense, sino en uno de los filmes más rentables de Hitchcock.

Más allá de la icónica escena de la ducha —que conmocionó al público al matar a la protagonista a los pocos minutos de comenzar la película—, hay otra escena que ha quedado grabada en la memoria colectiva: el asesinato del detective Arbogast mientras sube una escalera, magistralmente construido y ejecutado.

Otro pilar fundamental de esta obra es la banda sonora, un elemento crucial que, junto al juego de miradas y silencios, mantiene hipnotizado al espectador en un suspense constante.

El guion se basa en una novela de Robert Bloch, inspirada en un caso real de un joven psicótico, calvo y regordete, que vivía obsesionado con su madre en una mansión victoriana del medio oeste americano. Aunque el aspecto físico del personaje de la novela poco tiene que ver con el Norman Bates que interpretó Anthony Perkins, Hitchcock escogió la novela principalmente por el impacto inesperado del asesinato en la ducha. Y con su genialidad, transformó una historia vulgar y mediocre en un clásico absoluto, alabado por la crítica y considerado una joya que mezcla elementos fantásticos, melodramáticos, psicoanalíticos y de terror.

Rodada en blanco y negro, en una época en la que el color ya era estándar para los grandes estrenos, Psicosis ha resistido la prueba del tiempo como un film indispensable, un hito imprescindible en la historia del cine.



5.7.17

De proverbios, dichos, refranes y máximas

Se pueden decir muchas cosas. Se pueden lanzar mil frases al aire. Podemos decirlas porque sí, porque nos apetece, para adoctrinar o simplemente para aconsejar. Podemos soltar tonterías sin sentido ni lógica, sin tener ni puta idea de lo que hablamos.

Podemos soltar algo como: “Mira siempre las estrellas, pero nunca olvides encender la luz”. O podemos darle la vuelta: “Enciende la luz siempre, pero tampoco te olvides de mirar hacia las estrellas”. Frases bonitas, proverbios con su lado positivo, esos mantras que repetimos como si fueran la fórmula mágica.

Pero hay una que siempre me ha parecido especialmente brillante: “Al fin hemos encontrado a nuestro enemigo, y resulta que nuestro enemigo somos nosotros mismos.”

Hace mucho tiempo escuché una frase latina (latina de la de verdad, no de la de alguna canción de reggaetón) que decía: “Nec amor nec tussis celatur”, o lo que en nuestro lenguaje de andar por casa y zapatillas viene a ser: “Ni el amor ni la tos se pueden esconder.”

Esa verdad hoy está un poco pasada de moda. Porque ahora hay algo que no se puede ni quieren esconder: el poder.

Cuando escucho a alguien entonar el “Gaudeamus igitur, iuvenes dum sumus”, ese clásico “alegrémonos pues aún somos jóvenes”, ya no me suena igual.

Recuerdo un libro viejo que circulaba hace años, del que no logro recordar el título, pero que básicamente nos enseñaba a triunfar en la vida. Decía que si no puedes vencerlos, únete a ellos. Maquiavelo, ese filósofo renacentista cuya escultura seguramente os mira desde algún rincón, ya avisaba: no castigues a la fiera que no podrás aniquilar.

Camus lo dijo y muchos le creyeron: “El hombre rebelde es el que dice siempre no.” Lo que Camus jamás dijo, o al menos yo no he leído, es que algunos de esos que ayer se proclamaban rebeldes, diciendo no a todo, son hoy los déspotas de siempre. Y lo más curioso es que siguen diciendo que no. Por decir, o por no.


1.7.17

La araña de Penón

Han pasado más de ochenta años desde aquella madrugada trágica en la que Federico García Lorca fue arrebatado a la vida, un asesinato injusto y cruel que se clavó en la memoria de Granada y de España entera. Más allá de los rumores, las leyendas y las medias verdades, hoy tenemos un mapa, aunque imperfecto, de aquellos días oscuros en que la guerra civil española empezó a devorar a su propia gente. Sabemos quiénes fueron, más o menos, los protagonistas de aquella tragedia; conocemos los hechos, por muy difíciles que sean de asimilar; y tenemos el corazón apretado al pensar en la carretera de Alfacar a Víznar, ese camino polvoriento y abandonado que se convirtió en tumba y en símbolo de una barbarie sin nombre.

Durante décadas, hablar de aquel asesinato fue como pisar una mina: peligroso y prohibido. La España franquista se encargó de enterrar la verdad bajo un silencio cómplice, un tabú que no sólo censuró a periodistas y escritores, sino que intimidó a cualquier ciudadano que osara levantar la voz. Y así, la voz de Federico fue silenciada por mucho tiempo, su cuerpo permaneció desaparecido y su recuerdo casi olvidado dentro de nuestras propias fronteras, mientras fuera de ellas la admiración y el respeto por su obra crecía imparable.

Fue un extranjero, Gerald Brenan, quien rompió el hielo en 1950 con La faz de España, al señalar por primera vez, aunque con prudencia, lo que había ocurrido en Granada. Pero no fue hasta los años sesenta cuando Ian Gibson, un irlandés obstinado y paciente, se sumergió en el laberinto de mentiras, secretos y silencios que rodeaban el caso. Entrevistó a casi todos los que, directa o indirectamente, tuvieron algo que ver con la muerte de Lorca, sin miedo a incomodar ni a remover cenizas que muchos preferían que permanecieran frías.

En esos días, casi siempre surgía un nombre que parecía una sombra escondida entre las historias: Agustín Penón. Un hombre que ya había intentado, años atrás, hacer lo que Gibson apenas comenzaba a desentrañar. Penón era un barcelonés de familia emigrada a Costa Rica, que más tarde se trasladó a Nueva York y forjó una amistad con el escritor William Layton. Juntos crearon una serie radiofónica de éxito, cuyos ingresos les permitieron financiar un viaje a España en 1955 con un objetivo claro: esclarecer la verdad sobre el asesinato de Lorca, un tema que en el país natal del poeta era aún impensable tratar.

Durante más de un año, Penón recorrió Granada y sus alrededores con la tenacidad de un detective novelista. Recogió testimonios, fotografías, documentos y hasta logró localizar el certificado de defunción del poeta. Se entrevistó con personajes que vivieron aquella noche de verano, y con el principal responsable del asesinato, en una hazaña que parecía más un acto de valentía que una mera investigación. Sin embargo, su trabajo quedó relegado al olvido: la famosa maleta donde guardó todo ese material se perdió en el tiempo, y Penón, acosado por el miedo y las amenazas, tuvo que huir de Granada para acabar sus días en Costa Rica, en 1976.

No fue hasta 1995 cuando aquella maleta y la historia que contenía llegaron a manos de Marta Osorio, escritora de cuentos infantiles y amiga de Penón, quien guardó y protegió ese legado. Y es precisamente esa historia, ese viaje íntimo y valiente, la que Enrique Bonet ha convertido en un cómic que es mucho más que un simple relato dibujado. La araña del olvido es una obra maestra, una ventana a un pasado oscuro y complejo, un testimonio vivo que invita a adentrarse en uno de los episodios más turbios de la Granada conservadora y reaccionaria de entonces.

Porque contar la historia de Federico García Lorca es mucho más que rememorar al poeta; es enfrentar la memoria de un país, es desenterrar las sombras y mirar de frente la verdad, por dolorosa que sea.


28.3.16

Carlos Alonso

 Hacía más de una década que no lo veía. Tal vez dos, no sabría decirlo con exactitud. Ahora veo a Carlos casi todas las mañanas, con su manera de andar, medida y sincrónica. Hace ya mucho que dejó de ser el niño que conocí, pero parece un buen hombre. Me saluda, pensaba yo, con un cierto aire de cortedad y modestia. La vida lo habrá formado así; a todos nos modifica y nos esculpe de una manera diferente. Ya no es aquel gamberrete sin maldad que mis recuerdos me dibujan difuminado.

Día tras día, durante casi un año, la misma cortés y educada rutina:
—¡Buenos días, Alberto!
—¡Buenos días, Carlos! ¿Qué tal?
—Bien, bien.

Y sigue su camino de cada mañana: a comprar el pan, o a entrar o salir del portal de su casa para hacer lo que buenamente tenga que hacer.

Hace un par de semanas, tras su afable y cordial saludo, de repente se detiene y me pregunta:
—Oye, Alberto, ¿a ti te gusta la poesía?

—Pues sí, Carlos, me gusta la poesía —le respondo, sin extenderme más.

Me cuenta que ha escrito un libro de poesía. Bueno, en realidad, que ha recopilado las poesías que lleva escribiendo desde hace más de 25 años, y que por fin ha logrado publicarlas. Me pregunta si quiero uno de los ejemplares que tiene.
—¡Por supuesto! —le respondo—. Pero me lo tienes que dedicar, cual escritor de éxito que se precie.
—Eso está hecho, ahora mismo bajo uno.

A los pocos minutos aparece con un ejemplar en la mano. Rumbo a la frontera, se titula.

Carlos me cuenta que en ese libro narra su lucha desde los 16 años con una enfermedad: la esquizofrenia. Como voy apurado de tiempo, como casi siempre, le doy las gracias y sigo con mi trabajo, no sin antes prometerle que por la tarde, en casa, comenzaré a leerlo. Y eso hice.

En ese libro conozco al niño que nunca conocí, aunque durante años compartiéramos aula en la desaparecida EGB del colegio Salesianos. Cuenta que desde los 13 años empezó con los primeros síntomas; de lo infeliz que fue, de sus ingresos en el hospital, de las medicaciones a las que fue sometido, de su breve etapa laboral en la que fue víctima de un jefe “jeta” que contrataba empleados con minusvalías para recibir subvenciones, pero que después los explotaba hasta 16 horas al día. De sus amores imposibles, de su profunda fe religiosa, de su familia y de algunas ilusiones truncadas, muchas de las cuales ya nunca podrá realizar, pero siempre con ganas de seguir adelante.

Carlos desea que se tenga una mayor y mejor conciencia de su enfermedad. Que no por ser esquizofrénico se es una persona violenta o peligrosa. Lo cuenta en su libro entre poemas que dedica a cada uno de los momentos y personas clave de su vida. Y termina siendo consciente de los fallos que pueda haber en el libro, pero afirmando que todo lo que hay en él es lo que sale de su interior, porque lo vive así, a golpe de verso y prosa.

Y uno se queda, tras la lectura, algo absorto y meditabundo. Es ahora cuando comprende —haciendo un enorme esfuerzo de memoria— algo de aquella infancia de Carlos.

Amigo Carlos, compañero del colegio, que María Auxiliadora siempre te proteja, y que la vida, a partir de ahora, siempre, siempre te trate bien.
Carlos Alonso. Carlos. Carlitos. Carlos.


5.3.16

El hijo del trapero

 
Hay tardes en las que me dedico a hojear, casi al azar, antiguos libros que conservo en mi modesta, algo desordenada, pero querida biblioteca. Hoy, sin una razón aparente, porque no he visto últimamente ninguna de sus películas, ni siquiera una escena fugaz en esos programas, páginas web o blogs de cine que suelo frecuentar, me he acordado de Kirk Douglas.

Y como un resorte, mi memoria me ha llevado directamente a su autobiografía, El hijo del trapero, que efectivamente aún conservo, apilada en una de las estanterías más bajas, esas que acumulan polvo, sí, pero también afecto. Aunque fue publicada hacia 1989, creo que la leí unos ocho o nueve años más tarde, en una edición de bolsillo del Grupo Zeta que entonces pululaba por las librerías con cierto encanto humilde y accesible.

En esta autobiografía, que él mismo firma con sinceridad y sin demasiados adornos, descubrimos al verdadero Kirk Douglas, nacido Issur Danielovitch, hijo de un trapero judío ruso que emigró junto a su esposa a Estados Unidos a principios del siglo XX. A lo largo del libro, Douglas insiste, con un orgullo sin cinismo, en que nunca ha dejado de ser aquel humilde muchacho que leía a Byron mientras crecía entre privaciones, y que llegó a la universidad montado en un camión de estiércol. Esa imagen se me quedó grabada: una metáfora involuntaria, pero poderosa, del esfuerzo y la determinación.

Formado como actor teatral, acabó sucumbiendo a las promesas doradas de Hollywood, no tanto por ambición como por necesidad, para poder sostener a su familia. Allí, sin embargo, no se dejó amedrentar por los grandes estudios: fundó su propia productora, Bryna Productions, desafiando la tiranía de los magnates del celuloide, lo cual no era frecuente en los años 50.

Fue entonces cuando el público lo abrazó con entusiasmo tras su interpretación en El ídolo de barro (1949), donde encarnó a un boxeador tan ambicioso como atormentado. Fue una de esas películas que definen carreras. La fama, por supuesto, trajo consigo sus propias sombras. Una conocida columnista de la época —de esas que con una frase podían alzar o hundir una reputación— escribió: “La fama se le ha subido a la cabeza; se ha convertido en un hijo de puta”. A lo que Douglas, en un posterior encuentro, respondió con ironía y desparpajo: “Yo ya era un hijo de puta antes de ser famoso”.

En el libro, se adentra no solo en su carrera, sino en su proceso personal: lo escribió —según dice— tanto para entenderse a sí mismo como para comprender mejor a los personajes que interpretó. Entre ellos, destacan dos que han quedado marcados en la historia del cine: Espartaco, donde no solo protagonizó la cinta, sino que también produjo y se enfrentó abiertamente al sistema al contratar a Dalton Trumbo, guionista incluido en la lista negra del macartismo; y El loco del pelo rojo (Lust for Life), por el que ganó un Globo de Oro y fue nominado al Óscar en 1956 por su inolvidable interpretación de Vincent van Gogh.

En uno de los capítulos más honestos del libro, Douglas confiesa que siempre ha entendido mejor a los débiles que a los poderosos, pese a que Hollywood se empeñara en encasillarlo como temperamental o incluso arrogante. Entre las muchas anécdotas que relata, hay una especialmente simpática: en una ocasión, tras firmar un autógrafo a una joven que él creía impresionada por su fama, ella le dijo con naturalidad: “Tenía muchas ganas de conocer al padre de Michael Douglas”.

Y es que los tiempos cambian.

A sus 99 años, cuando aún se dejaba ver ocasionalmente en actos benéficos u homenajes, Kirk Douglas seguía siendo, al menos en espíritu, aquel muchacho de mirada intensa, capaz de enfrentarse al sistema, a sí mismo y a cualquier personaje que le pusieran por delante.

Mira por dónde, después de este pequeño ejercicio de memoria y relectura, me han entrado ganas de volver a deleitarme con uno de sus clásicos. Tal vez Cautivos del mal, o esa joya olvidada que es Senderos de gloria. Quizá solo necesite volver a escuchar su voz grave, ver esa mirada decidida y recordar que, de vez en cuando, el cine también sirve para entender mejor la vida.

27.2.16

Ramón Tosas "Ivá" en el recuerdo.

Hoy, mientras repasaba algunos viejos cómics que conservo como verdaderos tesoros, me vino a la cabeza el gran “Ivá”. Quizá para las nuevas generaciones o para quienes no vivieron su época dorada, Ramón Tosas, su nombre real, pueda parecer un dibujante de culto para una minoría, pero la verdad es que su legado artístico y cultural ha conseguido perdurar más allá de su tiempo, alcanzando incluso a aquellos que nacieron cuando él ya no estaba.

Ramón Tosas nació en abril de 1941 en Manresa, y aunque podría extenderme en una biografía larga y detallada sobre su obra, sus personajes más populares y las múltiples adaptaciones que sus historias tuvieron en cine, teatro y televisión, prefiero quedarme con el recuerdo de su humor directo, irreverente y atemporal.

Sus historietas de “Makinavaja” y “Historias de la puta mili” siguen provocándome carcajadas, incluso ahora, cuando el panorama cultural está tan condicionado por lo políticamente correcto y la sensibilidad a prueba de bomba. Seguro que muchas de sus viñetas habrían sido objeto de escándalo en esta época de redes sociales y tribunales de opinión rápida. Menos mal que no le tocó vivir estos tiempos modernos, porque habría sido un blanco perfecto para la caza implacable de los más carcas y conservadores, que abundan en estos lares.

Dicen que la vida de Ivá estaba llena de anécdotas tan mordaces como sus dibujos, y que muchas de ellas alimentaban la filosofía y la ética alocada de sus personajes, que repartían leña con un estilo único y un ojo crítico afilado contra cualquier sistema o moral preestablecida.

Una historia que siempre me ha hecho gracia tiene que ver con sus problemas de peso. Ramón era un tipo orondo, y eso le traía sus problemillas de salud. Un día, al subirse a la báscula, la aguja superó los 130 kilos, y en su casa decidieron que había que hacer algo. Así que, a regañadientes, Ivá acudió a un dietista que le impuso una dieta estrictísima. Pasaron las semanas y, aunque cumplía con todo, su mujer notaba que no perdía ni un solo gramo.

Lo insólito ocurrió cuando Ivá pilló una gripe y, claro, no pudo sacar a su perro a pasear. Lo hizo su mujer y notó algo curioso: el perro se paraba frente a todos los bares de la zona, y los camareros, al verlo acompañado por alguien que no era Ramón, preguntaban preocupados qué le pasaba al dueño, que ese día no había bajado a tomarse la cerveza y la tortilla de patatas que le ponían de aperitivo diario.

Así era Ivá, un tipo enorme —en todos los sentidos—, no solo por su físico, sino por la grandeza de su humor y la fuerza de su mirada crítica. Un hombre que sigue vivo cada vez que hojeamos sus cómics, porque la risa y la irreverencia no envejecen.



31.12.09

Lo dijo Bertrand Russell


"Un pesimista es un imbécil antipático y un optimista, un imbécil simpático,porque ninguno de los dos sabe lo que va a pasar".

Bertrand Russell (1872-1970) Filósofo y escritor