
Retrotraerse en el tiempo treinta años no es tarea fácil, sobre todo para alguien que por aquel entonces aún no había alcanzado ni la edad de hacer la primera comunión. Y, sin embargo, algunos recuerdos de aquella fecha —que pasó a la historia de nuestro país más como una bochornosa efeméride que como lo que pudo haber sido— siguen flotando en la memoria como fragmentos borrosos de una película mal montada.
No tengo una imagen clara del 23 de febrero de 1981. Es lógico: era un niño de tercero de la extinta E.G.B., y por mi cabeza no pasaban ni la política, ni los partidos, ni los bandos, ni mucho menos el eterno conflicto de las dos Españas. Y tampoco falta que me hacía. Según cuentan mis padres, aquella tarde la pasé en casa de mi abuela. Ellos estaban en Zafra, en una de tantas revisiones oftalmológicas a las que debía acudir mi padre por los problemas que arrastraba desde hacía años. La noticia del "asalto" al Congreso les pilló allí, en la sala de espera de una clínica, y fue un familiar quien les alertó por la radio de lo que estaba ocurriendo. Sin pensarlo mucho, pusieron rumbo de vuelta a casa. Algo gordo pasaba, y el cuerpo lo sabía.
Yo, sin embargo, no recuerdo nada de aquella tarde ni de esa noche. Supongo que para mí fue un día más, en la casa de mi abuela, con merienda y dibujos animados. Mi padre, como tantos otros españoles, se pasó la noche pendiente de la radio y de la televisión, tratando de entender si todo aquello que con tanto esfuerzo se iba construyendo —aquello llamado democracia— no iba a ser arrojado por el retrete por cuatro exaltados, cuatro nostálgicos de tiempos oscuros en los que mandaban sin más ley que su voluntad, sin más orden que su uniforme.
No guardo recuerdos del 23-F en sí, pero sí de la mañana siguiente. Mi madre dudaba si llevarme o no al colegio. Había rumores de que no habría clases, o de que la situación no estaba del todo clara. Pero al final, con la intervención del rey durante la madrugada y el ambiente algo más tranquilo, decidió mandarme al cole. Al fin y al cabo, en el pueblo no se notaba nada raro, a pesar de que por entonces existía uno de los acuartelamientos militares más importantes de la región —hoy ya desmantelado del todo— y aquello podía haber tenido otro color si las cosas hubieran salido mal.
Para mí, un golpe de Estado no era más que una expresión lejana. Me sonaba a lo mismo que la Feria del Queso de Trujillo: algo importante para los mayores, pero que a mí me interesaba más bien poco. Lo que sí recuerdo con claridad son los corrillos en la calle, los comentarios cruzados entre vecinas, las frases que se repetirían durante años: “¡Que se sienten, coño!” o “¡Quieto todo el mundo!”. Aquellas palabras, más tarde icónicas, ya entonces circulaban entre risas nerviosas y miradas aún tensas.
El desconcierto fue aún mayor al llegar al colegio. Cada niño contaba una versión diferente de lo sucedido, como si hubiéramos asistido a mil películas distintas: que si ETA había matado al rey y a Suárez, que si los franquistas habían asesinado a todos los del Congreso, que un guardia civil se había vuelto loco y había matado a diestro y siniestro... Un auténtico cacao mental. Y luego, al volver a casa a la hora en que normalmente ponían alguno de esos programas soporíferos de las tardes, descubrí que estaban emitiendo una película de Danny Kaye, una comedia titulada El asombro de Brooklyn. Así que, en mi lógica infantil, pensé: “¿Y por qué no podría haber un golpe de Estado todos los días si eso significa que echan pelis chulas por la tele?”. Cosas de la edad.
La intentona pasó, y poco a poco la vida volvió a su cauce. En apenas unas semanas, comenzaron a circular miles de cintas de casete llenas de chistes sobre lo ocurrido. Se escuchaban en los coches, en las casas, en los bares. Aquello que pudo haber sido otra de las páginas más oscuras de nuestra historia, acabó quedando para muchos como un episodio surrealista, casi de opereta, protagonizado por unos cuantos nostálgicos armados de ridículo y pistola.
Con el tiempo, fui comprendiendo el verdadero alcance de aquel día que de niño no supe interpretar. Lo que entonces me pareció un circo con uniforme, me provoca hoy una mezcla de vergüenza, pena y desasosiego. Vergüenza por lo que intentaron imponer unos cuantos, creyéndose dueños del destino de todos. Pena porque cuando este país empezaba por fin a desperezarse de un letargo de cuarenta años, hubo quien quiso volver a sumirlo en la oscuridad. Y desasosiego porque, aunque han pasado décadas, aún hay quien sueña con imponer sin convencer, como se hizo tantas veces a lo largo de nuestra historia.
La foto que acompaña esta entrada es de aquel curso de 1981. Viéndonos en ella, con nuestras caritas de niños que no sabían nada de nada, está claro que no entendimos de qué iba la película. La de las Cortes, quiero decir. Porque la de Danny Kaye, esa sí, esa nos gustó a todos.
3 comentarios:
Yo tengo un vago recuerdo de aquel dia...se que estaba en una academia de baile y de repente entraban padres a llevarse a sus hijos..yo no entendia nada..
Besos.
Mar
Yo si que tengo un recuerdo claro de aquel día. Y los que peor lo pasaron fueron las personas que se implican en la vida, las que nos sacan las castañas del fuego a los demás. el resto, que era la gran mayoría, estaban preocupados, pero no tuvieron que coger la maleta e irse a otro lugar donde nos les conocieran. Que vergüenza, todo por pensar de diferente manera. un saludo.
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