Érase una vez un libro tan encantador, atractivo, fascinante, seductor, educador, divertido, gracioso, tentador y sugestivo, que de tanto prestarlo y tanto leerlo una y otra vez por todas y cada una de las personas por las que fue cayendo en sus manos, perdió todas las palabras que tenía impresas hasta quedar totalmente en blanco.
Desde entonces, dediqué mi vida a buscar esas palabras perdidas.
He viajado por bibliotecas abandonadas donde los libros lloran de polvo, he preguntado a ancianas que recitan de memoria versos olvidados, he interrogado a poetas con resaca y a cuentacuentos que viven en furgonetas, he rastreado márgenes garabateados, dedicatorias manuscritas, esquinas dobladas como señales secretas… pero jamás he encontrado ninguna.
Y sin embargo, sé que están ahí. Tal vez en el suspiro que lanza alguien al cerrar un buen libro. En la pausa exacta entre dos frases de una conversación que importa. En las lágrimas de quien recuerda un capítulo querido. O quizás —y esto lo sospecho mucho—, se escondieron para siempre en los ojos de quienes alguna vez leyeron aquel libro y, sin saberlo, lo memorizaron con el alma.
Sigo buscando. Porque si alguna vez las encuentro, no pienso volver a escribirlas en papel.
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