Siempre supieron dónde estaban las fosas. Dieron carta blanca para que fueran destrozadas por excavadoras, aplanando el terreno y levantando sobre ellas esos adosados feos, de esos que ningún arquitecto querría firmar, y esos parques antiestéticos, llenos de columpios y bancos oxidados. Parques por los que ahora paseamos sin pensar demasiado, donde los niños corren, juegan al fútbol, gritan, sin imaginar que tal vez bajo sus pies yacen los restos de sus propios antepasados, enterrados bajo una gruesa capa de hormigón y olvido.
Callaron y permitieron. Víctimas y verdugos, unos para olvidar, otros para ocultar. Sabían que aún quedaban muchos cuerpos sin encontrar, muchos nombres sin pronunciar, muchos silencios que merecían una digna sepultura. Pero nunca quisieron reavivar odios ni reabrir heridas, esas heridas que aún supuraban en la memoria colectiva. Solo querían dar un último acto de dignidad a sus padres, a sus abuelos, a esos familiares a quienes les arrebataron la vida solo por una forma de pensar, una convicción, una idea que fue condenada al exilio... y a la muerte.
Y así, bajo parques y adosados, bajo la tierra removida y el cemento, el pasado sigue ahí, esperando, silencioso y persistente, que algún día lo recordemos con respeto.
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