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5.3.16

El hijo del trapero

 
Hay tardes en las que me dedico a hojear, casi al azar, antiguos libros que conservo en mi modesta, algo desordenada, pero querida biblioteca. Hoy, sin una razón aparente, porque no he visto últimamente ninguna de sus películas, ni siquiera una escena fugaz en esos programas, páginas web o blogs de cine que suelo frecuentar, me he acordado de Kirk Douglas.

Y como un resorte, mi memoria me ha llevado directamente a su autobiografía, El hijo del trapero, que efectivamente aún conservo, apilada en una de las estanterías más bajas, esas que acumulan polvo, sí, pero también afecto. Aunque fue publicada hacia 1989, creo que la leí unos ocho o nueve años más tarde, en una edición de bolsillo del Grupo Zeta que entonces pululaba por las librerías con cierto encanto humilde y accesible.

En esta autobiografía, que él mismo firma con sinceridad y sin demasiados adornos, descubrimos al verdadero Kirk Douglas, nacido Issur Danielovitch, hijo de un trapero judío ruso que emigró junto a su esposa a Estados Unidos a principios del siglo XX. A lo largo del libro, Douglas insiste, con un orgullo sin cinismo, en que nunca ha dejado de ser aquel humilde muchacho que leía a Byron mientras crecía entre privaciones, y que llegó a la universidad montado en un camión de estiércol. Esa imagen se me quedó grabada: una metáfora involuntaria, pero poderosa, del esfuerzo y la determinación.

Formado como actor teatral, acabó sucumbiendo a las promesas doradas de Hollywood, no tanto por ambición como por necesidad, para poder sostener a su familia. Allí, sin embargo, no se dejó amedrentar por los grandes estudios: fundó su propia productora, Bryna Productions, desafiando la tiranía de los magnates del celuloide, lo cual no era frecuente en los años 50.

Fue entonces cuando el público lo abrazó con entusiasmo tras su interpretación en El ídolo de barro (1949), donde encarnó a un boxeador tan ambicioso como atormentado. Fue una de esas películas que definen carreras. La fama, por supuesto, trajo consigo sus propias sombras. Una conocida columnista de la época —de esas que con una frase podían alzar o hundir una reputación— escribió: “La fama se le ha subido a la cabeza; se ha convertido en un hijo de puta”. A lo que Douglas, en un posterior encuentro, respondió con ironía y desparpajo: “Yo ya era un hijo de puta antes de ser famoso”.

En el libro, se adentra no solo en su carrera, sino en su proceso personal: lo escribió —según dice— tanto para entenderse a sí mismo como para comprender mejor a los personajes que interpretó. Entre ellos, destacan dos que han quedado marcados en la historia del cine: Espartaco, donde no solo protagonizó la cinta, sino que también produjo y se enfrentó abiertamente al sistema al contratar a Dalton Trumbo, guionista incluido en la lista negra del macartismo; y El loco del pelo rojo (Lust for Life), por el que ganó un Globo de Oro y fue nominado al Óscar en 1956 por su inolvidable interpretación de Vincent van Gogh.

En uno de los capítulos más honestos del libro, Douglas confiesa que siempre ha entendido mejor a los débiles que a los poderosos, pese a que Hollywood se empeñara en encasillarlo como temperamental o incluso arrogante. Entre las muchas anécdotas que relata, hay una especialmente simpática: en una ocasión, tras firmar un autógrafo a una joven que él creía impresionada por su fama, ella le dijo con naturalidad: “Tenía muchas ganas de conocer al padre de Michael Douglas”.

Y es que los tiempos cambian.

A sus 99 años, cuando aún se dejaba ver ocasionalmente en actos benéficos u homenajes, Kirk Douglas seguía siendo, al menos en espíritu, aquel muchacho de mirada intensa, capaz de enfrentarse al sistema, a sí mismo y a cualquier personaje que le pusieran por delante.

Mira por dónde, después de este pequeño ejercicio de memoria y relectura, me han entrado ganas de volver a deleitarme con uno de sus clásicos. Tal vez Cautivos del mal, o esa joya olvidada que es Senderos de gloria. Quizá solo necesite volver a escuchar su voz grave, ver esa mirada decidida y recordar que, de vez en cuando, el cine también sirve para entender mejor la vida.

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