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3.7.17

De las infelicidades y otros demonios



De vez en cuando me detengo a pensar en las felicidades e infelicidades que forman parte de nuestras rutinas. Y llego a sospechar que la infelicidad, en realidad, es sólo una cuestión de fe. De fe en nosotros mismos. Al final, somos tan desgraciados como decidamos permitirnos serlo.

Si alguien insiste en que no veamos las cosas como deberían ser, al menos veámoslas como realmente son. No como les gustaría que las viéramos. Tal vez, al final, la mejor opción sea convertirnos en cínicos. Pero no de los amargados, sino de los lúcidos.

Puede que sea cierto eso de que la vida verdadera es la que nunca vivimos. Pero siempre nos queda un recurso: soñarla. Imaginarla. Y eso, para según qué días, puede ser casi lo mismo que vivirla.

Nadie podrá decir que no eres una persona sensata, moderada, dialogante… si eres capaz de llegar a un completo acuerdo con cualquiera. Siempre que te dé la razón, claro.

La convivencia es esencial. Fundamental. Necesaria para mantener en pie este delicado equilibro que llamamos sociedad. Deberíamos, por tanto, llevarnos bien con todo el mundo. O al menos hasta que alguno nos venda… o nos clave el puñal por la espalda.

Hay quien dice que existe una fórmula, más o menos efectiva, para acercarse a algo parecido a la humildad: imaginar que somos una simple mota de polvo flotando —brillante, si quieres— en el aire de una mañana soleada. Vamos, ni más ni menos que lo que somos.

Como suele repetir alguien que conozco: si tomas un círculo y lo acaricias demasiado, se vuelve vicioso. Quizá, entonces, sea mejor ser cuadrado que redondo.

Y para cerrar, un diálogo de sabios… o de espabilados de la vida:

—Yo, con muy poquito, me contento. Aunque siempre deseo mucho.

—No hay hombre tan contento que, teniendo novecientos noventa y nueve, no quiera llegar a los mil.


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