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17.7.17

La lealtad


Esta podría ser una de esas historias que, a estas alturas de la vida, uno ya no recuerda con certeza si la leyó en alguno de esos libros que llegan a nuestras manos como por azar, sin pedir permiso ni anunciar su importancia. Tal vez la escuché en una de aquellas noches interminables de verano, tan propias de los últimos años de los ochenta o los primeros de los noventa, cuando las palabras se deslizaban entre amigos con la misma naturalidad que el vino en las copas. O quizás —¿por qué no?— la imaginé alguna vez, en un lugar cualquiera, de esos que han formado parte de mi vida sin yo haberlo notado del todo. Incluso cabe la posibilidad, no del todo improbable, de que la viviera en carne propia y luego, con el tiempo, la olvidara, como se olvidan tantas cosas que en su momento parecieron fundamentales.
Lo dicho: la memoria es frágil, caprichosa a veces, juguetona otras, como si no quisiera que descubriésemos del todo la verdad. O puede que sí recuerde con exactitud dónde la escuché o quién me la contó. Pero ya no importa. Ya no resulta relevante.

Y así fue como ocurrió esta, tal vez verídica, tal vez inventada historia que hoy me decido a compartir: la historia de un hombre que, una tarde cualquiera, como tantas otras, sintió ese impulso algo desesperado de sentarse a escribir. Pero las palabras no venían. Las ideas, como mariposas enloquecidas, revoloteaban fuera de su alcance. Esa impotencia —tan conocida por quienes aman escribir— lo invadía como una niebla espesa. Era, según parece, como intentar cavar en el aire.

En ese estado de zozobra y desazón se encontraba cuando apareció —o tal vez se le apareció— un amigo.

—¿Qué estás escribiendo, membrillo? —le preguntó, con esa mezcla de sorna y afecto que solo los amigos verdaderos pueden permitirse.

—Pues la verdad... no tengo ni idea. Dame una idea, algo, lo que sea. Si me inspira, escribiré sobre eso.

—Déjame pensar... —respondió el amigo, llevándose los dedos al mentón, como si extrajera de su interior alguna verdad olvidada—. El otro día estuve hablando con mi novia sobre la lealtad. Pues eso: escribe sobre la lealtad.

—Vale, te haré caso. Intentaré escribir algo sobre la lealtad.

Y se puso a escribir. Lo hizo con ese gesto medio ausente, con la mirada entre la pantalla y los recuerdos, y las manos a medio camino entre la duda y el impulso:

> "Si te entregas por completo sin dejar jamás de ser libre.
Si cumples siempre todo lo prometido, incluso cuando hacerlo duela.
Si no hieres, aunque te hieran.
Si no mientes, aunque a veces optes por callar.
Si te marchas cuando es necesario, pero nunca sin despedirte..."



Aquí el tipo levantó la vista del teclado y frunció el ceño, con esa expresión de quien no termina de reconocerse en lo que escribe.

—¿Voy bien? ¿Te gusta lo que llevo escrito?

—No sé... —respondió el amigo, rascándose la cabeza—. Suena un poco raro, ¿no crees?

El tipo suspiró, borró lo escrito y volvió a intentarlo. Esta vez, sin florituras ni excesos. Escribió de manera más directa, más sincera. Y escribió esto:

> "Pase lo que pase, seré siempre tu amigo.
Aunque pasen años sin vernos.
Aunque a veces no tenga fuerzas ni para escribir un simple mensaje.
Aunque olvide tu cumpleaños.
Aunque alguna vez hayamos tenido nuestras diferencias.
Siempre te recordaré con una sonrisa.
Y el día en que volvamos a encontrarnos, te daré un abrazo de los de verdad,
y será como si no hubiera pasado ni un solo día desde la última vez que nos vimos."



—¿Y ahora? —preguntó el tipo, esperando el veredicto.

—Sí, ahora sí. Me gusta —dijo el amigo con una sonrisa.

—¿Pero qué más?

Entonces el tipo simplemente sonrió, con esa sonrisa serena de quien ya no necesita añadir nada más.
Y el amigo, en ese preciso instante, comprendió —sin palabras ni explicaciones— lo que era, en el fondo, la verdadera lealtad.

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