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12.6.25

El Vampiro del túnel de Santa Catalina (basado en hechos reales)

 EL VAMPIRO DEL TÚNEL DE SANTA CATALINA

Mérida, verano de 1978.

España estaba en plena Transición, ese limbo extraño entre una dictadura que se resistía a morirse del todo y una democracia que aún no sabía andar sola. La Constitución todavía era un borrador lleno de tachones, y mientras algunos aprendían a decir “libertades civiles”, otros seguían diciendo “sí señor” por inercia.

En los pisos del barrio, se vivía con lo justo: una radio en la cocina, una televisión en blanco y negro con interferencias galácticas, y mucha resignación heredada. Los hombres trabajaban en la RENFE, en talleres, de peones de obra, en la fabrica de Corcho, en el Matadero, en Correos o en la Policía Nacional; las mujeres sostenían el mundo con fregonas, cazuelas, llevando a los niños a la es escuela y el resto de vecinos solían ser gente que hablaban demasiado y miraban mucho detrás de las cortinas.


En Santa Catalina, uno de los barrios más sencillos y vivos de Mérida, la vida transcurría entre el barro de las calles aún no asfaltadas, el humo de las cocinas, los pregones a gritos de los vendedores ambulantes, y los chismes que cruzaban las calles antes que el panadero o el repartidor de la bombona.

Santa Catalina se asentaba junto al río Albarregas, que entonces no era más que un cauce sin canalizar, plagado de juncos, botellas, y algún zapato sin dueño. Para los chavales, aquello era un paraíso: pasaban las tardes cazando ranas con botes oxidados y cañas de pescar improvisadas, chapoteando entre fango y basura como si fueran en busca del Dorado.

Dominando gran parte del paisaje se alzaba el acueducto de San Lázaro, una reliquia de piedra reutilizada a base de retales del antiguo acueducto romano. Los niños lo trepaban como si fuera un fuerte medieval, y los mayores lo miraban con orgullo silencioso, como quien contempla una herida antigua que aún aguanta en pie.

En 1978, la televisión tenía el mismo poder que la misa del domingo, pero con más audiencia. Dos cadenas, muchas reposiciones y una programación que podía pasar de un reportaje de pastores de Soria a un episodio de Dallas sin previo aviso.

Ese verano, Starsky y Hutch causaba furor entre los chavales del barrio. Dos polis americanos, coches veloces y mucha chaqueta de ante. Y una noche fatídica del mes julio, TVE emitió un capítulo de Starsky y Hutch que dejó una marca profunda en la mente de muchos. Se titulaba “El Vampiro” (Temporada 2, episodio 6), y narraba cómo los detectives investigaban una serie de asesinatos atribuidos a un hombre disfrazado de vampiro. El asesino tenía delirios, creía ser inmortal y atacaba a mujeres para beber su sangre. Todo ello enmarcado en una atmósfera más tenebrosa de lo habitual, con neblina artificial, colmillos postizos y un villano tan ridículo como inquietante.

La estética gótica del episodio, combinada con la inquietante figura del asesino, que se movía por los tejados y aparecía de la nada, caló en la mente de más de un espectador impresionable.

Todo empezó una noche calurosa de julio, cuando en casa de Doña Engracia, una humilde vivienda prefabricada de la desaparecida barriada de La Paz, el televisor en blanco y negro —un Inter de 14 pulgadas con mando a distancia atado con un cordón— sintonizaba TVE 1, y la cortina del salón ondeaba perezosa por la corriente de aire.

Serafín Morales, su hijo, tenía entonces 38 años y un bigote a medio salir. Había dejado hace poco un trabajo de peón municipal “por estrés emocional” (se cayó de un andamio bajito), y pasaba los días entre la siesta, las radios locales y los paseos hasta el bar de Ciriaco, donde pedía una Mirinda y echaba una ojeada al Marca y al Hoy.

Aquella noche la programación no prometía gran cosa: una reposición de Los camioneros, seguida de una película rumana con subtítulos que nadie leía. Pero después, como si los astros se alinearan, anunciaron:

 Y a continuación: Starsky y Hutch. Episodio titulado ‘El Vampiro’.

Serafín, que había sido aficionado a los cómics de Colmillo Blanco y Zarpa de Acero, se relamió. Puso los pies sobre una silla de mimbre, se sirvió un vaso de gaseosa Zasil con anís del mono, y se preparó para lo que él pensó que sería “otra de polis americanos persiguiendo melenudos”.

Pero lo que vio fue otra cosa.

En la pantalla, un hombre vestido de negro salía de las sombras, con la cara blanca, capa al viento y colmillos brillantes. Acechaba a mujeres solas, se movía como una sombra sobre los tejados, y hablaba como si viniera del más allá.

Serafín se quedó hipnotizado. No por el miedo, sino por la estética. Por el misterio. Por el dramatismo innecesario. Por ese aire de película de terror barato que, sin saber por qué, le dio una idea.

—¿Y si yo…? No, no… ¿y si yo salgo por las noches… así… pero en el túnel de Santa Catalina?

—¡Hombre! No para atacar a nadie. ¡Para dar ambiente!

A la mañana siguiente, pidió a su madre que no tirara la cortina vieja del cuarto de costura. La recortó, la dobló, le cosió una cuerdecita y se la probó frente al espejo del baño. Se miró y pensó:

—Parezco una mezcla entre Drácula y Superman de andar por casa.

Pero eso no lo detuvo. Al contrario. Sintió que los del barrio de Santa Catalina necesitaban algo así. Un susto, una leyenda, una historia que contar.

Y así, con una vieja capa, unos colmillos hechos con una cuchara partida por la mitad, y mucha, mucha ilusión…

el Vampiro del Túnel bajó por primera vez al paso ferroviario de Santa Catalina, justo cuando caía la noche y las primeras bicicletas pasaban de vuelta del río.

Primero fueron unos niños que volvían tarde a casa de jugar al fútbol los que aseguraron que una figura “negra y altísima” había salido del túnel haciendo ruidos de murciélago con flemas. Luego, Doña Remedios, vecina de la calle Ancha, dijo haber visto a “un ser con capa negra que levitaba por la calle como si fuera en patines invisibles”.

En menos de una semana, el barrio ardía de teorías:

—Dicen que el vampiro mide dos metros y medio.

—Que bebe sangre de perros callejeros.

—Que se esconde bajo el acueducto de día y por la noche se sube a los tejados.

Las madres no dejaban a los niños salir. Los padres empezaron a ir al bar en grupo. Y los chavales ideaban planes de defensa con ajos, tirachinas y crucifijos de plástico.

Una madrugada, el vampiro decidió plantarse en medio del túnel con los brazos en cruz, esperando volver a a asustar al grupo de chavales que solían volver tarde de jugar al fútbol.

Pero el destino quiso que pasara antes un camión de reparto de La Casera, que al verlo quieto, con capa y colmillos, frenó de golpe y volcó dos cajas de sifones.

El conductor, un Cacereño con mucha mili hecha, no se asustó, sino que le lanzó una botella de litro al grito de ¡Payaso!.

El vampiro huyó tropezando con su propia capa, y esa noche el túnel olía a gaseosa durante horas.

Otra noche, una señora del barrio, Doña Milagros, harta de escuchar las historias  de los sustos, decidió salir una noche a pasear con su perro Napoleón, un caniche nervioso que llevaba la correa como un lazo de lazo rosa.

El Vampiro, creyéndose en Transilvania, apareció entre unos matorrales con un “¡Blaaaaah!”. Pero Napoleón, lejos de asustarse, le saltó al pecho y le mordió la pantorrilla con una furia que solo dan los lazos rosas y los dueños rencorosos.

El “vampiro” corrió gritando, perseguido por el perro hasta que pudo esquivarlo. A la mañana siguiente, la noticia ya corría:

—¡Lo acojonó el caniche de Doña Milagros!

—Dicen que ahora le tiene miedo a los lacitos.

Pero el momento cumbre llegó una noche en que el señor Ciriaco,  carnicero de profesión y algo corto de vista, escuchó un ruido en lo alto del túnel al regresar a casa después de una dura jornada de trabajo. Al ver una figura negra correteando sobre él, no dudó: le lanzó una pata de jamón curado, gritando:

—¡Pa que vuelvas, demonio!

La figura tropezó, chilló con voz muy humana (“¡Ay mi lumbago!”), y salió corriendo sin elegancia sobrenatural alguna.

Eso ya no era un vampiro. Eso era alguien haciendo el ridículo.

Corría ya finales de septiembre de 1978. Las noches empezaban a enfriar, los chavales volvían al colegio con mochilas de cuero y cuadernos Rubio, y los sustos en el túnel de Santa Catalina eran ya una costumbre tan habitual como el sonido de la máquina del tren pasando por encima. Había quienes incluso cambiaban de ruta solo por no cruzarse con “aquello que volaba” bajo el acueducto de San Lázaro.

La leyenda crecía: que si medía dos metros y medio, que si hablaba en latín, que si lo había visto un municipal y se le cayó el gorro del susto. Lo que nadie sabía —salvo Doña Engracia— era que el monstruo en cuestión dormía hasta las once, se comía dos magdalenas para desayunar y planchaba su capa con cuidado los miércoles.

Pero los vecinos ya estaban hartos. A uno se le cayó la compra del susto, a otro se le escapó el perro, y una señora mayor acabó en el ambulatorio con un esguince de risa nerviosa.

Así que una noche, la Comisaría de Mérida, en coordinación con dos patrullas de barrio y un cabo llamado Gómez de los Reyes, decidió tenderle una trampa.

Montaron vigilancia desde un Simca 1200 sin distintivos, aparcado a la entrada del barrio, y uno de los agentes, disfrazado de paisano, se ofreció como cebo: se vistió con pantalones de campana y camisa estampada, e iba paseando con una barra de pan bajo el brazo como quien viene de la tienda.

Serafín, mientras tanto, ya estaba en su escondite habitual, una caseta abandonada de un guarda de la RENFE junto al puente, ultimando detalles. Esa noche llevaba una mejora en el disfraz: dos murciélagos de plástico colgados de un hilo de pesca, que pensaba hacer bajar en el momento justo.

Cuando el agente disfrazado cruzó el túnel, Serafín se deslizó entre las sombras, dejó caer los murciélagos y gritó con toda su alma:

—¡Sangreeeee…!

Pero no llegó a terminar la palabra. Tres linternas se encendieron de golpe.

—¡ALTO! ¡POLICÍA NACIONAL!

—¡QUIETO, VAMPIRO!

Serafín, con los nervios, tropezó con su propia capa y cayó redondo al suelo. Uno de los murciélagos se le quedó enganchado en la oreja.

Los agentes lo rodearon. Uno le apuntó con la linterna, y el cabo Gómez de los Reyes, sin poder evitar la risa, murmuró:

—¿Pero qué demonios es esto, hombre…?

Serafín, desde el suelo, con voz grave, dijo:

—¡No soy un peligro! ¡Solo quería hacer ambientación!

—¿Ambientación dice usted…? ¿Con una cortina y murciélagos de plástico?

Lo subieron al coche patrulla con suavidad. No opuso resistencia. Solo pidió que no le pisaran la capa. Uno de los agentes, para calmarlo, le dijo:

—Tranquilo, Drácula. Te llevamos al castillo… pero con radiadores.

Ya en comisaría, entre risas y confusión, se dictaminó que el autor de los sustos era un pobre diablo sin maldad, con más imaginación que sentido práctico.

Le cayeron una multa simbólica, un tirón de orejas de su madre doña Engracia, y el apodo que ya no lo abandonaría jamás: “El vampiro de Santa Catalina”.

El barrio volvió a la normalidad: los niños a sus ranas, los padres al dominó, y las madres a la ventana. El túnel ya solo daba miedo por la humedad y el olor a pis.

Y aunque España avanzaba hacia la modernidad con Constitución, democracia y copas europeas perdidas, en Santa Catalina seguía flotando la historia del hombre que quiso ser vampiro… y acabó perseguido, entre otras cosas, por un caniche y un jamón volador.

Porque si algo sabían los vecinos era esto:la realidad española siempre ha sido una mezcla de tragedia, comedia… y un poco de serie americana mal entendida.

Han pasado casi cincuenta años desde aquellas noches absurdas y gloriosas en el túnel ferroviario de Santa Catalina. El río Albarregas ya baja canalizado, el viejo túnel se remodeló años después  con nueva iluminación, y donde antes había zarzas, ahora hay chalets adosados, bancos de hormigón y placas solares.

Y Serafín Morales, aquel chaval casi cuarentón que se disfrazaba de vampiro con una cortina y colmillos de plástico, vive hoy en una residencia de mayores de Mérida.

Comparte habitación con un ex policía municipal, Don Hilario, con quien se lleva regular porque este le apaga la tele justo cuando están echando reposiciones de Curro Jiménez. Aun así, Serafín no se queja. Tiene lo justo: su pensión, una foto antigua en la mesilla, y un bastón con el que se pasea por el patio como si aún llevara la capa negra al viento.

Conserva algunos recuerdos:

– Una dentadura postiza adaptada con dos colmillitos que se pone para reír a las enfermeras.

– Una réplica de su capa original, hecha por una sobrina que se la regaló por su 80 cumpleaños.

– Y un viejo DVD con capítulos grabados de Starsky y Hutch, entre ellos “El Vampiro”, que ve al menos una vez al mes.

Cada vez que alguien nuevo llega a la residencia, él se presenta así:

—Serafín Morales, antiguo Conde de Santa Catalina. Cazador de sustos, especialista en niebla de brasero y vampiro jubilado.

A veces se lo creen. A veces no. Pero todos acaban riéndose cuando cuenta lo del jamón volador y lo del perro de Doña Milagros. 

Por las tardes se sienta junto al ventanal, y mirando hacia el horizonte de la ciudad, recuerda en silencio aquellas noches en las que creyó, con toda el alma, que asustar con una capa vieja era una forma de darle un poco de magia y emoción al barrio.

Y a veces, muy de vez en cuando, algún nieto de los vecinos le pide:

—Serafín, cuéntame otra vez lo del vampiro que se asustaba a la gente en los años 70

Y él sonríe, se ajusta la manta en las piernas, y empieza a contar… como si fuera la primera vez.


10.6.25

La leyenda del roba cubatas

 


Crónica en clave de misterio, alcohol y resaca generacional

Cuentan los veteranos de la noche Emeritense —los que sobrevivieron al siglo XX a base de botellón y Macetas de vino con limón — que hubo un tiempo, entre los años crepusculares de los 90 y los balbuceos tecnológicos del nuevo milenio, en que un espectro recorría los bares de Mérida. No era un alma en pena, ni un guardia civil fuera de servicio. Era... el roba cubatas.

Sí, así le llamaban: el roba cubatas. Con artículo definido y todo. Porque no había otro igual. No era un ladrón de carteras, ni un rompebragas de pista. No. Este personaje, cuya identidad sigue siendo un misterio envuelto en humo de tabaco y luces estroboscópicas, se dedicaba exclusivamente a sustraer bebidas
. Combinados, Cubatas, Copas a medio beber, a punto de tocar los labios de su legítimo dueño. Era como un ninja con resaca. Como un gato sigiloso con la mandíbula floja y mucha sed.

Todo comenzó, como comienzan las grandes leyendas, en el Dada, un pub de techos altos, iluminación cálida y baños que olían como si la década de los 80 aún no hubiera terminado. Allí, una noche de viernes cualquiera, un grupo de amigos dejó sus copas sobre la barra para ir a hacer lo que se hacía en esos años: hablar con gritos, pedir más hielo, discutir sobre qué canción era mejor, si “Smells Like Teen Spirit” o “Yo quiero bailar toda la noche”.

Cuando volvieron... las copas ya no estaban.

—¿Tú te la has bebido, Pedro? —No, yo estaba hablando con la de la barra. —¿Y tú, Jose? —¡Ni de coña, si yo estoy con el quinto gin tonic!

Y ahí nació la sospecha. Alguien las había robado.

Los testimonios eran confusos. Algunos decían que era bajito, con chaqueta de pana y gafas de pasta. Otros que era alto, pálido y con pinta de estudiante de Filosofía. Pero todos coincidían en algo: era tímido. Tan tímido que parecía no estar nunca allí. Se deslizaba entre la gente como un rumor. Nadie lo oía, nadie lo veía, pero de pronto tu copa ya no estaba.

Y no se limitaba al Dada. Su sed no conocía fronteras. Atacó también en el mítico Trentaitantos, donde dejó a una despedida de soltera sin su ronda de chupitos. Luego en el Berlín, donde se bebió un White Russian a medio acabar y huyó por la puerta trasera. E incluso llegó a infiltrarse en la Sala DT, el templo de los ritmos bacalaeros y la camisa negra abierta hasta el esternón. Allí, en mitad del humo artificial y la rave interior, desaparecieron no menos de seis copas en una sola noche. La prensa local nunca se hizo eco. Tal vez por vergüenza, tal vez por respeto al mito.

Con el tiempo, la comunidad noctámbula empezó a desarrollar verdaderas estrategias de defensa. Algunos sujetaban sus copas como si fueran recién nacidos. Otros pedían vasos de tubo de color fosforito para reconocerlos desde lejos. Hubo quien ataba la copa a la trabilla del pantalón con un cordón de zapato. Los más paranoicos diseñaron turnos de vigilancia mientras los demás iban al baño.

Y aún así, el roba cubatas atacaba.

El truco, decían, era su capacidad de adaptación. Aprovechaba la música alta, el baile convulso, las luces parpadeantes. En ese momento en que uno se gira para ver si han puesto “Saturday night” de Whigfield, ¡zas! —adiós al Ron Cola.

No discriminaba. Podía beberse un gin con tónica premium como un tubo de coñac con Coca-Cola. Incluso se llegó a decir que se bebió un “sol y sombra” en la barra del Berlín y una pinta de Guiness en la Bremen.

Algunos dicen que fue un alma rota por un desamor universitario que decidió vengarse del mundo quitando los cubatas a la gente.

A lo largo de los años, las mentes lúcidas, y más borrachas de Mérida han intentado desentrañar el enigma que rodea al roba cubatas. Al no existir pruebas concluyentes, han surgido múltiples hipótesis sobre su verdadera identidad y las causas que lo llevaron a emprender tan peculiar cruzada etílica. Otras teorías son las siguientes: Según la leyenda urbana con tintes paranormales, el roba cubatas sería una especie de espíritu etílico, nacido de la mezcla de una mala borrachera, una promesa incumplida y una canción de OBK sonando de fondo. Se manifiesta como una brisa helada que apenas se percibe entre los acordes de "Insomnia" de Faithless. Algunos incluso afirman haber visto una sombra deslizarse entre los cuerpos en la pista justo antes de que una copa desaparezca sin dejar rastro.

Este Ente, dicen, no tiene rostro, solo una silueta envuelta en gabardina oscura y olor a Whisky del Carrefour, por aquellos entonces Continente. No camina: flota. No bebe: absorbe. Y no distingue entre sexos y estilos: igual roba un Gin Tonic, que un whisky solo de un tipo duro, que un daiquiri rosa de alguien que baila con escote de red y gafas de sol a las cinco de la madrugada.  Lo único que busca es lo que se ha dejado vulnerable. Es un depredador del descuido.

Un grupo de estudiantes de Historia del arte intentó una vez invocarlo haciendo sonar una lista de reproducción de clásicos de la noche Emeritense. Del grupo Ama a Juan Luis Guerra, pasando por REM y con "Mi gran noche" de Raphael, mientras dejaban una copa de Brugal sola durante siete minutos exactos. Dicen que la bebida desapareció, pero también una sudadera Adidas y dos Cds de Mákina Total 3.

La hipótesis sobrenatural nunca fue confirmada. Pero aún hoy, hay quienes prefieren mantener su copa en la mano incluso mientras bailan, orinan o hacen video llamadas dramáticas a las tres de la mañana. Por si acaso.

Y así, entre teorías, leyendas y lagunas de memoria, el origen del roba cubatas sigue siendo un misterio.

Quizás fue uno. Quizá fueron muchos. Quizás en el fondo, muchos llevan dentro un pequeño roba cubatas, pero no todos tienen su maestría y sigilo.

20.5.25

El mejor piloto de la Galaxia

 El mejor piloto de la galaxia no era Luke Skywalker, ni Han Solo, ni siquiera Anakin Skywalker, que más tarde sería conocido como Darth Vader.

El mejor piloto de la galaxia era mi padre.

Cada verano, a comienzos de agosto, allá por los primeros años de los 80, despegábamos muy de madrugada a bordo de nuestra invencible nave interestelar: el legendario Renault 12 TL.

Nuestro viaje hacia el sur, desde Mérida hasta Bolonia (Cádiz), no era simplemente una ruta por la antigua carretera Nacional 630. Era una auténtica misión estelar. Una travesía repleta de peligros, asteroides, campos de gravedad extraña y naves enemigas al acecho.

Para un niño de nueve o diez años, aquel trayecto era una odisea galáctica. Los pueblos que cruzábamos se transformaban en misteriosas civilizaciones alienígenas. Sus luces parpadeantes en la madrugada parecían señales de advertencia. Algunas casas solitarias, entre arboledas dormidas o junto a riachuelos, encendían luces tenues como faros de mundos oscuros. Allí, en la imaginación fértil del copiloto más joven de la nave —yo mismo—, acechaban siniestros seres, quizá caballeros Sith ocultos, esperando atacar a los pocos valientes que osaban cruzar sus dominios.

Pero no había peligro real. Porque nosotros teníamos al mejor piloto de la galaxia.

Papá.

Calmado, sereno, con la mirada fija al frente y las manos firmes sobre el volante-nave, guiaba nuestra travesía con una mezcla perfecta de valor y ternura. Ningún enemigo nos haría frente mientras él estuviera al mando. Era invulnerable. Inquebrantable. Nuestro escudo y nuestra lanza.

Los camiones y furgonetas que adelantábamos eran, en realidad, enormes cargueros espaciales que transportaban colonos, provisiones o armamento a otros planetas más seguros. Y la luna llena, brillando majestuosa, se nos presentaba como la Estrella de la Muerte, aún incompleta pero ya peligrosa, observándonos desde la negrura del espacio, esperando el momento para activarse. Teníamos que llegar a nuestro destino antes de que lo lograra.

Y así, después de horas de vuelo, cuando el primer rayo del sol atravesaba el horizonte, una brecha de luz rasgaba la noche estelar y la galaxia entera comenzaba a desvanecerse. Atravesábamos entonces una especie de túnel espacio-temporal y aparecíamos, como por arte de magia, en Santa Olalla (Huelva), donde hacíamos una parada técnica para repostar churros y chocolate.

Pero la misión no acababa allí. Papá retomaba el mando, encendía los sistemas, y nosotros volvíamos a despegar hacia el planeta Bolonia, un rincón paradisíaco al borde del universo, donde por fin podíamos bajar del Renault 12 y caminar, jugar, correr... vivir.

Hoy, desde esta dimensión —desde este planeta llamado adultez— a veces cierro los ojos y, con el corazón aún de niño, lo imagino allá arriba.

Mi padre.

Mi Jedi.

Protegiéndonos desde otra galaxia, desde otros planos de existencia, desde el más allá. Sé que, mientras él esté allí, vigilante, nada malo podrá pasarnos. Él sigue pilotando, desde el infinito, nuestras vidas.

Gracias, papá, por tantos viajes, por tanta magia, por tu amor sin medida.

Te echamos mucho de menos.

Pero sé que sigues al volante.

Y mientras sea así, la galaxia está a salvo.


6.7.22

Cuestión de perspectiva

Las redes sociales, ese universo paralelo que decidimos inventar hace ya más de una década —posiblemente con más ilusión que criterio—, siguen siendo nuestro vertedero emocional favorito. Allí volcamos sueños truncados, fotos de desayunos innecesarios, indirectas muy directas y filosofías dignas de un posavasos. Hace unos días, mientras hacía scroll sin rumbo fijo, me encontré con una imagen que me recordó una de mis más temerarias hazañas: una postura casi acrobática que adopté en la Alhambra de Granada con el único objetivo de conseguir una foto “medio decente”. Aclaro: decente para el estándar 2011, porque hoy esa foto no pasaría ni el filtro del filtro.

Han pasado once años desde aquella escena, que en mi cabeza sigue teniendo la épica de una película de acción, pero con más torpeza y menos presupuesto. Desde entonces, he vuelto varias veces a esa bella y Lorquiana ciudad que huele a jazmín, historia y tapas... pero no he regresado a ese majestuoso monumento. Tal vez por respeto, tal vez por pereza, o simplemente porque a uno le da miedo no estar a la altura de los recuerdos (o de las escaleras).

Las fotografías, como casi todo en esta vida, dependen del ángulo: del que tomas y del que te toma por sorpresa. A veces son espejismos; otras veces, portales. Las imágenes de ayer se comportan como esos calcetines perdidos que aparecen cuando ya te habías rendido: sin previo aviso y en el momento menos pensado. Y cuando reaparecen, no puedes evitar sonreír, aunque sea con un poco de nostalgia o con cara de “¿en serio tenía ese peinado?”

Recordar es sencillo cuando lo que recuerdas te saca una sonrisa (o al menos no una denuncia por mal gusto). Pero hay una cosa que deberíamos tatuarnos en el alma —aunque la memoria sea tan resbaladiza como una pastilla de jabón en ducha ajena—: el hoy ya es nunca más. Y eso, amigos, nunca hay que olvidarlo… aunque casi siempre lo hagamos.

Casi dos años después regreso a este blog, que ha estado ahí todo este tiempo, como un gato que te observa desde lo alto de un armario: silencioso, paciente, juzgándote un poquito. Dos años intensos, vividos a tope, saboreados con la lengua entumecida y digeridos como buenamente se pudo. A veces uno quiere volver atrás y reescribir el comienzo —poner una coma donde hubo un punto, o cambiar de guión por completo—, pero no se puede. Lo que sí se puede es comenzar desde donde estás y reescribir el final. O dejarlo todo como está, si no va tan mal, y seguir el camino con los cordones bien atados y la cámara lista.
Por si acaso. Verano 2022.

6.8.20

Verano de 2000


Es curioso cómo, cada vez que una cifra redonda pasa página en nuestro calendario, sentimos la imperiosa necesidad de echar la vista atrás. De pronto, nos descubrimos evocando cómo era nuestra existencia hace cinco, diez, quince o veinte años. Como si el tiempo, al cerrar un ciclo, exigiera un balance que nos obliga a mirar con otros ojos aquello que fuimos.

La vida es, entre muchas otras cosas, un compendio de vivencias: desde la más amarga y penosa hasta la más jocosa y ligera, todas nos pulen e instruyen en un largo y duro camino. Un trayecto que, queramos o no, nos obliga a resistir estoicamente los avatares del destino y los cambios que impone, sin miramientos, el inmisericorde paso del tiempo.

Hace unas semanas, volví —después de casi veinte años— a un lugar que formó parte de nuestros fines de semana estivales de entonces. La “costa” de Medellín, que ni es costa ni mar, ni tiene olas, pero a la que alguien, con cierta sorna y mucha guasa, bautizó como "Costa Breva". Una orilla del Guadiana que discurre mansa bajo la mirada del imponente castillo que corona la localidad. Aquel lugar que, sin tener mar, sabía a verano.

Verano del año 2000. Comenzaba una nueva década, un nuevo siglo y un nuevo milenio. Aquel fue el último verano antes de hacernos mayores, el último que viví sin el peso de las preocupaciones adultas. Un verano en el que ignorábamos que, al crecer, nos veríamos obligados a claudicar ante una serie de responsabilidades que uno no sabe muy bien si le imponen, si se impone uno mismo o si simplemente vienen escritas —en letra pequeña— en ese embrollado manual de la vida que nadie te da, pero que acabas descifrando a fuerza de vivir.

En Medellín, claro está, ya nada era igual. Afortunadamente, en algunos aspectos; tristemente, en otros. No estaba el ímpetu irrefrenable de la juventud, ni estábamos todos los que fuimos. Aunque sí estábamos dos, y con eso, a mí me basta. Porque a veces, la presencia de una sola persona basta para sostener un universo entero de recuerdos.

Aquel verano de 2000 fue una sucesión de largas noches, de amigos que venían y se iban, de encuentros efímeros y otros duraderos, e incluso de aquellos que ya no están entre nosotros. Qué vueltas da la vida cuando, veinte años después, te cruzas por la calle con alguien que en su día fue parte esencial de tu mundo y hoy ni siquiera te saluda. Supongo que eso también figura en ese manual vital: en ese apartado que nunca leemos pero al que llegamos todos, antes o después, como a las últimas páginas de un libro que seguimos leyendo más por inercia que por deseo de llegar al final.

Hacer un resumen de uno de aquellos veranos intensos requiere de un gran esfuerzo de memoria. Los recuerdos, con el paso de los años, se difuminan, se emborronan, adquieren el color amarillento y desvaído de las fotos reveladas en un carrete de 24. Pero aún quedan algunos vivos, vívidos, intactos como un perfume que se cuela en medio de la rutina.

Recuerdo, por ejemplo, un concierto de Sabina en Cáceres, seguido de una noche interminable celebrada por la Madrila hasta que el amanecer nos sorprendió con sus primeras luces. Quién me iba a decir que, años después, Cáceres formaría parte de mi día a día. Recuerdo también las ferias de los pueblos limítrofes —y no tan limítrofes—, con sus casetas abarrotadas, sus calles llenas de vida, de bullicio, de esa energía que hoy se nos antoja tanto increíble como irresponsable.

Y cómo olvidar los botellones en la orilla del río, cuando el Teatro Romano cedía temporalmente su protagonismo a aquel improvisado escenario veraniego donde reinaba la juventud.

También me acuerdo de un personaje inolvidable de aquel verano, llegado de tierras del norte. Forjamos una buena amistad que, con los años y por tonterías —gilipolleces, si me permitís la crudeza— se perdió de la peor manera. Si algún día lees esto, vaya desde aquí mi sincera disculpa. Y no, lo de "personaje" no lo digo en tono despectivo, sino con el respeto y el cariño que uno guarda por las personas que marcaron un tiempo feliz.

Las idas y venidas a La Antilla eran más por complacer que por devoción propia, pero no dejo de estar agradecido. Porque esos veranos playeros en uno de los rincones más especiales de la costa onubense me regalaron instantes que, con el tiempo, he aprendido a valorar como se valoran los refugios: por lo que representan, más que por lo que ofrecen.

Después vinieron otros veranos. Algunos, incluso mejores. Vinieron otros lugares, otras gentes, otras relaciones, otras maneras de vivir. Surgieron canas, arrugas, nuevas inquietudes, nuevas pasiones, nuevos modos de entender la vida, como cantaba Rosendo. Se borraron los malos recuerdos —o al menos, se atenuaron— y el resto permanece, aunque cada vez más envuelto en una nebulosa que crece con los años.

“Que veinte años no es nada”, cantaba Gardel. Y es verdad.
No es nada...
Y, al mismo tiempo, es todo.


22.4.20

Tan cerca y tan lejos



Ahora que todo nos parece tan inusual, que nos estamos desacostumbrando a todo lo que formaba parte de lo que antes llamábamos rutina o hábito, que las cosas que creíamos más asequibles y elementales forman ya parte de una miscelánea de imposibles, que incluso hemos llegado a el punto de añorar lo que antes nos resultaba monótono y aburrido. Ahora que los recuerdos bonitos recientes nos parecen remotos y tenemos la obtusa sensación de que el tiempo ha detenido su inmisericorde trayectoria y que nos vamos a congelar en este 2020 que con tanta confianza y determinación habíamos iniciado.

Ahora que vivimos un poco de esos recuerdos, los inmediatos. Los viejos se van diluyendo, como se diluye una sombra al atardecer y ya no sabemos distinguir muchos de ellos, si los hemos vivido, si los hemos soñado, nos los hemos autoinventado o alguien nos los relató con o sin detalles y al final los creemos propios. Ahora que he recordado una escena de la película "Rebeca" de Alfred Hitchcock en la que la protagonista quisiera que se inventara algo para embotellar los recuerdos, igual que los perfumes, y que nunca se desvaneciesen. Y que cuando quisieran pudieran, destapando una botella, volver a revivirlos tal y como eran.

En mi botella, una imagen, de esas miles que recopilo,
un lugar,  podría ser otro, un momento especial, de tantos. 8 de junio de 2018. Tan cerca y tan lejos.

31.7.17

Rocky


“Rocky” tal vez sea una de esas películas que, con el paso del tiempo, se ha visto injustamente arrinconada en el baúl de las cintas “populares”, como si eso fuera un insulto.

Salvo que seas uno de esos fieles que no se pierde ni un guiño de Stallone, ni una escena de tiros, ni una de esas frases guturales que hay que subtitular incluso en inglés, es probable que no la menciones cuando hablas de “cine con mayúsculas”.

Y sin embargo…
Reconocer que “Rocky” es una obra maestra cuesta. Cuesta porque lleva el sello de Sylvester Stallone, un hombre que, para muchos, representa la testosterona de videoclub, el héroe de acción de camiseta ajustada y frases de una línea. Pero antes de que fuera Rambo, Cobra o ese señor de mandíbula de granito que colecciona mercenarios en películas numeradas, Stallone fue un tipo con hambre. Hambre real. De la que suena en el estómago y se nota en la cuenta del banco.

Corría la mitad de los años 70, una época en la que el cine aún se arriesgaba, y en la que Stallone era un perfecto desconocido. Un actor italoamericano que aceptaba lo que le echaran: papeles breves, muchos sin frase, algunos olvidables. Su cara empezaba a sonar en los círculos de casting, pero su futuro en Hollywood era, siendo generosos, una incertidumbre.

Y entonces ocurrió.
Una noche, sin más planes que sobrevivir al fin de semana, se sentó a ver un combate de boxeo en televisión. En la pantalla, Muhammad Alí, el más grande, se enfrentaba a un desconocido: Chuck Wepner, un púgil de tercera al que pocos daban más de dos asaltos. Pero Wepner no leyó ese guion. No solo no hizo el ridículo, sino que aguantó los quince asaltos, encajó golpes imposibles y puso contra las cuerdas a Alí. No ganó, pero se ganó el respeto del público. Y eso, a veces, vale más.

A Stallone se le encendió una luz.
Aquella pelea fue su “Eureka” de sudor y guantes. Se puso a escribir como un poseso. En tres días tenía el primer borrador de Rocky, la historia de un tipo normal, trabajador, con cara de que la vida no le ha dado tregua pero con un corazón que no cabe en su chándal de terciopelo. Un boxeador de barrio al que, de repente, la vida le ofrece una oportunidad imposible.
No para ganar. Sino para demostrar que no es un don nadie.

Lo curioso es que Stallone ya había escrito más de veinte guiones antes. Todos acababan en la misma papelera de las productoras: la que huele a promesas rotas. Pero esta vez era distinto. Este guion tenía alma. Tenía puños, pero también ternura. Tenía músculo, sí, pero también poesía.
Cuando lo presentó, muchas productoras quisieron comprarlo… siempre y cuando él no actuara. Querían a un actor conocido. Él, con un puñado de dólares en la cuenta y un perro que alimentar, se negó. Si la historia era suya, él sería Rocky.
Y lo fue. De pleno derecho. Con esa mezcla de torpeza entrañable, dignidad obrera y mirada de perro apaleado.

“Rocky” se estrenó en 1976. Costó menos de un millón de dólares y recaudó más de 225 millones en todo el mundo. Ganó el Óscar a la mejor película, mejor director y mejor montaje. El guion de Stallone también estuvo nominado.
Lo que había empezado como una historia pequeña, casi una carta desesperada de un tipo con fe en sí mismo, se convirtió en leyenda cinematográfica.

Y sí, luego vinieron las secuelas. Algunas brillantes, otras innecesarias. Rocky se enfrentó a soviéticos, a músculos imposibles y hasta a sí mismo. La saga fue mutando, como lo hacen los mitos. Pero esa primera película, esa original, sigue siendo una de las grandes.
No porque ganara un combate, sino porque nos enseñó que, a veces, lo verdaderamente heroico es aguantar de pie hasta el final. Que se puede perder por puntos y aun así salir victorioso. Que se puede venir de abajo, muy abajo, y decirle al mundo: “¡Eh, estoy aquí!”

“Rocky” no es solo cine. Es el reflejo de todos los que alguna vez hemos querido demostrar que valemos, aunque nadie apostara por nosotros.
Y eso, señores, no lo supera ni el mejor plano secuencia de autor.


El guion de “Rocky” no nació en una gran oficina ni en un retiro de escritores con vistas al mar.

Nació en tres días, con prisas, con hambre —literal y metafóricamente— y con un tipo llamado Sylvester Stallone que lo apostó todo a una idea que para otros era solo “una peli más de boxeo”.

Aquel combate entre Muhammad Alí y Chuck Wepner había encendido algo en su interior. Stallone escribió sin parar durante 72 horas. Lo que puso sobre la mesa de los productores Irwin Winkler y Robert Chartoff no era solo una historia de golpes y sudor. Era la vida misma: la de un hombre al borde del fracaso, al que el destino le lanza una última oportunidad. Y ese tipo no se llama Chuck, ni Muhammad, ni Sylvester. Se llama Rocky Balboa. Un don nadie con corazón de campeón.

Winkler y Chartoff no eran unos novatos. Sabían reconocer una buena historia cuando la veían. El guion les gustó. Pero, claro, había condiciones. Se podía hacer con bajo presupuesto, en poco tiempo, y con algún actor conocido para asegurar taquilla. Barajaron nombres: Burt Reynolds, Ryan O’Neal, incluso Robert Redford. Estrellas. Caballos ganadores. Pero Stallone no soltaba el papel. Quería ser él. Él o nada.

No fue fácil. Los productores se lo pensaron. Durante semanas. Pero algo en esa convicción —la misma con la que Rocky aguanta en el ring— los convenció. Finalmente, dijeron sí.
Sí a una historia pequeña con alma gigante.
Sí a un actor sin carrera que hablaba raro pero escribía como quien se juega la vida.

La dirección se confió desde el principio a John G. Avildsen, que venía de firmar Salvad al tigre con Jack Lemmon y Un caradura simpático con Burt Reynolds. Avildsen comprendió que Rocky no era una película sobre boxeo. Era una película sobre dignidad.

El rodaje fue casi un combate en sí mismo. En febrero y marzo de 1976, durante poco más de un mes, rodaron la película en Filadelfia y algunas localizaciones de Los Ángeles. El presupuesto apenas rozaba el millón de dólares.
Stallone no había pisado un gimnasio de boxeo en su vida. Aprendió con Jimmy Gambina, entrenador profesional y coreógrafo de los combates. Fue él quien diseñó desde la pelea inicial en la parroquia hasta el épico combate final contra Apollo Creed, interpretado por un carismático Carl Weathers.

Por si fuera poco, Rocky marcó un hito técnico: fue la primera vez que se utilizó el Steadycam en una película de boxeo. Gracias a ese invento, el operador podía moverse con fluidez entre las cuerdas del cuadrilátero, acercándonos como nunca a la respiración entrecortada, al sudor en las cejas, al corazón latiendo fuerte en el pecho del púgil.

Y luego vino el milagro.
La historia del “sexto italiano” de Filadelfia conquistó al mundo. Recaudó más de 60 veces lo que costó, se convirtió en la película más taquillera de 1976, y ganó los Oscar a mejor película, mejor director y mejor montaje.
Stallone, el tipo que había vendido a su perro porque no podía alimentarlo, fue nominado a mejor actor y mejor guion. Hasta ese momento, solo lo habían conseguido mitos como Charles Chaplin con El gran dictador y Orson Welles con Ciudadano Kane.

Rocky convirtió a Stallone en estrella. Pero no fue una estrella fugaz.
Más de 40 años después, sigue siendo una figura indiscutible de Hollywood. Porque Rocky no es una película: es un símbolo. De los perdedores que no se rinden. De los que no nacieron con padrino pero se ganaron el respeto a base de agallas.

Y no se puede hablar de Rocky sin mencionar a sus secundarios, que dieron forma a ese universo humano y entrañable:

  • Burgess Meredith, el entrenador Mickey, con su voz de lija y sus frases de amargo sabio.

  • Talia Shire, como Adrian, tímida, dulce, el ancla emocional de Rocky.

  • Y Burt Young como Paulie, cuñado, amigo, lastre y reflejo de la vida dura de barrio.

Los productores vieron el filón, claro. Y llegó Rocky II, y luego Rocky III, IV, V… hasta la nueva saga con Creed. Pero ninguna como la primera. Esa que se rodó con prisas, sin dinero, pero con el corazón latiendo en cada plano.
Esa que no habla de ganar, sino de aguantar. De resistir. De no caer sin dar pelea.


La música de “Rocky”, compuesta por el maestro Bill Conti, no solo acompañó a una película: acompañó a toda una generación.
Con su mezcla de épica y emoción, el tema principal —“Gonna Fly Now”— fue nominado al Oscar y se coló en nuestros oídos para no marcharse nunca más. ¿Quién no ha subido una cuesta, trotado por el paseo del pueblo o hecho flexiones en casa mientras la tarareaba (aunque fuera desafinado y con la respiración al borde del colapso)?
El poder de esa melodía es universal. Te levanta. Te empuja. Te hace creer que puedes, aunque no tengas escaleras monumentales a mano ni un chándal gris con capucha.

Rocky no es solo un personaje. Es casi un amigo que ha estado ahí en las distintas etapas de nuestras vidas.
En la infancia, cuando soñábamos con ser fuertes y valientes como él.
En la adolescencia, cuando nos sentíamos incomprendidos y él nos enseñaba que, con perseverancia, se puede llegar lejos aunque vengas de abajo.
En la juventud, cuando empezamos a pelear nuestros propios combates: laborales, emocionales, interiores.
Y en la madurez… cuando entendemos que no todo va de ganar, sino de seguir en pie después del golpe.

“Gonna fly now!”, gritamos por dentro —o a veces por fuera, cuando no hay vecinos cerca—, mientras nos enfrentamos al lunes, a la rutina, a la vida.
Y es que Rocky no nos enseñó a boxear. Nos enseñó a levantarnos. A creer, incluso cuando todo parece perdido.
Es por eso que esta historia, esta música, y este personaje, han traspasado el tiempo y las fronteras.

Este post va dedicado, con cariño y una sonrisa nostálgica, a mi primo Joserra.
A quien, sin querer —o queriendo un poco, lo reconozco— le metí en vena la saga completa hace ya unos cuantos años. Desde entonces, cada vez que escuchamos esa fanfarria de trompetas, sabemos que estamos de nuevo en el ring.
Y que vamos a luchar.
Como siempre.
Como Rocky.


25.7.17

Freddie y Monserrat nunca cantaron juntos en Barcelona 92


 Se cumplen nada menos que 25 años de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Un cuarto de siglo. Más de media vida vivida. Y aunque el tiempo pasa a veces con sigilo y otras veces como un vendaval, este aniversario me ha llevado inevitablemente a la evocación. Atrás han quedado vivencias, amores que se fueron y otros que llegaron, fracasos que nos enseñaron y triunfos que aún celebramos, lugares que visitamos, personas que marcaron una etapa o se convirtieron en parte de nuestra vida, canas que nos asoman, trabajos que nos moldearon y años que, sin darnos cuenta, nos han ido madurando.

Y sin querer extenderme en todo lo que pueden dar de sí dos décadas y media, que ya iré desgranando en este resurgir del blog, que para eso lo creé un buen día como refugio contra el inmisericorde paso del tiempo, hoy quiero detenerme en una imagen, en una fecha, en una sensación: aquella inolvidable tarde del 25 de julio de 1992.

Muchos recordamos con nitidez dónde estábamos cuando vimos la ceremonia inaugural de los Juegos de Barcelona. Nos maravilló. Fue un espectáculo visual, artístico y técnico que supo fusionar lo mejor de la tradición mediterránea con la modernidad escénica del momento. Una suerte de ópera total bajo el cielo de Montjuïc. Los fuegos artificiales, el pebetero encendido con una flecha ¡aquella flecha!, los mosaicos humanos, la música, el color… Todo nos deslumbró.

Hubo, por supuesto, música en directo. Actuaron figuras de la ópera como José Carreras, Plácido Domingo, Teresa Berganza y Joan Pons, entre otros, interpretando piezas emblemáticas de El barbero de Sevilla, Rigoletto y otras obras del repertorio clásico. Y también, como no podía faltar, sonó Barcelona, el ya mítico tema que unió a Freddie Mercury y Montserrat Caballé en una colaboración que aún hoy estremece.

Y aquí viene el detalle que tantos recuerdan… mal.

Muchos, muchísimos, diría yo afirman haber visto a Freddie y Montserrat actuar en el Estadio Olímpico, cantando a dúo Barcelona en medio de la ceremonia. Algunos incluso aseguran emocionados que fue uno de los momentos más bellos de su vida. Y cuando uno, que ha sido siempre queenero empedernido, intenta aclarar que tal actuación no tuvo lugar esa noche, se encuentra con la mirada escéptica del interlocutor. “Que sí, que sí, que yo los vi… que está en YouTube”, responden, convencidos.

Y claro, sí, hay vídeo. Y sí cantaron. Pero no en la ceremonia de inauguración.

La realidad es otra, y no por ello menos interesante. La canción Barcelona sonó por megafonía en el estadio, instantes antes de la cuenta atrás que daría inicio al acto oficial, pero no hubo actuación en directo. Freddie Mercury había fallecido meses antes, en noviembre de 1991, tras una larga y reservada lucha contra el sida. Ya no estaba entre nosotros, aunque su música sí. Montserrat Caballé, presente en la ceremonia, tampoco interpretó el tema en vivo.

Lo que sí existió, y he aquí la confusión, fue una actuación (en playback) de Barcelona el 8 de octubre de 1988, cuatro años antes de los Juegos, en un concierto de gala titulado La Nit, celebrado en la avenida de María Cristina de Barcelona, dentro de los actos de presentación de la ciudad como sede olímpica. Un evento espectacular donde también actuaron Spandau Ballet, Eddie Grant, Jerry Lee Lewis y el bailarín Rudolf Nureyev (otro genio cuya vida también fue truncada por el sida en 1992). Fue allí donde Freddie y Montserrat compartieron escenario, envueltos en el ambiente mágico de una noche mediterránea que aún muchos conservan en la retina, o en la memoria prestada de la televisión.

Y sí, un año antes, en 1987, también interpretaron Barcelona en playback en el mítico club KU de Ibiza, cuando el tema empezaba a abrirse paso entre la incredulidad de los puristas y la admiración de quienes sabían que algo único había nacido. Freddie, ya enfermo en los últimos años de su vida, siguió trabajando en privado, grabando videoclips para el álbum Innuendo y dejando fragmentos de canciones que más tarde verían la luz en el disco póstumo Made in Heaven (1995).

Por eso, cuando alguien asegura con convicción que vio cantar juntos a Freddie y Montserrat en los Juegos Olímpicos del 92, uno tiene dos opciones: dar una pequeña clase de historia musical, arriesgándose a apagar un recuerdo hermoso, o simplemente asentir, sonreír y compartir el instante. Porque a veces, los recuerdos que no ocurrieron tal cual, también son parte de nuestra vida emocional. Porque hay algo de verdadero en lo falso cuando está sostenido por la emoción.

Y porque, sinceramente, ¿quién no habría querido que Freddie estuviera allí, cantando Barcelona en la cumbre de aquel sueño colectivo que fue Barcelona ‘92?

17.7.17

La lealtad


Esta podría ser una de esas historias que, a estas alturas de la vida, uno ya no recuerda con certeza si la leyó en alguno de esos libros que llegan a nuestras manos como por azar, sin pedir permiso ni anunciar su importancia. Tal vez la escuché en una de aquellas noches interminables de verano, tan propias de los últimos años de los ochenta o los primeros de los noventa, cuando las palabras se deslizaban entre amigos con la misma naturalidad que el vino en las copas. O quizás —¿por qué no?— la imaginé alguna vez, en un lugar cualquiera, de esos que han formado parte de mi vida sin yo haberlo notado del todo. Incluso cabe la posibilidad, no del todo improbable, de que la viviera en carne propia y luego, con el tiempo, la olvidara, como se olvidan tantas cosas que en su momento parecieron fundamentales.
Lo dicho: la memoria es frágil, caprichosa a veces, juguetona otras, como si no quisiera que descubriésemos del todo la verdad. O puede que sí recuerde con exactitud dónde la escuché o quién me la contó. Pero ya no importa. Ya no resulta relevante.

Y así fue como ocurrió esta, tal vez verídica, tal vez inventada historia que hoy me decido a compartir: la historia de un hombre que, una tarde cualquiera, como tantas otras, sintió ese impulso algo desesperado de sentarse a escribir. Pero las palabras no venían. Las ideas, como mariposas enloquecidas, revoloteaban fuera de su alcance. Esa impotencia —tan conocida por quienes aman escribir— lo invadía como una niebla espesa. Era, según parece, como intentar cavar en el aire.

En ese estado de zozobra y desazón se encontraba cuando apareció —o tal vez se le apareció— un amigo.

—¿Qué estás escribiendo, membrillo? —le preguntó, con esa mezcla de sorna y afecto que solo los amigos verdaderos pueden permitirse.

—Pues la verdad... no tengo ni idea. Dame una idea, algo, lo que sea. Si me inspira, escribiré sobre eso.

—Déjame pensar... —respondió el amigo, llevándose los dedos al mentón, como si extrajera de su interior alguna verdad olvidada—. El otro día estuve hablando con mi novia sobre la lealtad. Pues eso: escribe sobre la lealtad.

—Vale, te haré caso. Intentaré escribir algo sobre la lealtad.

Y se puso a escribir. Lo hizo con ese gesto medio ausente, con la mirada entre la pantalla y los recuerdos, y las manos a medio camino entre la duda y el impulso:

> "Si te entregas por completo sin dejar jamás de ser libre.
Si cumples siempre todo lo prometido, incluso cuando hacerlo duela.
Si no hieres, aunque te hieran.
Si no mientes, aunque a veces optes por callar.
Si te marchas cuando es necesario, pero nunca sin despedirte..."



Aquí el tipo levantó la vista del teclado y frunció el ceño, con esa expresión de quien no termina de reconocerse en lo que escribe.

—¿Voy bien? ¿Te gusta lo que llevo escrito?

—No sé... —respondió el amigo, rascándose la cabeza—. Suena un poco raro, ¿no crees?

El tipo suspiró, borró lo escrito y volvió a intentarlo. Esta vez, sin florituras ni excesos. Escribió de manera más directa, más sincera. Y escribió esto:

> "Pase lo que pase, seré siempre tu amigo.
Aunque pasen años sin vernos.
Aunque a veces no tenga fuerzas ni para escribir un simple mensaje.
Aunque olvide tu cumpleaños.
Aunque alguna vez hayamos tenido nuestras diferencias.
Siempre te recordaré con una sonrisa.
Y el día en que volvamos a encontrarnos, te daré un abrazo de los de verdad,
y será como si no hubiera pasado ni un solo día desde la última vez que nos vimos."



—¿Y ahora? —preguntó el tipo, esperando el veredicto.

—Sí, ahora sí. Me gusta —dijo el amigo con una sonrisa.

—¿Pero qué más?

Entonces el tipo simplemente sonrió, con esa sonrisa serena de quien ya no necesita añadir nada más.
Y el amigo, en ese preciso instante, comprendió —sin palabras ni explicaciones— lo que era, en el fondo, la verdadera lealtad.

15.7.17

These are the days of our lives

Los recuerdos de la infancia tienen una luz distinta.
No es solo que sean los más intensos o los más claros: es que nos atraviesan con una verdad desnuda, sin filtros. Tal vez porque, en aquellos días ya lejanos, todo dolía o deslumbraba con una intensidad que hoy nos cuesta concebir. Cada descubrimiento era un temblor, una grieta en lo conocido, y cada pequeño gesto de cariño se nos clavaba en el pecho como un sol de mediodía.

La infancia no tiene dobleces.
Lo que sucede, sucede de verdad. Y así se queda.
Un amigo que nos defiende en el recreo, una madre que nos arropa sin decir palabra, un verano interminable con sabor a helado derretido y rodillas peladas. Los niños lo viven todo sin escudos, sin opiniones prestadas, sin cinismo. No se parapetan tras excusas o ideologías. Solo sienten. Y lo sienten todo.

Quizá por eso esos primeros años se quedan grabados como una capa profunda de nuestra piel, como una marca de agua invisible.
Después, con el paso del tiempo, otros recuerdos llegan: más elaborados, más razonados, más correctos. Pero también más tibios. Más olvidables.
Las imágenes de la juventud, de la adultez, se van borrando como huellas en la orilla.
Pero los recuerdos de la niñez...
Esos no se van.
Vuelven una y otra vez, como un perfume olvidado, como una canción vieja que nos salta en la radio y nos detiene de golpe en mitad de una mañana cualquiera.

Quizá por eso la nostalgia pesa tanto.
Porque no es solo echar de menos un tiempo perdido.
Es echar de menos una forma de estar en el mundo, una forma de mirar, de sentir, de querer.
Es añorar esa plenitud sin reservas, esa alegría súbita que estallaba porque sí, y ese dolor que nos rompía por dentro… pero pasaba, y no dejaba rencor, solo aprendizaje.

La infancia no se recuerda:
se revive.


10.7.17

El regreso de Norman



Hoy en día, ya nada nos extraña. Secuelas, reinicios, precuelas, spin-offs, historias alternativas, expansiones en universos compartidos…
Ya no sorprende que entre el episodio VI y el VII de Star Wars pasen más de treinta años, ni que la esperada continuación de Blade Runner se estrene tras más de tres décadas de silencio.
Tampoco asombra que sagas como Rocky o Jurassic Park se prolonguen cuatro décadas después, o que personajes que en un principio fueron protagonistas se conviertan en secundarios, mientras algunos secundarios se convierten a su vez en protagonistas de películas o series derivadas.
Incluso la muerte de un actor no es ya impedimento para que su personaje siga presente en pantalla, gracias a los avances tecnológicos y a la cada vez más difusa frontera entre realidad y efectos digitales.

Pero en 1983, ese panorama era bien distinto.
Secuelas, claro que había, pero continuar una historia que parecía cerrada décadas atrás no era algo habitual ni esperado.
Por eso, cuando se anunció una secuela de Psicosis, la obra maestra del maestro del suspense Alfred Hitchcock, el mundo del cine se llevó una sorpresa.
¿Atreverse a retomar la historia de Norman Bates? ¿Veintidós años después de aquel terrible incidente en el Motel Bates? Parecía una locura.
Pero lo cierto es que el resultado fue más que satisfactorio.

En esta continuación, Norman ha pasado estos años encerrado en un penal psiquiátrico.
Aparentemente curado, sale en libertad, pese a las airadas protestas de Lila Crane, hermana de Marion, víctima de Norman en la escena de la ducha que quedó grabada en la historia del cine, y viuda de Sam Loomis, el amante de Marion y otro de sus fatales encuentros.
Norman regresa al motel y, tras echar al actual encargado —quien lo había convertido en un antro de sexo y borracheras— vuelve a tomar el control del lugar.
Poco después, entabla amistad con una joven camarera en un restaurante de carretera cercano.
Pero entonces, una serie de horribles asesinatos vuelve a sacudir el lugar.

Una de las virtudes que sorprende de esta secuela es que logra mantener el suspense psicológico que hizo célebre al film original.
Además, el reparto aporta un nivel excelente: Anthony Perkins recupera magistralmente su papel de Norman Bates, mientras que Vera Miles regresa como Lila Crane, la hermana de Marion, aportando una continuidad emocional y narrativa.
Meg Tilly, por aquel entonces una joven promesa, deslumbra con su interpretación; años después confirmaría su talento en películas como Agnes de Dios y Valmont, dirigidas por Milos Forman.
Los secundarios Robert Loggia —inconfundible por su inolvidable escena del piano en Big con Tom Hanks— y Dennis Franz completan un elenco sólido y creíble.

Quizá la secuela de Psicosis esté siempre un poco a la sombra del original, como suele pasar con las continuaciones, pero no cabe duda de que es una de las más inquietantes y bien hechas de la primera mitad de los ochenta.
Ahora mismo, me están entrando ganas de darle una nueva visualización, aunque claro, antes volveré a ver el clásico de Hitchcock para refrescar aquella atmósfera y aquel escalofrío que nunca pasa de moda.


28.3.16

Carlos Alonso

 Hacía más de una década que no lo veía. Tal vez dos, no sabría decirlo con exactitud. Ahora veo a Carlos casi todas las mañanas, con su manera de andar, medida y sincrónica. Hace ya mucho que dejó de ser el niño que conocí, pero parece un buen hombre. Me saluda, pensaba yo, con un cierto aire de cortedad y modestia. La vida lo habrá formado así; a todos nos modifica y nos esculpe de una manera diferente. Ya no es aquel gamberrete sin maldad que mis recuerdos me dibujan difuminado.

Día tras día, durante casi un año, la misma cortés y educada rutina:
—¡Buenos días, Alberto!
—¡Buenos días, Carlos! ¿Qué tal?
—Bien, bien.

Y sigue su camino de cada mañana: a comprar el pan, o a entrar o salir del portal de su casa para hacer lo que buenamente tenga que hacer.

Hace un par de semanas, tras su afable y cordial saludo, de repente se detiene y me pregunta:
—Oye, Alberto, ¿a ti te gusta la poesía?

—Pues sí, Carlos, me gusta la poesía —le respondo, sin extenderme más.

Me cuenta que ha escrito un libro de poesía. Bueno, en realidad, que ha recopilado las poesías que lleva escribiendo desde hace más de 25 años, y que por fin ha logrado publicarlas. Me pregunta si quiero uno de los ejemplares que tiene.
—¡Por supuesto! —le respondo—. Pero me lo tienes que dedicar, cual escritor de éxito que se precie.
—Eso está hecho, ahora mismo bajo uno.

A los pocos minutos aparece con un ejemplar en la mano. Rumbo a la frontera, se titula.

Carlos me cuenta que en ese libro narra su lucha desde los 16 años con una enfermedad: la esquizofrenia. Como voy apurado de tiempo, como casi siempre, le doy las gracias y sigo con mi trabajo, no sin antes prometerle que por la tarde, en casa, comenzaré a leerlo. Y eso hice.

En ese libro conozco al niño que nunca conocí, aunque durante años compartiéramos aula en la desaparecida EGB del colegio Salesianos. Cuenta que desde los 13 años empezó con los primeros síntomas; de lo infeliz que fue, de sus ingresos en el hospital, de las medicaciones a las que fue sometido, de su breve etapa laboral en la que fue víctima de un jefe “jeta” que contrataba empleados con minusvalías para recibir subvenciones, pero que después los explotaba hasta 16 horas al día. De sus amores imposibles, de su profunda fe religiosa, de su familia y de algunas ilusiones truncadas, muchas de las cuales ya nunca podrá realizar, pero siempre con ganas de seguir adelante.

Carlos desea que se tenga una mayor y mejor conciencia de su enfermedad. Que no por ser esquizofrénico se es una persona violenta o peligrosa. Lo cuenta en su libro entre poemas que dedica a cada uno de los momentos y personas clave de su vida. Y termina siendo consciente de los fallos que pueda haber en el libro, pero afirmando que todo lo que hay en él es lo que sale de su interior, porque lo vive así, a golpe de verso y prosa.

Y uno se queda, tras la lectura, algo absorto y meditabundo. Es ahora cuando comprende —haciendo un enorme esfuerzo de memoria— algo de aquella infancia de Carlos.

Amigo Carlos, compañero del colegio, que María Auxiliadora siempre te proteja, y que la vida, a partir de ahora, siempre, siempre te trate bien.
Carlos Alonso. Carlos. Carlitos. Carlos.