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28.7.17

Siempre nos quedará Casablanca


Hay películas que no transcurren: permanecen. Que no envejecen: maduran. Que no se desgastan con los avances tecnológicos, sino que los sobrevuelan con la elegancia de los clásicos inmortales. Casablanca es una de esas pocas obras que, con el paso del tiempo, no se limita a resistir el olvido: lo derrota.

Ha sobrevivido a los proyectores de bobina y a los televisores de tubo, al VHS y al láser disc, al DVD, al Blu-Ray, al streaming, a la nostalgia y a la sobreexposición. Y sigue ahí, incólume, intacta, como si se hubiera estrenado ayer. Porque cuando se visiona por primera vez —y se conoce de antemano algo de su aura legendaria— se accede a una especie de templo invisible donde cada plano es un rito y cada frase, una letanía.

Ver Casablanca es sentirse en casa. Uno cree haber estado ya allí, en ese café mítico de paredes cargadas de humo, entre exiliados, espías y soldados perdidos en el tiempo. Junto a Rick, observando el mundo a través de un vaso de bourbon y una mirada entre irónica y herida.

La película lo tiene todo: un guion que roza la perfección —escrito a múltiples manos, pero de alma única—, interpretaciones que han trascendido a sus actores, una fotografía que convierte la penumbra en poesía, una puesta en escena de teatral sobriedad y una música que no acompaña la emoción: la provoca. Drama, romance, espionaje, humor, tragedia y redención. Todo ello en un metraje contenido que no da respiro, ni tregua.

Fue a principios de los años 40 cuando Hal B. Wallis, figura clave en la maquinaria creativa de la Warner Bros., recibió en su despacho una obra teatral aún sin estrenar, titulada Everybody Comes to Rick’s, firmada por Murray Burnett y Joan Alison. Aquella pieza condensaba ya buena parte de la tensión dramática y de los arquetipos morales que luego definirían a Casablanca. Wallis, con olfato de productor clásico, supo de inmediato que tenía entre manos un relato con posibilidades. Su idea original fue confiar la dirección a William Wyler, responsable de joyas como Cumbres borrascosas o Jezabel, y contar con Ronald Reagan y Ann Sheridan en los papeles principales. Por entonces, la película no era sino una producción menor, rodada en blanco y negro y con un presupuesto modesto. Nadie imaginaba aún que estaban a punto de hacer historia.

El guion atravesó numerosos borradores, y ni siquiera cuando arrancó el rodaje estaba completamente cerrado. La historia avanzaba, pero el final seguía sin resolverse. Fue entonces cuando Wallis pensó en Michael Curtiz, un artesano refinado, húngaro de nacimiento, que ya había demostrado su talento para narrar con intensidad y ritmo sin perder elegancia visual. Y fue también él quien tomó una decisión crucial: sustituir a la pareja protagonista por dos gigantes en estado de gracia. Humphrey Bogart, el rostro del desencanto romántico, y una joven actriz sueca de talento deslumbrante: Ingrid Bergman, cedida por el productor David O. Selznick, en uno de esos préstamos entre estudios que hoy nos suenan más propios del fútbol que del cine clásico.

El rodaje comenzó el 25 de mayo de 1942 en los estudios de Burbank, en plena Segunda Guerra Mundial. A menudo sin guion definitivo, con escenas que se reescribían el mismo día y actores que memorizaban sus líneas minutos antes de entrar en escena. Curtiz, con su habitual seriedad y su economía de palabras, gestionó con eficacia la incertidumbre y convirtió el caos en una virtud narrativa. Ingrid Bergman, desconcertada por no saber con cuál de los dos hombres debía mostrar más afecto en pantalla —si con Rick o con Laszlo— preguntó desesperada a uno de los guionistas: “¿A cuál de los dos amo más?”. La respuesta fue honesta: “No lo sabemos aún. Decide tú”.

La filmación concluyó el 3 de agosto de 1942, aunque aún se grabaron algunas tomas sueltas semanas después. Fue el propio Wallis, cuentan, quien improvisó el final más célebre del cine con una frase convertida en epitafio emocional: “Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad”.

El éxito fue inmediato. El público quedó rendido ante la historia de amor imposible entre Rick e Ilsa, ambientada en una ciudad que se convirtió en símbolo de tránsito, de huida y de esperanza. Se habló incluso de una secuela, que jamás se concretó. David O. Selznick se negó a volver a ceder a Bergman, y sin ella, nada tenía sentido. Décadas más tarde, a comienzos de los años 90, se rumoreó un proyecto de continuación con Alain Delon como nuevo Rick. Afortunadamente, la idea nunca prosperó. Algunas historias no deben tocarse. Son perfectas en su inacabado.

Casablanca está hecha de escenas ya mitificadas, de frases que han entrado en el lenguaje común, de una canción —As Time Goes By— que ya no pertenece a su compositor, sino a la historia de todos. Y de un "Tócala otra vez, Sam", que, como tantas leyendas del cine, jamás fue pronunciado exactamente así.

Hay quien afirma que es la mejor película de todos los tiempos. Yo sólo sé que, cada vez que la vuelvo a ver, espero que el final sea otro. Que Ilsa se quede. Que Rick olvide. Pero no. Porque Casablanca no se limita a contar una historia: enseña a vivir con la melancolía. Nos recuerda que hay amores que salvan, precisamente porque no pueden quedarse.

Y cuando vuelvo a escuchar esas últimas palabras entre Rick y el capitán Renault, sé que, con esta película, no comencé sólo una gran amistad. Comencé una relación para toda la vida con el cine.