Más de cien incendios forestales se han declarado a lo largo y ancho de Galicia, dejando un paisaje desolador: miles de hectáreas de bosque arrasadas, pueblos cercados por las llamas, fauna muerta, familias evacuadas y, lo más trágico, tres vidas humanas perdidas.
Según las autoridades, la mayoría de los focos han sido provocados, y hasta el momento, la Guardia Civil ha detenido a cuatro personas como presuntos responsables de esta ola de incendios, que ya figura entre las peores de los últimos años.
Las investigaciones siguen abiertas, pero todo apunta a que los autores de estos incendios no actúan por accidente. Los perfiles van desde individuos movidos por rencillas personales o conflictos vecinales, hasta posibles miembros de redes organizadas que, según hipótesis recurrentes, podrían tener vínculos con intereses urbanísticos o de recalificación de terrenos. Aunque estas conexiones no siempre se prueban, es imposible ignorar la sospecha cuando los mismos parajes acaban convertidos en solares, accesos o cultivos industriales unos años después.
Por otro lado, todavía subsisten costumbres rurales peligrosas, como la quema de rastrojos o pastos sin autorización ni control, prácticas que, en condiciones climáticas extremas como las actuales —altas temperaturas, viento seco y falta de humedad—, se convierten en auténticas bombas de relojería.
Los delitos relacionados con incendios forestales están tipificados en los artículos 352 a 358 del Código Penal, y pueden conllevar penas de hasta 20 años de prisión si hay peligro para la vida de las personas o se producen muertes, como ha sido el caso. La colaboración ciudadana, las imágenes de satélite y las pruebas periciales serán clave para identificar a los responsables y llevarlos ante la justicia.
En medio del desastre, como ya es costumbre, algunos partidos se han apresurado a exigir responsabilidades políticas. Desde el PP, por ejemplo, se ha pedido una explicación al Gobierno central, mientras en las comunidades autónomas los discursos oscilan entre la crítica cruzada y el escaqueo. El problema de fondo, sin embargo, no es solo de siglas, sino de modelo: falta de prevención, abandono del medio rural, falta de medios técnicos y humanos, planificación ineficaz y décadas de políticas forestales mal enfocadas.
Más allá de cifras y culpables, lo que arde en Galicia es también el legado de generaciones: bosques autóctonos, tierras comunales, biodiversidad, patrimonio natural, calidad del aire, seguridad de aldeas y ciudades. Quien prende fuego a un monte no solo mata árboles; hiere el futuro de sus hijos y de los hijos de sus vecinos, en un acto de barbarie que debería escandalizar a toda la sociedad.
Lo que sucede en Galicia (y en otras regiones como Asturias, León o el norte de Portugal) no es solo una catástrofe natural, sino un síntoma crónico de problemas estructurales: despoblación, falta de vigilancia, impunidad, legislación insuficiente y, sobre todo, una cultura de impunidad ante el fuego que sigue vigente en algunas zonas.
La respuesta no puede limitarse a apagar llamas cada verano. Hace falta una política forestal real, una justicia que actúe con firmeza, y una ciudadanía que no normalice lo inaceptable.
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