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8.8.06

Javier Castillejo.

Me gusta el boxeo. Y no me avergüenzo de ello.

He de admitirlo, aunque suene a declaración de un placer culpable: me gusta el boxeo. Me ha gustado desde siempre, a pesar de la eterna censura mediática que ha sufrido —y sigue sufriendo— en este país. Un deporte noble, duro, teatral y humano como pocos, arrinconado sistemáticamente por quienes deciden qué entra en la agenda deportiva y qué no.

Hubo una época, un cortito paréntesis entre finales de los 80 y principios de los 90, en la que parecía que el boxeo iba a resucitar de su largo ostracismo. Algunos recordarán aquellas madrugadas míticas, en las que los más noctámbulos (o los más fanáticos) nos quedábamos pegados al televisor para ver en directo los combates de Mike Tyson. Duraban poco, es verdad —con suerte, un par de asaltos—, pero eran minutos de tensión eléctrica, pura explosión física y expectación mundial. Tyson era un fenómeno que no necesitaba presentación, ni traducción: era el boxeo encarnado en furia.

En el panorama nacional, durante ese mismo periodo, tuvimos también un conato de renacimiento con Poli Díaz, el Potro de Vallecas. Carisma de barrio, pegada, chulería y un récord que lo llevaba directo al estrellato. Pero mejor no comentar lo que vino después. Lo que pudo haber sido y no fue. El drama de muchos talentos que no supieron esquivar el peor de los golpes: el que viene de uno mismo.

Y sin embargo, hay casos que merecen aplauso eterno. Como el de Javier Castillejo, el Lince de Parla. Un tipo hecho a sí mismo, sin alardes, sin focos, sin padrinos. A sus 38 años, se coronó campeón del mundo del peso medio según la AMB al derrotar por KOT al alemán Felix Sturm. Eso lo convirtió en el primer boxeador español en la historia en proclamarse campeón mundial en dos categorías distintas. Casi nada. Y, sin embargo, ni puñetero caso.

La repercusión mediática fue mínima, casi anecdótica. Apenas una reseña, alguna mención tardía. Y uno no puede evitar sentir rabia. Porque lo de Castillejo no es solo una hazaña deportiva: es la historia de un hombre que a base de constancia, trabajo y humildad llegó a lo más alto. Un deportista que merece estar en el Olimpo de los grandes de España, junto a nombres como Nadal, Induráin o Gasol. Pero no. Aquí preferimos abrir los informativos deportivos con las giras veraniegas de los todopoderosos del fútbol o con las aventuras de Fernando Alonso y su urinario portátil.

Y así somos. Un país que adora el espectáculo, pero teme a la sangre. Que aplaude las metáforas bélicas del fútbol (“goleada”, “asalto”, “batalla”) pero no soporta el deporte que mejor ha reflejado la lucha de clases, la superación del marginado, la belleza salvaje de dos cuerpos midiéndose sin excusas. El boxeo no encaja. Es demasiado real.

Pero algunos seguimos ahí, en nuestra esquina neutral, escuchando la campana, esperando el siguiente asalto. Porque el ring, como la vida, no es para los que no reciben golpes, sino para los que saben levantarse una y otra vez.


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