Y, bueno... a lo primero, sin necesidad de detenerse mucho a analizar, hay que reconocer que no le falta cierta razón. Basta con encender la radio o darse un paseo por las listas de éxitos para notar que el estándar de calidad, tanto sonora como artística, ha bajado unos cuantos peldaños. Vaya tela lo que suena por ahí. Entre el “autotune” indiscriminado, las bases prefabricadas y la obsesión por lo viral, cuesta encontrar algo que suene con alma, con verdad, con cuerpo.
Ahora bien, sobre lo de los veinte años... Hombre, Bob, ahí te has venido un poco arriba. Dos décadas dan para mucho, incluso en tiempos revueltos. Durante ese lapso han aparecido discos y artistas que han sabido sortear la mediocridad general con propuestas sinceras, arriesgadas, incluso brillantes. Gente que ha grabado trabajos con mimo y criterio, alejándose del ruido comercial. No serán legión, de acuerdo, pero haberlos, haylos.
Lo que sí es cierto, y ahí Dylan vuelve a dar en el clavo, es que hoy en día es muy raro encontrarse con un disco que merezca ser escuchado de principio a fin. La cultura del “single”, del “clip”, del “tema pegadizo de quince segundos”, ha sustituido a la experiencia de sumergirse en una obra completa. Y eso, para quienes crecimos con vinilos, casetes o CDs, es una pérdida que se nota. Y se duele.
Así que sí, maestro Dylan, no todo es desierto, pero los oasis escasean. Y cuando uno encuentra agua, la bebe como si fuera la última.
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