Retiran por fin la estatua ecuestre del dictador Francisco Franco que aún presidía, con su bronce altivo, la entrada a la Academia General Militar de Zaragoza. Setenta y tantos años después, no está mal. Nunca es tarde si la memoria es buena, aunque a veces parezca que está de baja por depresión.
Y, cómo no, el Partido Popular ha reaccionado con su ya clásica mezcla de comedia de situación y monólogo sin guion. Según ellos, este gesto del Gobierno no es más que una maniobra para "contentar a los electores radicales de izquierda". Tal cual. Casi se echa uno en falta que añadiesen que el caballo también era rojo y peligrosamente subversivo.
Que se retire una estatua de un dictador que encabezó un golpe de Estado, una guerra civil y casi cuarenta años de represión debería ser un acto tan lógico como quitarle el nombre de una calle a Jack el Destripador. Pero en este país, aún hay quien lo ve como una agresión ideológica. O como una pérdida patrimonial, qué sé yo.
La memoria histórica, para algunos, sigue siendo eso que hay que dejar "en paz", como si la historia se curase sola con el paso del tiempo. Pero los símbolos importan. Y que un dictador no vigile a caballo la entrada de una institución pública en una democracia, debería ser, más que un gesto, una evidencia.
Ahora, la estatua al desguace, al almacén o al museo, donde las dictaduras van a dormir el sueño del olvido. Y los nostálgicos, como siempre, a rasgarse las vestiduras en prime time. Qué país este, en el que hasta desmontar una estatua requiere casco, grúa y chaleco antibalas mediático.
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