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22.8.08

24 años no son nada


La Historia, a veces, se repite. Veinticuatro años después de aquella inolvidable final olímpica de baloncesto en Los Ángeles, la selección española vuelve a plantarse en la lucha por el oro. Esta vez, tras una durísima semifinal en la que hemos derrotado a Lituania por 91-86, con más sufrimiento que brillantez, pero con el carácter que define a los equipos grandes. En el momento en que escribo estas líneas, aún se está disputando la otra semifinal entre Estados Unidos y Argentina, pero seamos realistas: salvo una hecatombe baloncestística, todo apunta a que nos volveremos a ver las caras con los norteamericanos.

Y eso, inevitablemente, me devuelve a 1984.

De aquella final guardo un recuerdo nítido y entrañable. Éramos chavales. Mi hermano y yo vimos la primera parte por televisión, embobados ante la pantalla, en plena madrugada veraniega. La segunda mitad la seguimos por la radio, mientras emprendíamos el viaje hacia nuestras vacaciones de agosto en Bolonia, Cádiz. Salíamos de casa a las cinco de la mañana en el Renault 12 de mi padre, con las ventanas bajadas y las mochilas apretadas en el maletero. Y allí íbamos, cruzando media Andalucía con la voz del comentarista narrando cómo los gigantes americanos, con Pat Ewing, Alvin Robertson o Sam Perkins, nos pasaban por encima con aquella superioridad tan suya. Aun así, aquel grupo —los Epi, Corbalán, Fernando Martín, Iturriaga, Solozábal— nos hizo soñar. Hicieron historia.

Sabíamos que era casi imposible plantarles cara, pero se hizo lo que se pudo. Y sobre todo, se encendió una chispa. La que años después explotaría con la generación dorada que nos ha llevado a lo más alto del baloncesto mundial.

Hoy, esa chispa arde con más fuerza que nunca.

La selección de 2008 ha madurado, ha aprendido de sus derrotas y ha asumido su grandeza. Con Pau Gasol liderando como lo que es, uno de los mejores jugadores del planeta, con Navarro encendido, con Rudy haciendo diabluras en el aire y Ricky Rubio, ese niño con mirada de adulto, asombrando al mundo con apenas 17 años. Sin olvidar a Felipe Reyes, Garbajosa, Calderón (lesionado pero presente), y a todos los que han hecho posible esta nueva hazaña.

Tal vez los estadounidenses vuelvan a ser favoritos. Tal vez vuelvan a tener más músculo, más NBA, más leyenda. Pero esta vez no somos los invitados. Esta vez venimos a competir de igual a igual. Y pase lo que pase en la final, ya hemos ganado algo que no se mide en puntos: el respeto de todos.

Bolonia sigue allí, el Renault 12 ya no. Pero el baloncesto —y los recuerdos que trae— sigue encestando en lo más hondo de nuestras emociones.


Antes de aquella final olímpica de 1984, que muchos aún recordamos como si fuese ayer, se jugó una semifinal que, para muchos, fue una auténtica gesta. España se medía nada menos que con la Yugoslavia de un joven llamado Dražen Petrović, que por entonces ya apuntaba maneras de genio y que años después acabaría convertido en leyenda. Aquel partido fue una proeza de una generación de jugadores que nos hicieron soñar despiertos: Romay, Corbalán, Iturriaga, Arcega, Solozábal, Sibilio, Chicho Creus, De la Cruz, el añorado Fernando Martín y algún otro nombre que la memoria a veces juega a ocultar. Todos ellos bajo la batuta de otro inolvidable, Antonio Díaz-Miguel, aquel seleccionador de voz suave y convicción firme que supo llevarnos a lo más alto cuando nadie lo esperaba.

Aquel grupo nos llevó a la primera gran final de nuestra historia. La disputamos contra los Estados Unidos y, aunque sabíamos que ganar era una utopía, la ilusión fue tan real que aún hoy se recuerda con el brillo de las gestas imposibles.

Este domingo, a las ocho y media de la mañana, volveré a hacer lo mismo. Me levantaré para ver la final de Pekín 2008, esta vez en soledad, con el café humeando en la cocina y el televisor como única compañía. Y no sé muy bien por qué, pero sé que algo de nostalgia se apoderará de mí. No sólo por el baloncesto, sino por lo que rodea esos recuerdos: aquel verano de 1984, la infancia, los veranos largos, las radios que narraban hazañas mientras cruzábamos España en coche, los que ya no están, los que éramos antes de saber todo lo que ahora sabemos.

A veces uno se da cuenta de que veinticuatro años, aunque sobre el papel parezcan mucho, en realidad no son nada. Apenas un suspiro. Aquel niño que madrugó para escuchar una semifinal con su hermano sigue estando dentro. Hoy ve el partido desde otro lugar, con otra edad, pero con la misma pasión.

Porque el tiempo pasa, sí, pero hay emociones que no caducan. Hay recuerdos que se quedan, como una medalla invisible colgada del alma.


6 comentarios:

CarmenS dijo...

¡A por el oro!
Se lo merecen

Mamen dijo...

Yo también me pondré el despertador el domingo, e incluso estoy hasta optimista en cuanto a la final, aunque estará ciertamente difícil.

Besos olímpicos.

LlunA dijo...

No sigo los juegos, pero espero que se lleven el oro que seguro se lo curran!

Buen finde

Belén dijo...

Si te sirve de algo, yo también lo veré... como hace 24 años, pero yo en la piscina je je je

Bsicos

Tati dijo...

hola! gracias por pasarte!!! :D un saludo!

Roxi dijo...

Desde este otro lado el océano yo voy a hacer barra por ustedes, de todas maneras, fuerza a tu selección.
Abrazo!