
Michael Jackson ha muerto.
Al menos, eso es lo que dicen todos, absolutamente todos los medios de comunicación del planeta. No hay canal, emisora, periódico, web o red social que no lo proclame a voz en grito.
Y es curioso —o triste, o revelador, o todo a la vez— porque hace apenas dos días, Michael Jackson era poco menos que un apestado para muchos. Había pasado a ser un personaje incómodo, arrinconado por sus propias sombras y por la hipocresía ajena. Nadie —o casi nadie— hablaba ya de su música, de su arte, de lo que significó. De cómo transformó para siempre la industria del pop. De cómo derribó barreras raciales con un guante blanco y una voz inconfundible. De cómo se ganó al mundo entero bailando sobre la luna con una sencillez que hoy resulta casi dolorosa de recordar.
Porque sí, claro que hubo excentricidades. Hubo rarezas, gestos difíciles de comprender. Pero, ¿alguien se acordaba de aquel joven brillante de principios de los ochenta? ¿De ese niño prodigio que se convirtió en el Rey del Pop sin necesidad de coronas ni castillos? Muy pocos. O, en todo caso, ya no querían recordar.
Y ahora, todo está colapsado.
En esta era en la que ya no se vende ni un maldito CD, sus discos han desaparecido de las estanterías. Se agotan en las grandes superficies, en las pocas tiendas de discos que aún resisten como faros viejos en medio del temporal digital. Las plataformas de streaming no dan abasto. Nadie se quiere quedar fuera del fenómeno.
Esta mañana leía cómo la tormenta cibernética provocada por la muerte de Jackson ha puesto patas arriba Internet. Twitter se ralentizó hasta lo insoportable por la cantidad de usuarios intentando postear, opinar, llorar, recordar. YouTube vio cómo las visitas a sus videoclips se disparaban hasta cifras de locura. Las webs de los grandes periódicos estadounidenses se frotaban las manos mientras las visitas se multiplicaban por cien, como si la muerte también cotizara en bolsa.
Y todo esto no deja de ser un espejo: uno que refleja nuestra memoria selectiva, nuestro culto morboso al mito, nuestra manía de enterrar en vida a los genios para luego resucitarlos con flores y trending topics.
Michael Jackson ha muerto. Sí. Pero para muchos —los que nunca dejaron de escuchar su música, los que sí recordaban aquel joven de los ochenta, los que no necesitan que la muerte les recuerde lo que significa el arte—, Michael nunca se fue del todo.

Harlem le rindió homenaje. Y no en cualquier rincón, sino en el legendario Teatro Apollo, el mismo escenario donde, décadas atrás, se convirtieron en leyendas los grandes músicos negros del jazz. Un templo cargado de historia, donde Billie Holiday, James Brown, Ella Fitzgerald o el propio Michael Jackson fueron más que artistas: fueron símbolos de resistencia y belleza en tiempos en los que a los afroamericanos se les prohibía cantar o tocar en clubes de blancos.
Por eso, aquella despedida popular en Harlem no tuvo el tono solemne de un adiós definitivo. Fue más bien un recibimiento. Un reencuentro. Como si Michael volviera a casa, al corazón mismo de la música negra, a ese lugar donde lo que importa no son los escándalos, ni las cifras, ni los titulares, sino lo único que queda cuando todo lo demás se apaga: la música.
Y en Harlem, la música es sagrada.
Mientras tanto, en el otro extremo del espectro, el poder también se inclinaba. Se guardó un minuto de silencio en Wall Street —donde el dinero rara vez se detiene—, en el Congreso de los Estados Unidos, en la mismísima Casa Blanca. El propio presidente Obama lo dijo sin rodeos: Michael Jackson fue un artista espectacular y un auténtico icono de la música. Así, con esas palabras. Directo, sin adornos. Como se habla cuando se reconoce a alguien que fue más que una estrella.
Y entonces, las calles comenzaron a llenarse.
París, Madrid, Londres, Nueva York, Buenos Aires, Tokio, Shanghái... Las ciudades del mundo parecían conectadas por una misma canción. Multitudes espontáneas salieron a bailar, a cantar, a llorar, a sostener carteles, a encender velas. La música —la misma que algunos querían olvidar hace apenas días— volvía a sonar en todas partes.
Incluso en Gary, Indiana, su pueblo natal, ese rincón obrero donde comenzó todo, hubo vigilia. Aunque algún redactor despistado del Telediario de La 1 se empeñara hoy en situar su nacimiento en Los Ángeles, demostrando una vez más que la documentación a veces es la gran ausente en las redacciones.
Pero ahí estaba Gary. Con su gente, con sus calles humildes, con la casa de los Jackson aún en pie. Y ahí estaba el mundo, despidiendo a Michael, no como una figura polémica, ni como un producto de la industria, ni siquiera como el "Rey del Pop", sino como lo que realmente fue: un creador inmenso. Un tipo que convirtió su cuerpo en instrumento, su voz en latido, y su arte en puente entre generaciones, razas y países.
La música permanece. Y hoy, más que nunca, se escucha con el respeto que siempre mereció.

Dicen que todos empezamos a morir justo en el momento en que nacemos. Yo no lo veo así. Para mí, empezamos a morir cuando comienzan a faltarnos esas personas, esos elementos, esos fragmentos de vida que han formado parte de lo que somos. Cuando desaparecen aquellos que nos han acompañado sin estar físicamente a nuestro lado, pero que estaban ahí, siempre, como una presencia constante.
Y es que más de 25 años escuchando su música… son muchos años. Una vida entera, prácticamente. Y uno no escucha simplemente canciones: uno las vive. Las asocia a momentos, a lugares, a personas. Una canción es un puente a un instante perdido. Bad sonando en el radiocassette del coche, mientras conducías sin destino. Esa bandera de BAD colgada durante años en la pared de tu cuarto. Los pósters descoloridos, las fotos clavadas con chinchetas. Aquella camiseta de Moonwalker que llevabas con orgullo. Y tantas, tantas tardes tumbado en el sofá, con los auriculares puestos, dejando que su voz lo llenara todo.
Dicen que ha muerto Michael Jackson. Pero yo, honestamente, no me lo creo.
¿Acaso ha muerto Elvis? ¿John Lennon? ¿Freddie Mercury? ¿Enrique Urquijo? ¿Bob Marley?
No. No lo están. Siguen aquí. Permanecen. En cada canción que suena por la radio, en cada vinilo polvoriento que vuelve a girar, en cada CD olvidado en la guantera del coche, en cada descarga, en cada lista de reproducción, en cada persona que —sin saber muy bien por qué— tararea un estribillo, mueve los pies, sonríe.
El pasado sábado, en una boda en tierras gaditanas, pusieron Billie Jean. Y, ¿sabes qué? Nadie se quedó indiferente. Unos cantaban, otros bailaban. Algunos apenas sabían la letra, pero ahí estaban, siguiendo el ritmo, dejando que la canción hiciera su trabajo. Porque Billie Jean no necesita presentación. Es una de esas canciones que lo atraviesan todo: generaciones, estilos, gustos. Es parte de nuestro inconsciente colectivo.
Ha muerto Michael Jackson, dicen. El Rey del Pop. Lo repiten en cada rincón, en cada telediario, en cada red social, como si quisieran convencernos. Pero yo sigo sin creérmelo. Porque alguien que formó parte de nuestras vidas de una forma tan profunda, tan física y tan emocional, no desaparece así como así. Porque la música —la verdadera música— no muere nunca.
Y Michael era música.

6 comentarios:
Sólo me gustaría decir que para el mundo afroamericano, antes que Obama, fue Michael Jackson, el más grande, seguramente junto a Elvis y a los Beatles.
Efectivamente. Alguien que ha traspasado los límites de la inmortalidad nunca puede morir. Los ídolos que cambian la vida de las personas, permanecen para siempre. Gracias Michael, por tu música, por tu baile, por tu leyenda. Te recordaremos siempre.
Sabes qué?
Yo creo que lo han asesinado, una conspiración, como con Kennedy y John Lennon, llamame loca, pero es lo que pienso.
UN besoooo, y ánimooooo
Se ha ido un gran músico, un gran artista...realmente me es indiferente lo que hiciera con su vida, me quedo con sus grandes canciones y su puesta en escena!
un besote
Precisamente ahora la gente lo tiene más vivo que nunca. Lo que me da asco es toda la gente que está explotando el cuento, lucrándose y ganando con esta pérdida que tenemos los que sí que apreciábamos a este artista. Qué asco (por algunos como Sony).
Publicar un comentario