
Supongo que es algo casi universal, especialmente entre quienes sienten el cine como algo más que entretenimiento, casi como una parte de su vida misma: la pérdida de una gran estrella siempre es, en el fondo, una pequeña pérdida personal. No importa la edad, ni haber coincidido o no con la época dorada en que aquella figura deslumbró en las pantallas.
En mi caso, no crecí rodeado de estrenos de Liz Taylor. De hecho, la única película en la que la vi en estreno fue aquella desafortunada adaptación de Los Picapiedra en 1994, una versión que poco o nada tiene que ver con la leyenda que fue. Sin embargo, ¿quién no ha sentido un latido especial al verla, aunque fuese en blanco y negro y en la televisión, en obras como La gata sobre el tejado de Zinc, De repente, el último verano, Gigante o la inmortal Cleopatra? Y si me apuras, hasta en su visceral interpretación en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, donde la fragilidad y la fuerza se entrelazan en un duelo inolvidable.
Como suele pasar con las grandes figuras, la prensa amarillista se encargó más de sus matrimonios tormentosos y sus batallas personales con el alcohol y los barbitúricos que de destacar la magnitud de su talento y la profundidad de su obra. Pero Liz Taylor fue mucho más que eso: fue un icono de la cultura popular, una actriz capaz de transitar entre géneros, papeles y emociones con una naturalidad que hoy sólo puede admirarse en los grandes mitos.
Hay algo en esa estrella que parece no extinguirse del todo, aunque las luces de aquel viejo Hollywood, con sus grandes producciones, sus sueños y sus glorias, se vayan apagando poco a poco. Porque el cine generacional, ese que fue el hogar de tantas historias que marcaron a toda una humanidad, se siente hoy más lejano, como una bruma que se aleja, y que, sin embargo, seguimos extrañando con la misma intensidad.
Liz Taylor se apaga como una luz que nunca termina de extinguirse, y con ella, un fragmento de ese Hollywood que supo ser el faro de millones de espectadores. No sólo se va una actriz, se va una época, un símbolo, un trozo de nuestra memoria.
Y aunque el telón haya bajado hace tiempo, esas luces que aún titilan en la oscuridad nos recuerdan que el cine, y las leyendas que lo habitan, son eternos.
5 comentarios:
Desde luego, no sería yo quien se centrase en su vida privada. Ha sido, desde mi punto de vista, una gran pérdida. Menuda artista.
Pasé a saludarte! besos!
Yo como Sandra, mandarte un saludo y ponerme al día.
Saludos y salud
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