Los recuerdos de la infancia tienen una luz distinta.
No es solo que sean los más intensos o los más claros: es que nos atraviesan con una verdad desnuda, sin filtros. Tal vez porque, en aquellos días ya lejanos, todo dolía o deslumbraba con una intensidad que hoy nos cuesta concebir. Cada descubrimiento era un temblor, una grieta en lo conocido, y cada pequeño gesto de cariño se nos clavaba en el pecho como un sol de mediodía.
La infancia no tiene dobleces.
Lo que sucede, sucede de verdad. Y así se queda.
Un amigo que nos defiende en el recreo, una madre que nos arropa sin decir palabra, un verano interminable con sabor a helado derretido y rodillas peladas. Los niños lo viven todo sin escudos, sin opiniones prestadas, sin cinismo. No se parapetan tras excusas o ideologías. Solo sienten. Y lo sienten todo.
Quizá por eso esos primeros años se quedan grabados como una capa profunda de nuestra piel, como una marca de agua invisible.
Después, con el paso del tiempo, otros recuerdos llegan: más elaborados, más razonados, más correctos. Pero también más tibios. Más olvidables.
Las imágenes de la juventud, de la adultez, se van borrando como huellas en la orilla.
Pero los recuerdos de la niñez...
Esos no se van.
Vuelven una y otra vez, como un perfume olvidado, como una canción vieja que nos salta en la radio y nos detiene de golpe en mitad de una mañana cualquiera.
Quizá por eso la nostalgia pesa tanto.
Porque no es solo echar de menos un tiempo perdido.
Es echar de menos una forma de estar en el mundo, una forma de mirar, de sentir, de querer.
Es añorar esa plenitud sin reservas, esa alegría súbita que estallaba porque sí, y ese dolor que nos rompía por dentro… pero pasaba, y no dejaba rencor, solo aprendizaje.
La infancia no se recuerda:
se revive.
No hay comentarios:
Publicar un comentario