EL VAMPIRO DEL TÚNEL DE SANTA CATALINA
Mérida, verano de 1978.
España estaba en plena Transición, ese limbo extraño entre una dictadura que se resistía a morirse del todo y una democracia que aún no sabía andar sola. La Constitución todavía era un borrador lleno de tachones, y mientras algunos aprendían a decir “libertades civiles”, otros seguían diciendo “sí señor” por inercia.
En los pisos del barrio, se vivía con lo justo: una radio en la cocina, una televisión en blanco y negro con interferencias galácticas, y mucha resignación heredada. Los hombres trabajaban en la RENFE, en talleres, de peones de obra, en la fabrica de Corcho, en el Matadero, en Correos o en la Policía Nacional; las mujeres sostenían el mundo con fregonas, cazuelas, llevando a los niños a la es escuela y el resto de vecinos solían ser gente que hablaban demasiado y miraban mucho detrás de las cortinas.
En Santa Catalina, uno de los barrios más sencillos y vivos de Mérida, la vida transcurría entre el barro de las calles aún no asfaltadas, el humo de las cocinas, los pregones a gritos de los vendedores ambulantes, y los chismes que cruzaban las calles antes que el panadero o el repartidor de la bombona.
Santa Catalina se asentaba junto al río Albarregas, que entonces no era más que un cauce sin canalizar, plagado de juncos, botellas, y algún zapato sin dueño. Para los chavales, aquello era un paraíso: pasaban las tardes cazando ranas con botes oxidados y cañas de pescar improvisadas, chapoteando entre fango y basura como si fueran en busca del Dorado.
Dominando gran parte del paisaje se alzaba el acueducto de San Lázaro, una reliquia de piedra reutilizada a base de retales del antiguo acueducto romano. Los niños lo trepaban como si fuera un fuerte medieval, y los mayores lo miraban con orgullo silencioso, como quien contempla una herida antigua que aún aguanta en pie.
En 1978, la televisión tenía el mismo poder que la misa del domingo, pero con más audiencia. Dos cadenas, muchas reposiciones y una programación que podía pasar de un reportaje de pastores de Soria a un episodio de Dallas sin previo aviso.
Ese verano, Starsky y Hutch causaba furor entre los chavales del barrio. Dos polis americanos, coches veloces y mucha chaqueta de ante. Y una noche fatídica del mes julio, TVE emitió un capítulo de Starsky y Hutch que dejó una marca profunda en la mente de muchos. Se titulaba “El Vampiro” (Temporada 2, episodio 6), y narraba cómo los detectives investigaban una serie de asesinatos atribuidos a un hombre disfrazado de vampiro. El asesino tenía delirios, creía ser inmortal y atacaba a mujeres para beber su sangre. Todo ello enmarcado en una atmósfera más tenebrosa de lo habitual, con neblina artificial, colmillos postizos y un villano tan ridículo como inquietante.
La estética gótica del episodio, combinada con la inquietante figura del asesino, que se movía por los tejados y aparecía de la nada, caló en la mente de más de un espectador impresionable.
Todo empezó una noche calurosa de julio, cuando en casa de Doña Engracia, una humilde vivienda prefabricada de la desaparecida barriada de La Paz, el televisor en blanco y negro —un Inter de 14 pulgadas con mando a distancia atado con un cordón— sintonizaba TVE 1, y la cortina del salón ondeaba perezosa por la corriente de aire.
Serafín Morales, su hijo, tenía entonces 38 años y un bigote a medio salir. Había dejado hace poco un trabajo de peón municipal “por estrés emocional” (se cayó de un andamio bajito), y pasaba los días entre la siesta, las radios locales y los paseos hasta el bar de Ciriaco, donde pedía una Mirinda y echaba una ojeada al Marca y al Hoy.
Aquella noche la programación no prometía gran cosa: una reposición de Los camioneros, seguida de una película rumana con subtítulos que nadie leía. Pero después, como si los astros se alinearan, anunciaron:
Y a continuación: Starsky y Hutch. Episodio titulado ‘El Vampiro’.
Serafín, que había sido aficionado a los cómics de Colmillo Blanco y Zarpa de Acero, se relamió. Puso los pies sobre una silla de mimbre, se sirvió un vaso de gaseosa Zasil con anís del mono, y se preparó para lo que él pensó que sería “otra de polis americanos persiguiendo melenudos”.
Pero lo que vio fue otra cosa.
En la pantalla, un hombre vestido de negro salía de las sombras, con la cara blanca, capa al viento y colmillos brillantes. Acechaba a mujeres solas, se movía como una sombra sobre los tejados, y hablaba como si viniera del más allá.
Serafín se quedó hipnotizado. No por el miedo, sino por la estética. Por el misterio. Por el dramatismo innecesario. Por ese aire de película de terror barato que, sin saber por qué, le dio una idea.
—¿Y si yo…? No, no… ¿y si yo salgo por las noches… así… pero en el túnel de Santa Catalina?
—¡Hombre! No para atacar a nadie. ¡Para dar ambiente!
A la mañana siguiente, pidió a su madre que no tirara la cortina vieja del cuarto de costura. La recortó, la dobló, le cosió una cuerdecita y se la probó frente al espejo del baño. Se miró y pensó:
—Parezco una mezcla entre Drácula y Superman de andar por casa.
Pero eso no lo detuvo. Al contrario. Sintió que los del barrio de Santa Catalina necesitaban algo así. Un susto, una leyenda, una historia que contar.
Y así, con una vieja capa, unos colmillos hechos con una cuchara partida por la mitad, y mucha, mucha ilusión…
el Vampiro del Túnel bajó por primera vez al paso ferroviario de Santa Catalina, justo cuando caía la noche y las primeras bicicletas pasaban de vuelta del río.
Primero fueron unos niños que volvían tarde a casa de jugar al fútbol los que aseguraron que una figura “negra y altísima” había salido del túnel haciendo ruidos de murciélago con flemas. Luego, Doña Remedios, vecina de la calle Ancha, dijo haber visto a “un ser con capa negra que levitaba por la calle como si fuera en patines invisibles”.
En menos de una semana, el barrio ardía de teorías:
—Dicen que el vampiro mide dos metros y medio.
—Que bebe sangre de perros callejeros.
—Que se esconde bajo el acueducto de día y por la noche se sube a los tejados.
Las madres no dejaban a los niños salir. Los padres empezaron a ir al bar en grupo. Y los chavales ideaban planes de defensa con ajos, tirachinas y crucifijos de plástico.
Una madrugada, el vampiro decidió plantarse en medio del túnel con los brazos en cruz, esperando volver a a asustar al grupo de chavales que solían volver tarde de jugar al fútbol.
Pero el destino quiso que pasara antes un camión de reparto de La Casera, que al verlo quieto, con capa y colmillos, frenó de golpe y volcó dos cajas de sifones.
El conductor, un Cacereño con mucha mili hecha, no se asustó, sino que le lanzó una botella de litro al grito de ¡Payaso!.
El vampiro huyó tropezando con su propia capa, y esa noche el túnel olía a gaseosa durante horas.
Otra noche, una señora del barrio, Doña Milagros, harta de escuchar las historias de los sustos, decidió salir una noche a pasear con su perro Napoleón, un caniche nervioso que llevaba la correa como un lazo de lazo rosa.
El Vampiro, creyéndose en Transilvania, apareció entre unos matorrales con un “¡Blaaaaah!”. Pero Napoleón, lejos de asustarse, le saltó al pecho y le mordió la pantorrilla con una furia que solo dan los lazos rosas y los dueños rencorosos.
El “vampiro” corrió gritando, perseguido por el perro hasta que pudo esquivarlo. A la mañana siguiente, la noticia ya corría:
—¡Lo acojonó el caniche de Doña Milagros!
—Dicen que ahora le tiene miedo a los lacitos.
Pero el momento cumbre llegó una noche en que el señor Ciriaco, carnicero de profesión y algo corto de vista, escuchó un ruido en lo alto del túnel al regresar a casa después de una dura jornada de trabajo. Al ver una figura negra correteando sobre él, no dudó: le lanzó una pata de jamón curado, gritando:
—¡Pa que vuelvas, demonio!
La figura tropezó, chilló con voz muy humana (“¡Ay mi lumbago!”), y salió corriendo sin elegancia sobrenatural alguna.
Eso ya no era un vampiro. Eso era alguien haciendo el ridículo.
Corría ya finales de septiembre de 1978. Las noches empezaban a enfriar, los chavales volvían al colegio con mochilas de cuero y cuadernos Rubio, y los sustos en el túnel de Santa Catalina eran ya una costumbre tan habitual como el sonido de la máquina del tren pasando por encima. Había quienes incluso cambiaban de ruta solo por no cruzarse con “aquello que volaba” bajo el acueducto de San Lázaro.
La leyenda crecía: que si medía dos metros y medio, que si hablaba en latín, que si lo había visto un municipal y se le cayó el gorro del susto. Lo que nadie sabía —salvo Doña Engracia— era que el monstruo en cuestión dormía hasta las once, se comía dos magdalenas para desayunar y planchaba su capa con cuidado los miércoles.
Pero los vecinos ya estaban hartos. A uno se le cayó la compra del susto, a otro se le escapó el perro, y una señora mayor acabó en el ambulatorio con un esguince de risa nerviosa.
Así que una noche, la Comisaría de Mérida, en coordinación con dos patrullas de barrio y un cabo llamado Gómez de los Reyes, decidió tenderle una trampa.
Montaron vigilancia desde un Simca 1200 sin distintivos, aparcado a la entrada del barrio, y uno de los agentes, disfrazado de paisano, se ofreció como cebo: se vistió con pantalones de campana y camisa estampada, e iba paseando con una barra de pan bajo el brazo como quien viene de la tienda.
Serafín, mientras tanto, ya estaba en su escondite habitual, una caseta abandonada de un guarda de la RENFE junto al puente, ultimando detalles. Esa noche llevaba una mejora en el disfraz: dos murciélagos de plástico colgados de un hilo de pesca, que pensaba hacer bajar en el momento justo.
Cuando el agente disfrazado cruzó el túnel, Serafín se deslizó entre las sombras, dejó caer los murciélagos y gritó con toda su alma:
—¡Sangreeeee…!
Pero no llegó a terminar la palabra. Tres linternas se encendieron de golpe.
—¡ALTO! ¡POLICÍA NACIONAL!
—¡QUIETO, VAMPIRO!
Serafín, con los nervios, tropezó con su propia capa y cayó redondo al suelo. Uno de los murciélagos se le quedó enganchado en la oreja.
Los agentes lo rodearon. Uno le apuntó con la linterna, y el cabo Gómez de los Reyes, sin poder evitar la risa, murmuró:
—¿Pero qué demonios es esto, hombre…?
Serafín, desde el suelo, con voz grave, dijo:
—¡No soy un peligro! ¡Solo quería hacer ambientación!
—¿Ambientación dice usted…? ¿Con una cortina y murciélagos de plástico?
Lo subieron al coche patrulla con suavidad. No opuso resistencia. Solo pidió que no le pisaran la capa. Uno de los agentes, para calmarlo, le dijo:
—Tranquilo, Drácula. Te llevamos al castillo… pero con radiadores.
Ya en comisaría, entre risas y confusión, se dictaminó que el autor de los sustos era un pobre diablo sin maldad, con más imaginación que sentido práctico.
Le cayeron una multa simbólica, un tirón de orejas de su madre doña Engracia, y el apodo que ya no lo abandonaría jamás: “El vampiro de Santa Catalina”.
El barrio volvió a la normalidad: los niños a sus ranas, los padres al dominó, y las madres a la ventana. El túnel ya solo daba miedo por la humedad y el olor a pis.
Y aunque España avanzaba hacia la modernidad con Constitución, democracia y copas europeas perdidas, en Santa Catalina seguía flotando la historia del hombre que quiso ser vampiro… y acabó perseguido, entre otras cosas, por un caniche y un jamón volador.
Porque si algo sabían los vecinos era esto:la realidad española siempre ha sido una mezcla de tragedia, comedia… y un poco de serie americana mal entendida.
Han pasado casi cincuenta años desde aquellas noches absurdas y gloriosas en el túnel ferroviario de Santa Catalina. El río Albarregas ya baja canalizado, el viejo túnel se remodeló años después con nueva iluminación, y donde antes había zarzas, ahora hay chalets adosados, bancos de hormigón y placas solares.
Y Serafín Morales, aquel chaval casi cuarentón que se disfrazaba de vampiro con una cortina y colmillos de plástico, vive hoy en una residencia de mayores de Mérida.
Comparte habitación con un ex policía municipal, Don Hilario, con quien se lleva regular porque este le apaga la tele justo cuando están echando reposiciones de Curro Jiménez. Aun así, Serafín no se queja. Tiene lo justo: su pensión, una foto antigua en la mesilla, y un bastón con el que se pasea por el patio como si aún llevara la capa negra al viento.
Conserva algunos recuerdos:
– Una dentadura postiza adaptada con dos colmillitos que se pone para reír a las enfermeras.
– Una réplica de su capa original, hecha por una sobrina que se la regaló por su 80 cumpleaños.
– Y un viejo DVD con capítulos grabados de Starsky y Hutch, entre ellos “El Vampiro”, que ve al menos una vez al mes.
Cada vez que alguien nuevo llega a la residencia, él se presenta así:
—Serafín Morales, antiguo Conde de Santa Catalina. Cazador de sustos, especialista en niebla de brasero y vampiro jubilado.
A veces se lo creen. A veces no. Pero todos acaban riéndose cuando cuenta lo del jamón volador y lo del perro de Doña Milagros.
Por las tardes se sienta junto al ventanal, y mirando hacia el horizonte de la ciudad, recuerda en silencio aquellas noches en las que creyó, con toda el alma, que asustar con una capa vieja era una forma de darle un poco de magia y emoción al barrio.
Y a veces, muy de vez en cuando, algún nieto de los vecinos le pide:
—Serafín, cuéntame otra vez lo del vampiro que se asustaba a la gente en los años 70
Y él sonríe, se ajusta la manta en las piernas, y empieza a contar… como si fuera la primera vez.