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15.6.20

La última fotografía


Esta es la última fotografía conocida de Federico García Lorca. Se tomó en la terraza del Café Chiki-Kutz, en el Paseo de Recoletos 29 en Madrid, en julio de 1936, unos días antes de partir hacia Granada de donde nunca jamás regresaría. Tenía tan solo 38 años. Aparece junto al gran poeta Manuela Arniches. Tal vez sea el momento o el gesto que capta la fotografía, pero su expresión, su mirada, muestra una cierta preocupación por los sucesos que se avecinaban, de los cueles nadie era ajeno. ¿Pudo salvar la vida Federico si se hubiese quedado en Madrid? Lo dudo.

5.6.20

Poema doble del lago Eden. ORGULLO LORQUIANO 2020





Hoy, cinco de Junio, celebramos el 122 aniversario del nacimiento de Federico García Lorca. No hay mejor manera de conmemorar esta fecha que recitando uno de los poemas más afamados de nuestro insigne literato, "el poema doble del lago Eden", en el cual he tenido el placer de participar junto a los amigos del Círculo de estudios Lorquianos.

Agradecer a este fantástico grupo de personas el amor y la ilusión que han puesto en la elaboración de este video. El legado, la memoria y la figura de Federico, están más vivas que nunca 84 años después de su asesinato.




23.5.20

Lo que en nosotros vive



 El niño que movía banderas: memoria, exilio y herencia emocional

Entre un abuelo y un nieto, en un apartamento de Nueva York, se construye el mapa íntimo de una guerra que aún no ha terminado.

En el año 2008, Manuel Fernández-Montesinos publicó Lo que en nosotros vive, un libro de memorias que destaca por su hondura narrativa y su capacidad para enlazar la historia personal con los grandes temas de la memoria colectiva. Me acerqué a este libro buscando los ecos de Federico García Lorca —de quien el autor fue sobrino— y de su padre, Manuel Fernández Montesinos, último alcalde socialista de Granada antes de ser fusilado por los golpistas franquistas. Sin embargo, lo que más me conmovió fueron las escenas íntimas compartidas entre un abuelo y un nieto. En ellas se condensa, con claridad poética y dolorosa precisión, el verdadero enigma de la memoria histórica.

El nieto, un niño de apenas diez años, sigue el transcurso de la Segunda Guerra Mundial desde el exilio en Nueva York. A su corta edad ya domina el inglés, ha hecho amigos en el colegio y comienza a sentirse parte del nuevo mundo que lo rodea. Disfruta caminando entre los rascacielos, reconociendo las voces de una emisora de radio estadounidense como parte de su vida cotidiana. Sin embargo, un sentimiento de extrañeza lo acompaña siempre, como una sombra. Porque el exilio, incluso cuando se suaviza con la infancia, nunca se borra del todo.

Una excursión escolar se aproxima, pero el niño no podrá asistir. Su lugar está en casa, junto a su abuelo, traduciendo los partes de guerra. Nadie más comprende el inglés con la misma soltura, y el anciano depende de esas traducciones para sostener su esperanza. Como muchos exiliados de edad avanzada, el abuelo no ha logrado adaptarse del todo al nuevo país. Le pesa el idioma, le pesan las costumbres, y sobre todo le pesan los muertos: un hijo y un yerno —el padre y el tío del niño— ejecutados por el régimen franquista. Él mismo lo dijo, antes de subir al barco que los llevaría al exilio: “No quiero volver a este jodido país”.

Y sin embargo, vive pendiente de España. No hay día en que no escuche los partes radiofónicos con ansiedad, buscando señales de victoria aliada, traducidas al instante por su nieto. El niño, conmovido por esa urgencia, empieza a intervenir en los relatos. Traducir se convierte en imaginar. Miente piadosamente, inventa avances del frente, retiradas alemanas, rendiciones que no han ocurrido aún. El mapa que traza en la mesa del comedor junto a su abuelo se convierte en un campo simbólico donde el futuro se anticipa, aunque sea sólo con banderas de papel.

Cada tarde, juntos, mueven las banderas aliadas hacia Berlín. El niño lo hace con entusiasmo, buscando en cada parte una excusa para la esperanza. El abuelo sonríe, y en ese gesto cabe todo un país que no ha podido enterrar dignamente a sus muertos. Abandonar esa rutina —irse, por ejemplo, de excursión con la escuela— sería una traición. No puede dejar a su abuelo sin la radio, sin las noticias, sin la ficción necesaria que lo mantiene en pie. Ha entendido que su lugar no está en otro sitio, sino allí, moviendo banderas, haciendo que el mundo cambie al menos sobre el papel.

Esta escena, que podría parecer menor, nos revela algo esencial: la memoria histórica no se transmite únicamente en libros, discursos o monumentos, sino en vínculos humanos, cotidianos, a menudo silenciosos. La relación entre un nieto que inventa victorias y un abuelo que las necesita para seguir viviendo es el retrato más sincero del legado emocional de una guerra que sigue palpitando bajo la superficie de la Historia.

Fernández-Montesinos no se detiene en esa escena. En otro momento del libro, aparece Fernando de los Ríos, tío político del adolescente, catedrático, ministro socialista, también exiliado. De los Ríos comprende pronto que la victoria de los aliados no implicará la caída inmediata del franquismo. Ni él ni Federico podrían volver con vida a su país. Pero eso no detiene la voluntad de creer, ni el impulso de recordar.

Lo que en nosotros vive no es sólo una autobiografía: es una meditación sobre el exilio, la herida española, la persistencia del pasado en el presente. Es también una lección: las verdaderas batallas de la historia se libran, muchas veces, en una cocina o en un comedor, con mapas improvisados, entre palabras que se traducen y gestos que salvan. Allí, en esa ternura desesperada, en ese pacto silencioso entre generaciones, empieza a construirse una memoria que, como dice el título del libro, sigue viva en nosotros.

15.5.20

No se la pierdan


En 1979 la faraona actuó en el Madison Square Garden. Al día siguiente, el New York Times tituló la actuación con el mejor reclamo publicitario de su historia: 
"Lola Flores, ni canta ni baila, pero no se la pierdan".

Recitó a Lorca cuando estaba prohibido, le dio la oportunidad a Camarón de la isla, y nos dejó frases que forma parte del acervo popular. Si me quereis, irse...
Nos criamos con su omnipresencia, un huracán que te hablaba con sus ojos, sus manos y los arabescos de su cuerpo. Hace ya 25 años de la muerte de Lola Flores, un cuarto de siglo de nuestras vidas. Cómo nos la maravillábamos nosotros¡¡

14.5.20

Jorge Yepes

                                                                

                                                                   
                              Córdoba.
                              Lejana y sola.
                              Jaca negra, luna grande,
                              y aceitunas en mi alforja.
                              Aunque sepa los caminos
                              yo nunca llegaré a Córdoba.  
                              (Federico García Lorca)

Pero en este caso llegamos. Y ni lejana, ni sola, ni la muerte nos esperaba, como en los versos, antes de llegar a Córdoba. La ciudad nos recibió con los brazos abiertos, tibia de sol y de historia, como si supiera que ese sería nuestro último viaje "en condiciones" antes del vendaval que vendría después. Un tiempo incierto, inesperado, que nos ha dejado con el paso cambiado y demasiadas cosas en el tintero, con páginas a medio escribir, a medio vivir, esperando un futuro que aún no se ha atrevido a asomarse del todo.

Fueron solo cuatro días. Cuatro días que supieron a mucho, como saben las cosas buenas cuando se degustan sin prisa y con el corazón despierto. Córdoba nos enseñó que hay lugares donde el tiempo no se mide por horas, sino por momentos. Y aquel viaje nos lo confirmó: lo vivido allí fue intenso, pero nos dejó con ganas de volver, aunque de una manera más plácida, más sosegada, como quien regresa no para descubrir, sino para reencontrarse.

Porque Córdoba no es una ciudad cualquiera. Es un rincón del mundo donde la historia duerme al aire libre, donde los siglos se tocan con la yema de los dedos en cada columna, en cada callejuela, en cada sombra blanca del mediodía. Una ciudad que rebosa inspiración, talento, genio. Que aún respira el arte de los poetas, de los pintores, de los sabios de otros tiempos que dejaron allí su huella, su aliento, su duende.

Uno de esos días, justo antes de entregarnos al placer de un buen salmorejo, de un rabo de toro tierno como un recuerdo feliz, y de unos flamenquines crujientes como una carcajada inesperada, nos cruzamos con uno de esos artistas callejeros que parecen brotar del alma misma de la ciudad. Estaba allí, en un rincón empedrado, con su guitarra y su voz gastada, hilando melodías que olían a jazmín y a nostalgia. No pedía atención, pero la robaba. No reclamaba aplausos, pero se los ganaba. Era parte del paisaje colorista y humano que convierte a Córdoba en algo más que una ciudad: en una experiencia que se vive con los cinco sentidos.

Y quizás, de todo lo que nos trajimos de vuelta en la maleta ,además de las fotos, las risas, los paseos al atardecer y los sueños fugaces, fueron esos momentos inesperados, humildes y mágicos los que más entusiasmo nos dejaron. Porque viajar, al final, no es solo ver cosas nuevas, sino descubrir partes de ti que estaban dormidas, y que ciudades como Córdoba, con su belleza sabia y serena, saben despertar.

 Jorge Yepes, artista colombiano afincado en España desde hacía ya más de diez años, se nos apareció una mañana cordobesa con su bicicleta convertida en expositor ambulante. Una especie de galería rodante, modesta pero desbordante de sensibilidad, que parecía haber brotado del empedrado mismo de la ciudad. De su bicicleta colgaban decenas de dibujos a acuarela, cada uno con su propio universo. Retratos, escenas, personajes que parecían salidos de un sueño compartido entre la memoria y la actualidad, entre la poesía y la calle.

Cada obra tenía algo que la hacía especial: una mirada, un gesto, un trazo sutil que atrapaba el alma de lo representado. Allí estaban, como esperando que alguien les diera un hogar, desde iconos de nuestra cultura contemporánea hasta figuras que habitaban ya el territorio de la leyenda.

Y lógicamente, no pude resistirme a adquirir uno de ellos. Era Federico. Sí, nuestro Federico. Federico García Lorca, con la melancolía luminosa que solo los verdaderos artistas saben capturar. Desde entonces, ese retrato reina , porque no se puede decir de otra forma, el rincón que tengo en casa dedicado a su figura, a modo de pequeño santuario doméstico, íntimo y sincero. Un altar a la palabra, a la música, a la belleza.

A veces, en el vértigo cotidiano, olvidamos detenernos y mirar con atención lo que realmente importa. No está de más, de vez en cuando, pararse unos minutos a apreciar el valor del trabajo de estos artistas que se ganan la vida en la calle con lo que mejor saben hacer. Que con sus manos, sus colores, su vocación, no solo embellecen las aceras, sino que nos embellecen por dentro. A Jorge Yepes lo encontramos justo en la entrada de los Baños del Alcázar Califal. Fue un hallazgo, uno de esos regalos inesperados que a veces nos ofrecen los viajes.

Y si algún día volvemos a Córdoba, que volveremos, no dudaremos en buscarlo de nuevo. Porque en un mundo que a menudo pasa de largo, hay que aprender a detenerse donde habita el arte. Y agradecerlo.

11.5.20

25 años de la apertura de la Huerta de San Vicente

Ayer, domingo 10 de mayo, se conmemoró el 25 aniversario de la apertura de la Huerta de San Vicente como centro cultural y casa museo, antigua residencia de verano de la familia García Lorca en Granada.

He tenido el placer de visitarla en dos ocasiones; aunque en mi última visita, el pasado verano, sólo pude contemplarla brevemente desde el exterior, ya que el amable señor encargado de la tienda —que, eso sí, permanecía abierta— nos explicó que por problemas en el sistema de refrigeración la casa tenía un horario de verano bastante reducido.

Este lugar, lleno de simbolismo y cargado de una intensa emotividad, fue testigo de la gestación de algunas de las obras más significativas de Federico, como Así que pasen cinco años, Bodas de Sangre, Yerma o El diván del Tamarit.

Fue también desde aquí que el gran poeta tuvo que huir a principios de agosto de 1936, refugiándose en casa de los Rosales, para acabar siendo apresado y llevado al gobierno civil de Granada, antes de su trágico asesinato en algún punto entre Víznar y Alfacar.

Un recuerdo imprescindible para acercarnos a la memoria de uno de los más grandes poetas y dramaturgos de nuestra historia.

17.10.17

De todos los seres vivos que he conocido.


De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, dificil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama. Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad., él me transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría expresar.
Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí, innoblemente, ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo.
En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: ¡Muera la inteligencia!
En Granada, se refugió en casa de un miembro de la Falange, el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alonso fueron a detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.
Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en que iban a matarlo.
Pienso con frecuencia en ese momento.
Luis Buñuel. Mi último suspiro. (Memorias) 1982.

2.8.17

Lorca: Un poeta en Nueva York


"Poeta en Nueva York" debería ser considerado patrimonio de la humanidad, o al menos patrimonio cultural de este país, que con frecuencia menosprecia a sus grandes poetas y escritores o el reconocimiento les llega demasiado tarde, tan tarde que en la mayoría de los casos esos autores no viven para verlo. El caso de Federico, durante cuarenta años, más reconocido y leído en el extranjero que en España, es otro de los muchos que a día de hoy, a pesar de la trascendencia de su figura y legado, sigue sin tener esa difusión que con orgullo deberíamos propagar por cada rincón de este país. El cómic "Lorca, un poeta en Nueva York" nos muestra una particular y excelente visión sobre la estancia de Federico García Lorca en esta ciudad Estadounidense. A través de los testimonios de sus allegados y de las cartas que el poeta Granadino escribía desde la gran manzana, seremos partícipes de todas las pasiones, inquietudes y obsesiones de Federico.
Fue un 25 de junio de 1929 cuando desembarcó del transatlántico Olympic, con la compañía de su amigo y mentor Don Fernando de los Ríos.
"Pararé en América seis o siete meses y regresaré a París para estar el resto del año. Nueva York me parece horrible, por eso mismo me voy allí", le escribió  algunos días antes de partir a Carlos Morla Lynch, añadiendo, "Tengo además un gran deseo de escribir, un amor irrefrenable por la poesía, por el verso puro que llena mi alma todavía estremecida como un pequeño antílope por las últimas brutales flechas". Federico llegó a la cosmopolita ciudad con la sana intención de reparar cierto desengaño amoroso y del rechazo de sus amigos Buñuel y Dalí, tras su extraordinario éxito en España de su "Romancero gitano"
 Aquellos días de Lorca en Nueva York, ciudad con mil diferencias tanto culturales como sociales a la España y más en concreto a la Granada de finales de los años veinte del pasado siglo otorgará a nuestro poeta de una visión de la vida sensiblemente distinta a la que había vivido hasta entonces.
Los sueños del nuevo mundo, la multiculturalidad de los emigrantes, los negros de Harlem, el Jazz...
Cuando Federico regresó a España, todos pensaron que parecía otro, nuevo, renovado, y hay quien dice que aquella luz especial de ese viaje a Nueva York, le acompañó hasta aquella madrugada de agosto entre Víznar y Alfacar.

EL autor: Carlos Esquembre (Valencia, 1985) músico y dibujante formado en la Escola Joso de Barcelona. Ha trabajado como ilustrador freelance y realizado storyboards para producciones audiovisuales en Dacsa producciones, Timelapse creative Agency y Rimores Factory.
Su primera incursión en el cómic tuvo lugar en 2013, cuando se autopublicó "The body", un tebeo de ciencia ficción donde unos diminutos sanitarios son introducidos en el interior de un cuerpo humano enfermo. Además de eso, también ha participado en la antología "Visiones del fin", publicada por Aleta en 2015, pero "Lorca: un poeta en Nueva York"es su primera novela gráfica.