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6.7.22

Cuestión de perspectiva

Las redes sociales, ese universo paralelo que decidimos inventar hace ya más de una década —posiblemente con más ilusión que criterio—, siguen siendo nuestro vertedero emocional favorito. Allí volcamos sueños truncados, fotos de desayunos innecesarios, indirectas muy directas y filosofías dignas de un posavasos. Hace unos días, mientras hacía scroll sin rumbo fijo, me encontré con una imagen que me recordó una de mis más temerarias hazañas: una postura casi acrobática que adopté en la Alhambra de Granada con el único objetivo de conseguir una foto “medio decente”. Aclaro: decente para el estándar 2011, porque hoy esa foto no pasaría ni el filtro del filtro.

Han pasado once años desde aquella escena, que en mi cabeza sigue teniendo la épica de una película de acción, pero con más torpeza y menos presupuesto. Desde entonces, he vuelto varias veces a esa bella y Lorquiana ciudad que huele a jazmín, historia y tapas... pero no he regresado a ese majestuoso monumento. Tal vez por respeto, tal vez por pereza, o simplemente porque a uno le da miedo no estar a la altura de los recuerdos (o de las escaleras).

Las fotografías, como casi todo en esta vida, dependen del ángulo: del que tomas y del que te toma por sorpresa. A veces son espejismos; otras veces, portales. Las imágenes de ayer se comportan como esos calcetines perdidos que aparecen cuando ya te habías rendido: sin previo aviso y en el momento menos pensado. Y cuando reaparecen, no puedes evitar sonreír, aunque sea con un poco de nostalgia o con cara de “¿en serio tenía ese peinado?”

Recordar es sencillo cuando lo que recuerdas te saca una sonrisa (o al menos no una denuncia por mal gusto). Pero hay una cosa que deberíamos tatuarnos en el alma —aunque la memoria sea tan resbaladiza como una pastilla de jabón en ducha ajena—: el hoy ya es nunca más. Y eso, amigos, nunca hay que olvidarlo… aunque casi siempre lo hagamos.

Casi dos años después regreso a este blog, que ha estado ahí todo este tiempo, como un gato que te observa desde lo alto de un armario: silencioso, paciente, juzgándote un poquito. Dos años intensos, vividos a tope, saboreados con la lengua entumecida y digeridos como buenamente se pudo. A veces uno quiere volver atrás y reescribir el comienzo —poner una coma donde hubo un punto, o cambiar de guión por completo—, pero no se puede. Lo que sí se puede es comenzar desde donde estás y reescribir el final. O dejarlo todo como está, si no va tan mal, y seguir el camino con los cordones bien atados y la cámara lista.
Por si acaso. Verano 2022.

6.8.20

Verano de 2000


Es curioso cómo, cada vez que una cifra redonda pasa página en nuestro calendario, sentimos la imperiosa necesidad de echar la vista atrás. De pronto, nos descubrimos evocando cómo era nuestra existencia hace cinco, diez, quince o veinte años. Como si el tiempo, al cerrar un ciclo, exigiera un balance que nos obliga a mirar con otros ojos aquello que fuimos.

La vida es, entre muchas otras cosas, un compendio de vivencias: desde la más amarga y penosa hasta la más jocosa y ligera, todas nos pulen e instruyen en un largo y duro camino. Un trayecto que, queramos o no, nos obliga a resistir estoicamente los avatares del destino y los cambios que impone, sin miramientos, el inmisericorde paso del tiempo.

Hace unas semanas, volví —después de casi veinte años— a un lugar que formó parte de nuestros fines de semana estivales de entonces. La “costa” de Medellín, que ni es costa ni mar, ni tiene olas, pero a la que alguien, con cierta sorna y mucha guasa, bautizó como "Costa Breva". Una orilla del Guadiana que discurre mansa bajo la mirada del imponente castillo que corona la localidad. Aquel lugar que, sin tener mar, sabía a verano.

Verano del año 2000. Comenzaba una nueva década, un nuevo siglo y un nuevo milenio. Aquel fue el último verano antes de hacernos mayores, el último que viví sin el peso de las preocupaciones adultas. Un verano en el que ignorábamos que, al crecer, nos veríamos obligados a claudicar ante una serie de responsabilidades que uno no sabe muy bien si le imponen, si se impone uno mismo o si simplemente vienen escritas —en letra pequeña— en ese embrollado manual de la vida que nadie te da, pero que acabas descifrando a fuerza de vivir.

En Medellín, claro está, ya nada era igual. Afortunadamente, en algunos aspectos; tristemente, en otros. No estaba el ímpetu irrefrenable de la juventud, ni estábamos todos los que fuimos. Aunque sí estábamos dos, y con eso, a mí me basta. Porque a veces, la presencia de una sola persona basta para sostener un universo entero de recuerdos.

Aquel verano de 2000 fue una sucesión de largas noches, de amigos que venían y se iban, de encuentros efímeros y otros duraderos, e incluso de aquellos que ya no están entre nosotros. Qué vueltas da la vida cuando, veinte años después, te cruzas por la calle con alguien que en su día fue parte esencial de tu mundo y hoy ni siquiera te saluda. Supongo que eso también figura en ese manual vital: en ese apartado que nunca leemos pero al que llegamos todos, antes o después, como a las últimas páginas de un libro que seguimos leyendo más por inercia que por deseo de llegar al final.

Hacer un resumen de uno de aquellos veranos intensos requiere de un gran esfuerzo de memoria. Los recuerdos, con el paso de los años, se difuminan, se emborronan, adquieren el color amarillento y desvaído de las fotos reveladas en un carrete de 24. Pero aún quedan algunos vivos, vívidos, intactos como un perfume que se cuela en medio de la rutina.

Recuerdo, por ejemplo, un concierto de Sabina en Cáceres, seguido de una noche interminable celebrada por la Madrila hasta que el amanecer nos sorprendió con sus primeras luces. Quién me iba a decir que, años después, Cáceres formaría parte de mi día a día. Recuerdo también las ferias de los pueblos limítrofes —y no tan limítrofes—, con sus casetas abarrotadas, sus calles llenas de vida, de bullicio, de esa energía que hoy se nos antoja tanto increíble como irresponsable.

Y cómo olvidar los botellones en la orilla del río, cuando el Teatro Romano cedía temporalmente su protagonismo a aquel improvisado escenario veraniego donde reinaba la juventud.

También me acuerdo de un personaje inolvidable de aquel verano, llegado de tierras del norte. Forjamos una buena amistad que, con los años y por tonterías —gilipolleces, si me permitís la crudeza— se perdió de la peor manera. Si algún día lees esto, vaya desde aquí mi sincera disculpa. Y no, lo de "personaje" no lo digo en tono despectivo, sino con el respeto y el cariño que uno guarda por las personas que marcaron un tiempo feliz.

Las idas y venidas a La Antilla eran más por complacer que por devoción propia, pero no dejo de estar agradecido. Porque esos veranos playeros en uno de los rincones más especiales de la costa onubense me regalaron instantes que, con el tiempo, he aprendido a valorar como se valoran los refugios: por lo que representan, más que por lo que ofrecen.

Después vinieron otros veranos. Algunos, incluso mejores. Vinieron otros lugares, otras gentes, otras relaciones, otras maneras de vivir. Surgieron canas, arrugas, nuevas inquietudes, nuevas pasiones, nuevos modos de entender la vida, como cantaba Rosendo. Se borraron los malos recuerdos —o al menos, se atenuaron— y el resto permanece, aunque cada vez más envuelto en una nebulosa que crece con los años.

“Que veinte años no es nada”, cantaba Gardel. Y es verdad.
No es nada...
Y, al mismo tiempo, es todo.


31.7.20

En asuntos del amor



"En asuntos del amor, los locos son los que tienen más experiencia. De amor no preguntes nunca a los cuerdos; los cuerdos aman cuerdamente, que es como no haber amado nunca". (Jacinto Benavente)

24.7.17

Le Tour de France

Sigo el Tour de Francia con puntual devoción cada mes de julio desde aquel ya lejano 1983. Ha sido, desde entonces, una cita sagrada con la épica, una peregrinación inmóvil a través de montañas, llanuras y sueños. Me convoca su leyenda, su crudeza, su antigua belleza. Porque el Tour no es sólo una carrera: es un relato en marcha, una odisea moderna tallada en asfalto y sudor.

Me fascina porque es inmisericorde. Porque somete a los ciclistas a una liturgia de sufrimiento que ellos mismos han elegido. Y, sin embargo, parecen gozar en esa penitencia de veintiún días, como si pedalear fuese su forma de redención.

Lo disfruto porque aún veo, en cada ascensión y en cada curva, los fantasmas gloriosos de aquellos que lo engrandecieron: Perico Delgado, Marino Lejarreta, Anselmo Fuerte... Y también el recuerdo doliente de aquel joven Antonio Martín, truncado por la imprudencia en una carretera cualquiera, eternamente detenido en el umbral de lo que pudo ser.

Imagino, como en un sueño recurrente, que estoy en una cuneta del Tourmalet, del Alpe d’Huez, de la Croix de Fer. En una tarde calurosa, entre multitudes enfervorecidas, alentando a un héroe que no sabe de mi existencia, pero que representa algo muy profundo y muy antiguo: la voluntad de resistir.

Todos empujamos a Indurain en aquellas etapas míticas de los años noventa. Desde el salón de casa, desde el alma. Era una comunión nacional, un clamor mudo. Y aún hoy, cada tarde de julio, me acompaña el rumor del helicóptero francés, ese zumbido casi litúrgico que parece entonar un salmo aéreo sobre los valles.

He seguido el Tour incluso cuando el sueño amenaza con derrumbarme tras largas jornadas laborales. Porque sé que, al otro lado de la pantalla, alguien lucha contra sí mismo en una cuesta interminable. Y eso, en esta época descreída, sigue siendo admirable.

Disfruté con Alberto Contador, en sus victorias y en sus derrotas. Y soporté con resignación la farsa que fue Lance Armstrong, cuya caída fue tan grandilocuente como su impostura. Nunca olvidé la injusticia con Joseba Beloki, que mereció un reconocimiento que jamás llegó.

Y cuando concluye el Tour, queda el vacío. Una sensación extraña, como si nos faltara el sentido del verano. Pero también la certeza de que, al cabo de un año más en nuestras vidas, volverá.

Y con él regresará la leyenda.

La lucha primitiva entre el hombre y la montaña.

La belleza atávica del sacrificio.

Y el rumor eterno de las ruedas rozando la historia.