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10.6.25

La leyenda del roba cubatas

 


Crónica en clave de misterio, alcohol y resaca generacional

Cuentan los veteranos de la noche Emeritense —los que sobrevivieron al siglo XX a base de botellón y Macetas de vino con limón — que hubo un tiempo, entre los años crepusculares de los 90 y los balbuceos tecnológicos del nuevo milenio, en que un espectro recorría los bares de Mérida. No era un alma en pena, ni un guardia civil fuera de servicio. Era... el roba cubatas.

Sí, así le llamaban: el roba cubatas. Con artículo definido y todo. Porque no había otro igual. No era un ladrón de carteras, ni un rompebragas de pista. No. Este personaje, cuya identidad sigue siendo un misterio envuelto en humo de tabaco y luces estroboscópicas, se dedicaba exclusivamente a sustraer bebidas
. Combinados, Cubatas, Copas a medio beber, a punto de tocar los labios de su legítimo dueño. Era como un ninja con resaca. Como un gato sigiloso con la mandíbula floja y mucha sed.

Todo comenzó, como comienzan las grandes leyendas, en el Dada, un pub de techos altos, iluminación cálida y baños que olían como si la década de los 80 aún no hubiera terminado. Allí, una noche de viernes cualquiera, un grupo de amigos dejó sus copas sobre la barra para ir a hacer lo que se hacía en esos años: hablar con gritos, pedir más hielo, discutir sobre qué canción era mejor, si “Smells Like Teen Spirit” o “Yo quiero bailar toda la noche”.

Cuando volvieron... las copas ya no estaban.

—¿Tú te la has bebido, Pedro? —No, yo estaba hablando con la de la barra. —¿Y tú, Jose? —¡Ni de coña, si yo estoy con el quinto gin tonic!

Y ahí nació la sospecha. Alguien las había robado.

Los testimonios eran confusos. Algunos decían que era bajito, con chaqueta de pana y gafas de pasta. Otros que era alto, pálido y con pinta de estudiante de Filosofía. Pero todos coincidían en algo: era tímido. Tan tímido que parecía no estar nunca allí. Se deslizaba entre la gente como un rumor. Nadie lo oía, nadie lo veía, pero de pronto tu copa ya no estaba.

Y no se limitaba al Dada. Su sed no conocía fronteras. Atacó también en el mítico Trentaitantos, donde dejó a una despedida de soltera sin su ronda de chupitos. Luego en el Berlín, donde se bebió un White Russian a medio acabar y huyó por la puerta trasera. E incluso llegó a infiltrarse en la Sala DT, el templo de los ritmos bacalaeros y la camisa negra abierta hasta el esternón. Allí, en mitad del humo artificial y la rave interior, desaparecieron no menos de seis copas en una sola noche. La prensa local nunca se hizo eco. Tal vez por vergüenza, tal vez por respeto al mito.

Con el tiempo, la comunidad noctámbula empezó a desarrollar verdaderas estrategias de defensa. Algunos sujetaban sus copas como si fueran recién nacidos. Otros pedían vasos de tubo de color fosforito para reconocerlos desde lejos. Hubo quien ataba la copa a la trabilla del pantalón con un cordón de zapato. Los más paranoicos diseñaron turnos de vigilancia mientras los demás iban al baño.

Y aún así, el roba cubatas atacaba.

El truco, decían, era su capacidad de adaptación. Aprovechaba la música alta, el baile convulso, las luces parpadeantes. En ese momento en que uno se gira para ver si han puesto “Saturday night” de Whigfield, ¡zas! —adiós al Ron Cola.

No discriminaba. Podía beberse un gin con tónica premium como un tubo de coñac con Coca-Cola. Incluso se llegó a decir que se bebió un “sol y sombra” en la barra del Berlín y una pinta de Guiness en la Bremen.

Algunos dicen que fue un alma rota por un desamor universitario que decidió vengarse del mundo quitando los cubatas a la gente.

A lo largo de los años, las mentes lúcidas, y más borrachas de Mérida han intentado desentrañar el enigma que rodea al roba cubatas. Al no existir pruebas concluyentes, han surgido múltiples hipótesis sobre su verdadera identidad y las causas que lo llevaron a emprender tan peculiar cruzada etílica. Otras teorías son las siguientes: Según la leyenda urbana con tintes paranormales, el roba cubatas sería una especie de espíritu etílico, nacido de la mezcla de una mala borrachera, una promesa incumplida y una canción de OBK sonando de fondo. Se manifiesta como una brisa helada que apenas se percibe entre los acordes de "Insomnia" de Faithless. Algunos incluso afirman haber visto una sombra deslizarse entre los cuerpos en la pista justo antes de que una copa desaparezca sin dejar rastro.

Este Ente, dicen, no tiene rostro, solo una silueta envuelta en gabardina oscura y olor a Whisky del Carrefour, por aquellos entonces Continente. No camina: flota. No bebe: absorbe. Y no distingue entre sexos y estilos: igual roba un Gin Tonic, que un whisky solo de un tipo duro, que un daiquiri rosa de alguien que baila con escote de red y gafas de sol a las cinco de la madrugada.  Lo único que busca es lo que se ha dejado vulnerable. Es un depredador del descuido.

Un grupo de estudiantes de Historia del arte intentó una vez invocarlo haciendo sonar una lista de reproducción de clásicos de la noche Emeritense. Del grupo Ama a Juan Luis Guerra, pasando por REM y con "Mi gran noche" de Raphael, mientras dejaban una copa de Brugal sola durante siete minutos exactos. Dicen que la bebida desapareció, pero también una sudadera Adidas y dos Cds de Mákina Total 3.

La hipótesis sobrenatural nunca fue confirmada. Pero aún hoy, hay quienes prefieren mantener su copa en la mano incluso mientras bailan, orinan o hacen video llamadas dramáticas a las tres de la mañana. Por si acaso.

Y así, entre teorías, leyendas y lagunas de memoria, el origen del roba cubatas sigue siendo un misterio.

Quizás fue uno. Quizá fueron muchos. Quizás en el fondo, muchos llevan dentro un pequeño roba cubatas, pero no todos tienen su maestría y sigilo.

8.6.25

Cambiarán los vientos

Cambiarán los vientos. Hay momentos en la vida en los que todo parece quieto. El aire no se mueve, el horizonte se difumina y lo cotidiano se vuelve denso, pesado, predecible. En esos días, es fácil pensar que nada va a cambiar, que las cosas seguirán igual. Pero si hay algo que la naturaleza siempre nos recuerda, es que el viento no permanece quieto para siempre.

Cambiarán los vientos.

Y con ellos, cambiarán los rumbos, las decisiones, los pensamientos, incluso los corazones.


Vivimos en tiempos donde el cansancio colectivo se siente en el aire. El mundo se sacude entre incertidumbres, crisis y promesas a medias. Pero incluso en la calma tensa, en la espera, en el silencio... el viento comienza a girar. A veces imperceptiblemente, otras con la fuerza de una tormenta.

Cambiarán los vientos.

Y eso no significa que todo será fácil. Los cambios traen desafíos, sacuden estructuras, nos obligan a soltar. Pero también traen renovación, movimiento, nuevas oportunidades. Nos recuerdan que estamos vivos.

A quienes hoy sienten que están en una especie de pausa forzada, les digo: no bajen los brazos. La quietud no es para siempre. La vida se mueve, aunque no siempre lo notemos. Lo importante es estar listos cuando llegue ese soplo nuevo, cuando lo viejo comience a crujir y lo nuevo pida paso.

Porque sí, cambiarán los vientos.Y cuando lo hagan, más vale tener las velas listas.

20.5.25

El mejor piloto de la Galaxia

 El mejor piloto de la galaxia no era Luke Skywalker, ni Han Solo, ni siquiera Anakin Skywalker, que más tarde sería conocido como Darth Vader.

El mejor piloto de la galaxia era mi padre.

Cada verano, a comienzos de agosto, allá por los primeros años de los 80, despegábamos muy de madrugada a bordo de nuestra invencible nave interestelar: el legendario Renault 12 TL.

Nuestro viaje hacia el sur, desde Mérida hasta Bolonia (Cádiz), no era simplemente una ruta por la antigua carretera Nacional 630. Era una auténtica misión estelar. Una travesía repleta de peligros, asteroides, campos de gravedad extraña y naves enemigas al acecho.

Para un niño de nueve o diez años, aquel trayecto era una odisea galáctica. Los pueblos que cruzábamos se transformaban en misteriosas civilizaciones alienígenas. Sus luces parpadeantes en la madrugada parecían señales de advertencia. Algunas casas solitarias, entre arboledas dormidas o junto a riachuelos, encendían luces tenues como faros de mundos oscuros. Allí, en la imaginación fértil del copiloto más joven de la nave —yo mismo—, acechaban siniestros seres, quizá caballeros Sith ocultos, esperando atacar a los pocos valientes que osaban cruzar sus dominios.

Pero no había peligro real. Porque nosotros teníamos al mejor piloto de la galaxia.

Papá.

Calmado, sereno, con la mirada fija al frente y las manos firmes sobre el volante-nave, guiaba nuestra travesía con una mezcla perfecta de valor y ternura. Ningún enemigo nos haría frente mientras él estuviera al mando. Era invulnerable. Inquebrantable. Nuestro escudo y nuestra lanza.

Los camiones y furgonetas que adelantábamos eran, en realidad, enormes cargueros espaciales que transportaban colonos, provisiones o armamento a otros planetas más seguros. Y la luna llena, brillando majestuosa, se nos presentaba como la Estrella de la Muerte, aún incompleta pero ya peligrosa, observándonos desde la negrura del espacio, esperando el momento para activarse. Teníamos que llegar a nuestro destino antes de que lo lograra.

Y así, después de horas de vuelo, cuando el primer rayo del sol atravesaba el horizonte, una brecha de luz rasgaba la noche estelar y la galaxia entera comenzaba a desvanecerse. Atravesábamos entonces una especie de túnel espacio-temporal y aparecíamos, como por arte de magia, en Santa Olalla (Huelva), donde hacíamos una parada técnica para repostar churros y chocolate.

Pero la misión no acababa allí. Papá retomaba el mando, encendía los sistemas, y nosotros volvíamos a despegar hacia el planeta Bolonia, un rincón paradisíaco al borde del universo, donde por fin podíamos bajar del Renault 12 y caminar, jugar, correr... vivir.

Hoy, desde esta dimensión —desde este planeta llamado adultez— a veces cierro los ojos y, con el corazón aún de niño, lo imagino allá arriba.

Mi padre.

Mi Jedi.

Protegiéndonos desde otra galaxia, desde otros planos de existencia, desde el más allá. Sé que, mientras él esté allí, vigilante, nada malo podrá pasarnos. Él sigue pilotando, desde el infinito, nuestras vidas.

Gracias, papá, por tantos viajes, por tanta magia, por tu amor sin medida.

Te echamos mucho de menos.

Pero sé que sigues al volante.

Y mientras sea así, la galaxia está a salvo.


7.7.22

Más cine por favor

Lo de coleccionar películas fue —o tal vez aún es, en algún rincón dormido de mi ser— un mal maravilloso que me acompañó durante años. Comenzó con el extinto formato VHS, aquel armatoste negro que parecía inmortal y que requería espacio, mucho espacio. Cuando la colección superó los dos mil títulos, ya no había estantería, cajón o armario que diera abasto. Cada cinta era un pequeño tesoro, con su carátula impresa a color, sus etiquetas cuidadosamente escritas a mano, y en muchos casos, con meticulosos cortes publicitarios realizados en el momento exacto para evitar tragarse los anuncios de detergentes, yogures o coches. Luego llegó el DVD. Más compacto, más moderno, más brillante. Y con él, las grabadoras de ordenador, los discos vírgenes por centenas, y los tarros —sí, tarros, como si de galletas se tratara— llenos hasta el borde de películas. Tarros de 25, de 50, a veces hasta de 100 discos. Ediciones especiales, versiones extendidas, cajas metálicas con sus extras y chorradillas varias que uno adoraba como quien guarda los envoltorios de los caramelos de su infancia. Durante años, mi compulsiva afición por coleccionar films fue fuente intermitente de discusiones y peloteras con la familia y con mi pareja. Lo de siempre: que si dónde vas a meter todo esto, que si esto ocupa más que un trastero de Ikea, que si no puedes seguir viviendo entre torres de plástico y estuches vacíos. Y tenían razón, no lo niego. Pero lo curioso, lo verdaderamente irónico de todo, es que cuando alguien necesitaba ver una película concreta —esa que no estaba en el videoclub ni la emitían en la tele—, ¿a quién crees que acudían? Exacto. Al archivista cinéfilo. Muchas películas salieron de casa prestadas con promesas de vuelta que jamás se cumplieron. Algunas las vi irse con resignación; otras, directamente, ni recuerdo a quién se las dejé. Después, con la llegada de las plataformas de streaming —Netflix, HBO, Amazon Prime, Disney+, FlixOlé y un puñado más a las que ni estoy ni estaré abonado—, el tiempo de las descargas, las copias y el coleccionismo casero llegó, poco a poco, a su fin. Era más cómodo, más limpio, más inmediato. Pero también más frío. Uno ya no poseía la película: la alquilaba a una nube impersonal que podía hacerla desaparecer del catálogo de un día para otro sin previo aviso. Y hoy, siete de julio de 2022, más de veinte años después de haberme independizado, me veo de nuevo ante las reliquias de aquel viejo amor. En casa de mis padres, como un arsenal olvidado en una trinchera, han sobrevivido decenas —tal vez centenares— de cintas VHS. Me han obligado a recogerlas, a decidir su destino. Y aquí estoy, con cajas polvorientas llenas de celuloide magnetizado entre las manos, preguntándome qué cojones hago ahora con ellas. Porque me duele, lo reconozco. Me da verdadera pena pensar que tanto dinero invertido en mis años jóvenes, tantas horas de grabación, de etiquetado, de montaje casero y esmero nostálgico, acaben su viaje en un contenedor. Y que allí, entre latas vacías de cerveza, peladuras de plátano, preservativos usados y propaganda electoral, tenga que compartir espacio Orson Welles, John Wayne, Jodie Foster, Michelle Pfeiffer (mi Michelle, que cantaban los Bad Boys Blue en aquel francés macarrónico), James Dean, José Luis López Vázquez o Charo López, entre otr@s. Pensar en Michelle Pfeiffer sepultada bajo restos de pizza y papel de váter me parte el alma. A veces uno colecciona cosas no porque las necesite, sino porque le recuerdan quién fue, y quién soñaba ser.

31.7.20

En asuntos del amor



"En asuntos del amor, los locos son los que tienen más experiencia. De amor no preguntes nunca a los cuerdos; los cuerdos aman cuerdamente, que es como no haber amado nunca". (Jacinto Benavente)

24.5.20

Ejercicios de nostalgia


Hay días en los que uno no puede evitar detenerse y mirar hacia atrás. No por masoquismo ni por romanticismo desmedido, sino por esa necesidad humana de entender el presente a través del espejo roto del pasado. En esos instantes me descubro recordando a aquellos que una vez fuimos, intentando descifrar en qué nos hemos convertido y por qué.

La nostalgia, tan hermosa como traicionera, es una pequeña alegría disfrazada que nos toma de la mano para mostrarnos luces ya apagadas. Nos invita a revivir antiguos paisajes de felicidad, la risa de una sobremesa, el olor del verano en la calle, una canción que ya no suena igual, pero lo hace con una condición: que sepamos, profundamente, que nada de aquello volverá. Es un festín que alimenta el alma con pan de ayer.

En tiempos de inquietud , como los que vivimos o los que hemos vivido en silencio, las añoranzas pueden ser un síntoma de inseguridad, una forma de anclarse a lo conocido. Cuanto más tiempo pasamos rememorando lo que fue, menos habitamos el ahora, y más borroso se vuelve el porvenir.

Cuidado con la nostalgia. Tiene la elegante astucia de hacernos creer que el pasado tenía una integridad, una belleza, una lógica de la que el presente carece. Como dijo Milan Kundera: “El reino del pasado es más grande que el del presente. El pasado es inmutable, eterno; el presente, en cambio, es solo un parpadeo.”

Y sin embargo, el presente, este instante imperfecto y fugaz, es lo único real que poseemos. El hoy es el único lugar habitable. El pasado ya no nos pertenece: se ha convertido en relato, en eco, en fotografía sin fecha. Y el futuro… el futuro es una conjetura. Una promesa siempre por escribir.

Quizás por eso, en lugar de mirar atrás con tristeza o adelante con ansiedad, convenga aprender a mirar el ahora con gratitud. Porque como decía Borges, que sabía mucho de la memoria y del olvido:

“El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me devora, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.”

Así que vivamos , de verdad, este instante. A pesar del ruido, del cansancio, del desencanto. Vivámoslo como si fuera lo único que tenemos. Porque, en realidad, lo es.