Han pasado más de ochenta años desde aquella madrugada trágica en la que Federico García Lorca fue arrebatado a la vida, un asesinato injusto y cruel que se clavó en la memoria de Granada y de España entera. Más allá de los rumores, las leyendas y las medias verdades, hoy tenemos un mapa, aunque imperfecto, de aquellos días oscuros en que la guerra civil española empezó a devorar a su propia gente. Sabemos quiénes fueron, más o menos, los protagonistas de aquella tragedia; conocemos los hechos, por muy difíciles que sean de asimilar; y tenemos el corazón apretado al pensar en la carretera de Alfacar a Víznar, ese camino polvoriento y abandonado que se convirtió en tumba y en símbolo de una barbarie sin nombre.
Durante décadas, hablar de aquel asesinato fue como pisar una mina: peligroso y prohibido. La España franquista se encargó de enterrar la verdad bajo un silencio cómplice, un tabú que no sólo censuró a periodistas y escritores, sino que intimidó a cualquier ciudadano que osara levantar la voz. Y así, la voz de Federico fue silenciada por mucho tiempo, su cuerpo permaneció desaparecido y su recuerdo casi olvidado dentro de nuestras propias fronteras, mientras fuera de ellas la admiración y el respeto por su obra crecía imparable.
Fue un extranjero, Gerald Brenan, quien rompió el hielo en 1950 con La faz de España, al señalar por primera vez, aunque con prudencia, lo que había ocurrido en Granada. Pero no fue hasta los años sesenta cuando Ian Gibson, un irlandés obstinado y paciente, se sumergió en el laberinto de mentiras, secretos y silencios que rodeaban el caso. Entrevistó a casi todos los que, directa o indirectamente, tuvieron algo que ver con la muerte de Lorca, sin miedo a incomodar ni a remover cenizas que muchos preferían que permanecieran frías.
En esos días, casi siempre surgía un nombre que parecía una sombra escondida entre las historias: Agustín Penón. Un hombre que ya había intentado, años atrás, hacer lo que Gibson apenas comenzaba a desentrañar. Penón era un barcelonés de familia emigrada a Costa Rica, que más tarde se trasladó a Nueva York y forjó una amistad con el escritor William Layton. Juntos crearon una serie radiofónica de éxito, cuyos ingresos les permitieron financiar un viaje a España en 1955 con un objetivo claro: esclarecer la verdad sobre el asesinato de Lorca, un tema que en el país natal del poeta era aún impensable tratar.
Durante más de un año, Penón recorrió Granada y sus alrededores con la tenacidad de un detective novelista. Recogió testimonios, fotografías, documentos y hasta logró localizar el certificado de defunción del poeta. Se entrevistó con personajes que vivieron aquella noche de verano, y con el principal responsable del asesinato, en una hazaña que parecía más un acto de valentía que una mera investigación. Sin embargo, su trabajo quedó relegado al olvido: la famosa maleta donde guardó todo ese material se perdió en el tiempo, y Penón, acosado por el miedo y las amenazas, tuvo que huir de Granada para acabar sus días en Costa Rica, en 1976.
No fue hasta 1995 cuando aquella maleta y la historia que contenía llegaron a manos de Marta Osorio, escritora de cuentos infantiles y amiga de Penón, quien guardó y protegió ese legado. Y es precisamente esa historia, ese viaje íntimo y valiente, la que Enrique Bonet ha convertido en un cómic que es mucho más que un simple relato dibujado. La araña del olvido es una obra maestra, una ventana a un pasado oscuro y complejo, un testimonio vivo que invita a adentrarse en uno de los episodios más turbios de la Granada conservadora y reaccionaria de entonces.
Porque contar la historia de Federico García Lorca es mucho más que rememorar al poeta; es enfrentar la memoria de un país, es desenterrar las sombras y mirar de frente la verdad, por dolorosa que sea.