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21.2.18

El dulce sabor de la venganza

 Ocurrió una mañana del pasado verano, en una terraza onubense, a la hora sagrada del desayuno. El sol se colaba entre los toldos a rayas mientras el camarero, con una precisión casi ceremonial, depositaba sobre la mesa un zumo de naranja recién exprimido y un café expreso bien cargado, digno del mismísimo comisario Maigret.
—El dulce sabor de la venganza —dijo él, sin apartar los ojos del periódico, como si citara a Séneca o estuviera dando comienzo a un tratado moral.

—Esa satisfacción —continuó, con tono doctoral y cucharilla en mano— es lo que mueve el mundo, reconócelo. Es lo que ha empujado a emperadores, villanos de opereta y hasta a tuiteros en horas bajas a tomar la justicia por su cuenta mientras se deleitan con el infortunio ajeno. Ponte un clásico policíaco, de esos que ahora sólo ves si te los descargas por canales turbios, porque ya ni en La 2 a las tres de la mañana se dignan a emitirlos. Y verás que siempre es lo mismo: la venganza como motor, como obsesión, como la gasolina del antihéroe. Ese personaje al que la vida le ha ido tan mal que ya sólo le queda el consuelo de ajustar cuentas. Los nacidos para perder, los que saben que ni Dios, ni la Justicia, ni ese ente vaporoso al que llamamos ‘el tiempo’ van a poner nada en su sitio. Yo llevo treinta y cinco años esperando que el tiempo actúe en mi favor y lo único que ha hecho es darme canas, colesterol y una factura de gas desorbitada.

Su amigo, que hasta entonces había estado sorbiendo su café con aire distraído, levantó una ceja, mitad en broma, mitad en serio.
—Pero vamos a ver... A tu edad, ¿te crees James Cagney en Contra el imperio del crimen?

—Hombre, no. En todo caso, me vería más como Cliff Robertson en Bajos fondos, pero con menos presupuesto. Lo que pasa es que nadie quiere reconocer que la venganza está en todas partes. Dicen que potencia el crimen, que está detrás de asesinatos, tiroteos, puñaladas traperas y sesiones de control al gobierno. Mira a Trump. ¿Por qué crees que llegó al poder? ¿Por carisma? No. Por venganza. No suya, ojo, sino de esa América profunda, con la bandera pinchada en el césped del jardín y la escopeta detrás de la puerta. Una venganza silenciosa, con gorra de béisbol.

Y no te vayas muy lejos: DiCaprio. ¿Sabes por qué le dieron el Óscar por El Renacido? Por venganza, también. Estaba hasta los bemoles de que la gente dijera que en la tabla del Titanic cabían los dos. Que si Rose esto, que si Jack lo otro. Pues ahí lo tienes, cruzando montañas, sobreviviendo a osos y saltando cascadas para vengar a su hijo… y, de paso, zanjar el asunto de la maldita tabla. Que sí, que cabían los dos, que hay estudios en Internet. ¡Infografía y todo!

—Y Edmundo Dantès —intervino su amigo, con un brillo de erudición—. Eso sí que fue una venganza en condiciones. Lo demás, coña marinera.

—¿Edmundo Dantès? ¿El del Baile del pañuelo?

—No, hombre, ese era Leonardo. Leonardo danés. Que por cierto, conozco a un primo suyo que vive en San Vicente de Alcántara.

—¡Claro! Es que entre Leonardos, DiCaprios y daneses, me estoy haciendo un lío de tres pares…

—Edmundo Dantès. El Conde de Montecristo. ¿Habrás leído el libro de Dumas?

—Pues no sé… creo que vi una miniserie hace años. Un tipo al que meten en una mazmorra hasta que le crece la barba como a un profeta del Antiguo Testamento, ¿no?

—Esa misma. Y luego escapa, se hace rico, guapo, cultísimo, compra medio París y se venga de todos. Una oda al rencor bien gestionado.

—Hombre… no sé. No deja de ser una novela. Ficción, como MasterChef.

—Ficción o no, la venganza está inscrita en nuestro ADN. En muchas culturas antiguas, la familia de un asesinado tenía derecho a matar al asesino. Era el método disuasorio por excelencia. Nada de juicios ni recursos. Diente por diente. Literal.

—Puede que tengas razón —dijo su amigo, encogiéndose de hombros—. Puede que sea algo muy humano eso de querer devolver el golpe, encontrar un placer casi orgásmico en ver cómo el otro paga por lo que hizo. Pero también creo que hay algo aún más humano en perdonar. En mirar hacia otro lado, soltar el lastre y seguir caminando. Quizá más difícil, pero más humano.

Se levantaron de la mesa y, sin decir mucho más, pusieron rumbo a la playa, con las toallas al hombro y el sol ya picando con ganas. Nunca supe de qué venganza hablaban ni si llegó a consumarse. Y, por supuesto, no volví a verlos durante el resto del verano. Aunque, por lo que oí aquel día, tampoco me sorprendería encontrarlos en la sección de sucesos de algún periódico local... o en la cola del Carrefour, discutiendo por unas natillas caducadas.