Resulta que un buen, o mal, día te ves obligado a aceptar lo que llevas tiempo dejando pasar por alto. Algo que has ignorado con la habilidad de un político en campaña o, directamente, has preferido negar con la fe ciega del que se cree inmortal. ¿Yo, problemas de visión? ¡Por favor! Si he tenido desde chiquillo la vista de un lince de Doñana en plena temporada de celo, de águila imperial oteando el Tajo desde lo alto de Toletvm, de buitre leonado haciendo guardia en el Salto del Gitano en Monfragüe, de gato callejero saltando chimeneas en un tejado londinense, de Nosferatu detectando una gotera en plena noche, de Clark Kent leyendo matrículas desde el ático del Daily Planet o de Robinson Crusoe divisando un barco entre la niebla desde lo alto de una palmera. Así de fino era mi ojo. Así de orgullosa mi retina.
Pero llega el día. Siempre llega. Te sientas en un restaurante con tu chica, mesa para dos, luz tenue de ambiente —esa que llaman “acogedora” pero que más bien parece diseñada por un topo con vocación de interiorista—, y el camarero, amable y trajeado, te ofrece la carta. Una carta elegante, minimalista, con letra tamaño sudoku nivel imposible. La agarras con firmeza, la alejas disimuladamente a la altura del sobaco del camarero, y musitas: “Es la luz... qué tenue está hoy la luz, ¿verdad?”. Y ahí estás tú, entrecerrando los ojos como Clint Eastwood en un duelo en el desierto, intentando descifrar si ese plato que tanto te apetece es ceviche de atún o cebiche de atún con uvas pasas. Por suerte, logras enfocar (más o menos) el arroz salvaje con verduras al pimentón de la Vera, las carrilleras ibéricas con dátiles y chutney de mango, y esa pasión roja del Jerte con merenguitos que suena más a pecado venial que a postre. Todo ello regado, como manda la tradición y la patria chica, con un “Habla de la Tierra”, ese tinto que uno ya empieza a necesitar para todo: para comer, para pensar... y para leer la cuenta sin llorar.
Y claro, la noche siguiente continúas con tu ritual de leer un poquito en la cama. Algo de historia, algún ensayo sesudo, un rato con la última de Care Santos, o algún poema de Federico, que nunca falla: Ay qué trabajo me cuesta, quererte como te quiero, aunque ahora lo que me cuesta es leerlo sin entrecerrar los ojos como un espía soviético revisando microfilmes. Así que decides que es momento de invertir en iluminación. Te compras un flexo LED, de esos futuristas, con brazo articulado, tres intensidades, temporizador y, por lo que cuesta, esperas que te lea el libro solo. Lo colocas, lo enchufas, intensidad tres, y... nada. El texto sigue borroso. Las letras bailan. “Será el cansancio”, te dices. O será que ya no tienes 30. Ni 35. Ni siquiera 40. Porque los 40 pasaron como el deseo: veloces, fugaces, intensos... tan intensos como efímeros. Como el primer sorbo de vino. Como aquel verano que prometía eternidad y terminó en dos domingos.
Y entonces, lo escuchas. La palabra maldita. Presbicia.
Suena a personaje de tragedia griega, a emperador caído o enfermedad victoriana. Pero no: es una condena oftalmológica. Es el aviso de que tus ojos, tan fieros antaño, ahora son unos jubilados que se niegan a enfocar de cerca. Y tú, claro, lo niegas. “Yo veo bien”, te repites. “Es la luz. Es el papel. Es el tipo de letra. Es Mercurio retrógrado”.
Pero no. Es la presbicia.
Una anomalía que te obliga a mirar el móvil con el brazo extendido, como si estuvieras en la pista de aterrizaje guiando un Boeing 747. Que te hace levantar las cejas con gesto de asombro perpetuo al intentar leer la letra pequeña del champú. Que convierte cada prospecto en un jeroglífico egipcio escrito por un farmacéutico con mala leche.
Y entonces, en ese punto de resignación lúcida, me doy cuenta: creo que también tengo presbicia en la memoria. Pero no en la memoria inmediata, no; esa aún va tirando. Es en la otra, en la memoria más profunda, la de largo recorrido. Esa que se va emborronando con los años como la tinta vieja, esa que empieza a reescribirse a su manera, con lo que uno habría querido vivir en lugar de lo que realmente pasó. La que dulcifica lo amargo, glorifica lo mediocre y, a veces, transforma una caída en bici en una hazaña épica con banda sonora de Ennio Morricone.
La presbicia de mi memoria no se cura con gafas. No hay óptica que la salve. Pero, ¿sabes qué? Tal vez, en algunas cosas, me esté haciendo un favor.