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19.6.25

El guardian del silencio

A sus sesenta y cinco años, Julián Corral se detenía cada mañana frente a las puertas de la Biblioteca Municipal de San Gregorio con el mismo gesto con que otros se persignan antes de entrar a una iglesia. Durante casi medio siglo, aquel umbral le había servido de refugio y frontera, de pertenencia y destino. Ahora, a punto de jubilarse, sentía que cada paso por el vestíbulo era ya un adiós velado, un susurro de despedida entre anaqueles.

La biblioteca olía distinto. Ya no a papel envejecido ni a cuero reseco de encuadernaciones nobles, sino a cables plásticos, a climatización impersonal y a tinta de impresoras. Las voces habían sido sustituidas por teclas, y el murmullo de las páginas por el zumbido constante de pantallas.

Recordaba con claridad fotográfica el primer día que entró como ayudante, con diecisiete años recién cumplidos, cuando don Mateo —el bibliotecario de entonces— le extendió una ficha de cartulina y le dijo: "Aquí empieza tu archivo. Tu vida, quizá." Qué razón tenía. En aquellos años, los libros eran el único acceso a otros mundos. Venían niños con los bolsillos sucios de tierra y las manos temblorosas de emoción a buscar novelas de Verne, Salgari, Stevenson. Los universitarios preguntaban por Galdós, por Pío Baroja, por la generación del 27, que aún se leía con fervor. Incluso los mayores, campesinos o dependientes, se llevaban a casa tomos de poesía o libros de historia. No importaba el oficio ni la edad: leer era una forma de salvarse.

Hoy, en cambio, muchos entran preguntando por la contraseña del wifi o por un cargador para el móvil. Los que se acercan a los libros lo hacen con prisa, como si les pesaran. Hay quien toma un ejemplar para hacerse una foto, no para leerlo. Julián no los culpa; el mundo ha cambiado, y con él los hábitos, los ritmos, los anhelos.

—Los libros —solía decirse en silencio, recorriendo con la mirada los estantes— antes abrían ventanas. Ahora parecen ser el polvo en los cristales.                                                  

 Aún había excepciones. Una mujer que volvía cada semana por novelas Nórdicas; un anciano que releía a Unamuno como si buscara en sus páginas una respuesta que la vida le seguía negando. Pero eran islas en un océano de ausencia. Lo que más dolía a Julián no era la transformación de la biblioteca, sino el vacío humano que se expandía entre sus muros. Ya no había silencio respetuoso, sino indiferencia ruidosa.

En su rincón del archivo, Julián guardaba aún el primer libro que colocó en las estanterías: "La colmena", de Cela. Lo acariciaba a veces, como quien roza una fotografía vieja. Allí estaba todo: la juventud, el asombro, la convicción de que cada palabra podía cambiar una vida. Esa fe, lentamente, se le había ido deshaciendo entre los dedos.

Faltaban dos semanas para su jubilación. Cada día era un pequeño duelo. Iba revisando las fichas, los lomos, los rincones como quien despide a viejos amigos. No sabía qué haría después. Tal vez escribir sus memorias. Tal vez mudarse al pueblo donde su padre había sembrado los primeros olivos. O simplemente sentarse en un banco a ver pasar las estaciones.

Pero una cosa tenía clara: el día que entregara su llave, no la dejaría en la oficina como una herramienta inservible. La depositaría sobre el mostrador, con una nota escrita a mano: "No olvidéis que hubo un tiempo en que los libros eran sagrados. Y quienes los buscaban, peregrinos."

Porque, en el fondo, Julián Corral no fue nunca un bibliotecario. Fue un guardián del silencio. De ese silencio antiguo que aún late, tímido, entre las páginas dormidas de un libro abierto.

9.7.17

El suspense llevado a su paroxismo



En Phoenix, Arizona, Marion Crane, una secretaria bella y decidida, se encuentra con su amante Sam Loomis en la habitación de un motel, aprovechando la hora del almuerzo para estar juntos a escondidas. La precariedad económica que ambos sufren les impide contraer matrimonio, y es ese peso lo que empuja a Marion a un acto desesperado: roba 40.000 dólares que su jefe le ha confiado para depositar en un banco. Sin pensarlo dos veces, huye de la ciudad conduciendo su coche.

El pánico la consume, la paranoia la acecha, y para evitar ser descubierta, decide dormir en el automóvil. Pero el destino no está de su lado: un policía sospechoso la sigue hasta un garaje donde, utilizando parte del dinero robado, cambia de coche para tratar de despistar. La noche la encuentra finalmente en el Motel Bates, un lugar solitario y casi olvidado. Allí, conoce a Norman, el joven y reservado gerente que cuida con esmero a su madre enferma, quien vive en la casa contigua al motel.

Después de una breve conversación con Norman, Marion se retira a su habitación. En un momento de aparente tranquilidad, decide tomar una ducha que quedará para siempre grabada en la historia del cine. Mientras el agua corre, es apuñalada brutalmente hasta morir. Norman, en un acto tan perturbador como calculador, culpa a su madre de la tragedia, limpia meticulosamente la sangre de la escena, coloca el cadáver de Marion en el maletero del coche y lo hunde en un pantano cercano, como tratando de enterrar también sus propios secretos.

La hermana de Marion, Lila, inquieta por su ausencia, visita a Sam. A ellos se une Arbogast, un detective privado encargado de recuperar el dinero robado. La investigación de Arbogast le lleva hasta el Motel Bates, donde interroga a Norman. Sin embargo, la búsqueda de la verdad tendrá un precio: Arbogast es asesinado cuando intenta contactar con la enigmática madre de Norman.

Decididos a descubrir qué ocurre, Sam y Lila se hospedan en el motel. Mientras Lila explora la casa y siente que algo siniestro se oculta tras sus muros, Norman intenta distraer a los visitantes con su habitual amabilidad. Lo que sucede a continuación cambiará para siempre el significado del suspense en el cine.

Alfred Hitchcock explicó en su día su forma de dirigir Psicosis con una sencillez asombrosa: “Usé cine puro para conmover al público. Todo lo hice con intención visual, dirigida por todos los caminos posibles al espectador. Por eso el asesinato en el cuarto de baño es tan violento. En esta historia, me importaba poco el tema o los personajes; me interesaba remover al público a través de todos los elementos del filme: la fotografía, la planificación, la banda sonora... Porque lo que intriga al público no es el mensaje ni una interpretación, ni siquiera una novela muy apreciada, sino la existencia de una película pura”.

El largometraje costó apenas 800.000 dólares, una cifra modesta incluso para la época. Fue rodado con un equipo de televisión para economizar, lo que obligó a filmar la mayoría de las escenas con rapidez. Pero cuando Hitchcock decidía otorgar un carácter verdaderamente cinematográfico a alguna escena, imprimía un ritmo mucho más lento y calculado. Así fue con la célebre escena de la ducha, que tardó siete días en rodarse, y que se convertiría en uno de los momentos más impactantes y estudiados de la historia del cine.

A pesar de estas limitaciones presupuestarias y técnicas, Psicosis recaudó más de 16 millones de dólares, convirtiéndose no solo en una obra maestra del suspense, sino en uno de los filmes más rentables de Hitchcock.

Más allá de la icónica escena de la ducha —que conmocionó al público al matar a la protagonista a los pocos minutos de comenzar la película—, hay otra escena que ha quedado grabada en la memoria colectiva: el asesinato del detective Arbogast mientras sube una escalera, magistralmente construido y ejecutado.

Otro pilar fundamental de esta obra es la banda sonora, un elemento crucial que, junto al juego de miradas y silencios, mantiene hipnotizado al espectador en un suspense constante.

El guion se basa en una novela de Robert Bloch, inspirada en un caso real de un joven psicótico, calvo y regordete, que vivía obsesionado con su madre en una mansión victoriana del medio oeste americano. Aunque el aspecto físico del personaje de la novela poco tiene que ver con el Norman Bates que interpretó Anthony Perkins, Hitchcock escogió la novela principalmente por el impacto inesperado del asesinato en la ducha. Y con su genialidad, transformó una historia vulgar y mediocre en un clásico absoluto, alabado por la crítica y considerado una joya que mezcla elementos fantásticos, melodramáticos, psicoanalíticos y de terror.

Rodada en blanco y negro, en una época en la que el color ya era estándar para los grandes estrenos, Psicosis ha resistido la prueba del tiempo como un film indispensable, un hito imprescindible en la historia del cine.



22.4.16

Waiting

En su breve estancia en este bajo mundo, sólo había recibido desengaños, desencantos, fracasos y burlas, así que tan cabreado y encrespado se encontraba, que a partir de aquel momento sólo se dedicó a esperar en lo alto del monte a que regresaran a buscarle para volver a sentir en su planeta todo lo que en la tierra le habían negado.

18.4.16

En busca de su historia

Después de pensarlo en exceso, decidió marcharse por la ventana que a diario dejaba entornada para ventilar los malos aires que respiraba allí dentro.
 -¿Dónde vas? le preguntó el hijo del vecino nada más pisar el suelo.
 -Voy en busca de mi historia, respondió algo desconcertado.
 - De acuerdo, pero no olvides que esa historia tenga un final feliz.

29.2.16

Le quería tanto

¡Te quiero tanto!,¡Te quiero con toda mi alma!,¡Te quiero tanto que daría mi vida por tí¡ ¡Te prometo que te quiero, de verdad, créeme! ¡Te quiero! No hago otra cosa durante todo el día que pensar en tí y jamás te dejaría por otro...¡pero no me pegues más, por favor te lo pido!

24.2.16

Inesperadamente

La humanidad se había extinguido. Ya no quedaba absolutamente nadie vivo sobre la faz de la tierra salvo ella. El desastre, el vandalismo, el caos y la ruina total habían derivado en una autodestrucción masiva que poco a poco fue desplomando a todo tipo de sociedades del planeta. Ya no habitaba nadie más que ella. Su único deseo era desaparecer también. Desvanecerse en un sueño eterno. Sucumbir de pena, de hambre, de frío, de pesadumbre, aflicción y amargura.

Y entonces, inesperadamente, lo vio aparecer en el horizonte.

Era una silueta solitaria, a lo lejos, como un espejismo trazado por el sol poniente. Al principio pensó que era una ilusión, un juego cruel de la mente cansada que luchaba por mantenerse despierta en un mundo muerto. Pero la figura avanzaba con paso firme, con la cadencia pausada de quien sabe hacia dónde va. Su corazón, apagado durante tanto tiempo, comenzó a latir con una mezcla de esperanza y temor.

Quizá no estaba destinada a ser la última. Quizá había alguien más.

El aire, antes pesado y muerto, pareció respirar con ella, como si el mundo entero quisiera darle una nueva oportunidad. Lentamente, se levantó, dejando atrás el peso de la soledad, y avanzó hacia aquel punto en el horizonte donde la sombra prometía un renacer, o quizás, un último adiós compartido.

Porque, después de todo, incluso en el silencio más absoluto, la esperanza puede ser la chispa que encienda la luz.

21.2.16

Man in the mirror

Me despierto temprano, aún de madrugada. Como casi siempre que pretendo dormir un poco más por ser día de descanso, el cuerpo me traiciona. No hay piedad para los que madrugan incluso sin despertador.

Paso una hora en la cama, dando vueltas hacia un lado y hacia el otro, como si algún rincón del colchón escondiera el secreto del sueño. Cambio de postura, cambio de pensamiento, intento cambiar el ritmo de mi respiración, como si pudiera engañarme a mí mismo.

Otra vuelta. Y otra.

Resignado, enciendo la lámpara de la mesilla. El clic suena más fuerte de lo esperado. Tomo uno de los libros apilados. No estoy seguro de haberlo visto antes. ¿De dónde ha salido? No recuerdo haberlo puesto aquí. Leo dos páginas. Quizá tres. Las palabras entran y salen sin dejar huella. O no son horas de leer o aún no me he despejado del todo. Me parece que necesito un café bien cargado para aclararme.

Me levanto al fin y me dirijo a la cocina, pero algo raro sucede.

Este no es mi pasillo.

Parpadeo.

No. Definitivamente no es mi pasillo. La alfombra es otra. El tono de la pintura no coincide. Y al fondo hay una puerta que nunca ha estado ahí.

El cuadro colgado a la derecha, una escena marina con pescadores, me resulta familiar… pero no cuelga en mi casa. Esa foto en blanco y negro, de una familia en pose seria, también me suena. ¿Dónde la he visto antes? ¿En casa de mis abuelos? ¿En algún sueño?

Estoy aturdido. Asustado.

Pero no puedo quedarme aquí, de pie. El aire es denso. Siento un leve zumbido en las sienes. Como si el silencio pesara.

Me acerco a la puerta del fondo.

Dudo.

No me atrevo a abrirla, pero tampoco puedo quedarme quieto. Algo se mueve, aunque no sé si dentro o fuera de mí. Me armo de valor. Respiro hondo. Grito mentalmente un “ahora” que sólo yo escucho y abro la puerta.

Oscuridad total.

Negra. Absoluta. Silenciosa, salvo por un goteo irregular que parece proceder de un grifo mal cerrado. Avanzo con cuidado, los pies descalzos sobre el suelo helado. El aire huele a humedad y metal. Busco a tientas un interruptor. Mis dedos tocan azulejos fríos, mojados. Finalmente, encuentro algo: un botón, un clic.

La bombilla parpadea al fondo, y entonces lo veo.

No hay nada. Nada salvo un viejo espejo, sucio y empañado, colgado en la pared opuesta. Avanzo. Cada paso suena hueco, ajeno. Me detengo frente al espejo. No me veo. Sólo niebla y sombras. Con la palma temblorosa limpio parte del cristal. El vaho cede. Y entonces...

Lo que refleja no soy yo.

Es mi habitación.

Mi cama.

Vacía.

Y en ese momento, justo antes de que pueda gritar, juraría que alguien —algo— se acuesta en ella.

Me quedo paralizado frente al espejo, sin poder apartar la mirada de esa escena imposible. La habitación al otro lado del cristal es idéntica a la mía, y sin embargo, vacía. O tal vez no. Porque en el borde del colchón, alguien —o algo— parece moverse. Una sombra. Un leve temblor. Un suspiro ahogado.

El corazón me late a un ritmo frenético, queriendo escapar de mi pecho. Toso, intentando calmarme, pero la tos se convierte en un nudo que me atraganta. La habitación real, aquí donde estoy, parece encogerse, hacerse más fría, más oscura.

El reflejo me muestra ahora otra cosa: un rostro que no es el mío, cubierto de sombras, con ojos vacíos que parecen mirarme a través del espejo, o quizá a través de mí. Y me sonríe. Una sonrisa torcida, imposible, ajena, que me llena de un miedo ancestral, primitivo.

De repente, la bombilla titila, y la habitación del reflejo se desvanece como humo. Me quedo en la penumbra, solo con mi respiración acelerada y el silencio roto solo por el goteo constante.

Un golpe seco me sobresalta. Giro el rostro hacia el origen del ruido. La puerta tras de mí está cerrada. No la he cerrado. No he oído que nadie entrara.

Intento abrirla, pero está clavada. Como si una fuerza invisible la sujetara. Golpeo, llamo, grito, pero nada responde. Solo el eco de mi voz me devuelve un murmullo lejano, irreal.

Vuelvo al espejo, como en un trance. Ahora ya no refleja nada más. Está roto, una grieta en forma de rayo que se extiende de arriba abajo. Por esa grieta, oigo un susurro: una voz quebrada que me llama por mi nombre. No puedo resistirlo y me acerco más.

Al tocar la grieta, un frío intenso me recorre el cuerpo. Un mareo, una caída hacia atrás. Mis ojos se cierran, y cuando los abro de nuevo, no estoy en ninguna habitación.

Estoy en un campo abierto, bajo un cielo gris, con el viento helado azotando mi cara. Delante de mí, a lo lejos, una figura camina lentamente hacia mí. No distingo si es hombre o mujer, solo que lleva un abrigo largo y su paso es seguro, firme.

La figura se detiene a pocos metros. Y me dice, con una voz que parece venir de un lugar muy lejano: “Has estado buscando palabras perdidas, ¿no es así?”

Intento responder, pero no salen sonidos de mi boca. Ella —o él— sonríe, y extiende una mano que brilla con una luz tenue, cálida.

“Ven. No todo está perdido.”

Doy un paso hacia adelante, y el mundo se disuelve en una niebla blanca.

Cuando despierto, estoy de nuevo en mi cama, con el sol colándose por la ventana. El libro sigue en la mesilla, abierto en blanco.

Pero dentro de mí, sé que las palabras han vuelto. No impresas en tinta, sino grabadas en la memoria del alma.

Ahora sólo queda aprender a escucharlas.