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17.6.25

Lanjarón


 Al llegar el ecuador de Agosto, en los últimos años, después de un largo viaje desde Extremadura, llegamos a Lanjarón felices por el destino que nos espera. Desde 2019, nuestras vacaciones comienzan siempre en el mismo lugar: Lanjarón. No importa cuál sea el destino final, Mojácar y el Cabo de Gata, porque ya forma parte del ritual detenernos varios días en este pueblo blanco de la Alpujarra granadina. No es tanto una parada como un preámbulo necesario, una especie de respiro donde empezamos a vaciarnos del  duro y completo año laboral.

Llegar a Lanjarón es como atravesar un umbral invisible. A medida que el coche asciende por la carretera que se retuerce entre las laderas, se empieza a notar cómo cambia el aire: más limpio, más fresco, más cargado de silencio. El pueblo aparece de pronto, con sus casas encaladas trepando por la montaña, sus balcones floridos y ese ritmo lento que no es impostura, sino forma de vida.

Las gentes de Lanjarón, conocidas como lanjaronenses, son reconocidas por su carácter amable y hospitalario. Su trato cercano y cordial con los visitantes refleja una genuina gentileza que se transmite de generación en generación. Los lanjaronenses suelen ser cálidos y atentos, siempre dispuestos a compartir las tradiciones, la cultura y la belleza de su tierra. Esta combinación de amabilidad y respeto por sus raíces hace que cualquier persona que pase por Lanjarón se sienta como en casa.

Las calles de Lanjarón son estrechas, irregulares, con giros inesperados, como si el trazado morisco todavía guiara los pasos. Uno se orienta por el sonido del agua, por el vuelo de las golondrinas, por la sombra de los árboles. Y se deja llevar.

Una de las señas de identidad del pueblo son sus fuentes, que aparecen en plazas, calles y rincones. Cada una está decorada con azulejos que muestran versos de Federico García Lorca, que pasó temporadas aquí con su familia, y de poetas locales que mantienen viva la tradición literaria. Estas fuentes no solo refrescan el cuerpo, sino también el espíritu, invitando a la contemplación y al recuerdo.

Hay dos rincones que visitamos siempre. El primero es el Barrio Hondillo, un laberinto de callejuelas que parecen suspendidas en el tiempo. Aquí las hornacinas con vírgenes decoran las fachadas, a veces con flores recientes. Los gatos pululan por los rincones, dormitan sobre las macetas, cruzan los escalones con ese aire indolente que tienen los gatos dueños de su mundo. El Hondillo es un barrio que se respira en voz baja, como si no quisiera ser despertado del todo.


El otro lugar es la Placetilla Colorá, con su fuente central. Es uno de esos sitios donde el tiempo parece detenerse, donde las tardes se enfrían despacio y se puede oír la conversación de los vecinos, la brisa, o simplemente el agua cayendo.

No falta tampoco una visita obligada a la tienda de Diana, un espacio donde el arte y la tradición se mezclan en cada objeto. Allí encontramos todo tipo de piezas artesanales, desde cerámicas hasta textiles, cada una cargada de historia y diseño, reflejo del alma alpujarreña. Entrar en su tienda es como abrir una caja de secretos, una celebración del oficio y la belleza hecha a mano.

Por la noche, el pueblo se anima con puestos ambulantes de artesanía, calzado, abanicos y otros objetos que parecen haberse detenido en el tiempo. Es un paseo que invita a detenerse, a mirar, a llevarse un recuerdo genuino. Además, la fruta y la verdura fresca son una constante en Lanjarón, tanto en sus excelentes fruterías como en pequeños puestos apostados a la entrada de algunas casas, donde se ofrecen productos locales de la mejor calidad, que llegan directos de los huertos cercanos.

No faltan tampoco nuestros ritos profanos: siempre hacemos acopio de cerveza artesanal de trigo en la Bodega González, dorada, fresca, ligeramente afrutada. Otras noches cenamos en El Arca de Noé, un restaurante donde los productos ibéricos de la sierra se sirven con generosidad: jamón cortado fino, lomo en orza, chorizo curado, queso fuerte. A veces pedimos el plato alpujarreño completo, ese mosaico de sabores con patatas a lo pobre, huevo frito, morcilla, pimientos y el imprescindible jamón.

Y hay un gesto final, que se ha vuelto casi ceremonial: cada noche, sin falta, tomamos una leche rizada en la heladería de Luisa. Ese postre helado, tradicional de Lanjarón, de textura granulada y sabor delicadamente especiado a canela y limón, marca el final de la jornada. Es refrescante, humilde y delicioso. Un sabor que ya asociamos directamente con el descanso, con el comienzo del verano, con el estar aquí.


Lanjarón es agua. No solo la que brota en sus fuentes, sino la que mana de su historia. Sus manantiales, como el de la Capuchina, tienen fama de medicinales desde hace siglos. El balneario, con sus galerías y baños termales, sigue activo y es una institución viva del pueblo. A él acudía cada año Vicenta Lorca Romero, madre de Federico García Lorca, y no lo hacía sola: toda la familia la acompañaba. Durante esas estancias, el joven Federico escribía, observaba, escuchaba. Parte de su obra poética brotó entre estas montañas. Se hospedaban en el Hotel España, un edificio con patio interior, geranios y azulejos, donde también nosotros nos hemos alojado un par de veces. A veces pienso que en esa misma mesa del comedor, o en ese mismo banco del patio, Federico soñó alguno de sus versos.

Pero no solo el Hotel España ha sido escenario de nuestra estancia. Varias veces hemos elegido el Hotel Alcadima, un bello bergel tradicional que se abre a un precioso jardín. Allí, en las noches de agosto, hemos observado las Perseidas, las mágicas estrellas fugaces de San Lorenzo, mientras el sonido del agua corriendo por sus fuentes acompaña el murmullo de las hojas. La piscina reconfortante, rodeada de plantas y flores, se convierte en un refugio donde el tiempo se diluye y los sentidos se aquietan.

Otro de nuestros lugares predilectos es el Parque del Salao. Amplio, fresco, lleno de árboles y sombras generosas, con caminos de tierra y bancos donde sentarse a leer, a charlar o simplemente a observar la vida pasar. Desde allí se puede subir al castillo de Lanjarón, una antigua fortaleza nazarí del siglo XIII, en ruinas pero majestuosa, situada en una peña que domina el barranco. Subir hasta lo alto es una forma de entender la geografía y la historia de este lugar. Desde la cima se ve el valle, las casas blancas, los huertos, y se escucha el rumor del agua que nunca cesa.

Así, año tras año, nuestras vacaciones no comienzan con la primera zambullida en el mar, ni con el olor a protector solar ni con la maleta abierta. Comienzan en Lanjarón. En sus calles irregulares, en sus gatos del Hondillo, en sus aguas limpias, en los sabores de la sierra. Empezamos allí a dejar atrás lo que no necesitamos, a escuchar con calma, a respirar distinto. Y cuando bajamos hacia el mar, a Mojácar o al Cabo de Gata, llevamos con nosotros esa paz que solo Lanjarón nos sabe dar.

9.6.25

Mojácar



 Hay lugares que no nos vieron nacer, pero nos han visto vivir y sonreír.  Rincones donde el sol tiene otro brillo y el aire parece hablarnos en un idioma que no sabíamos entender, hasta que lo aprendimos sin darnos cuenta. Esos lugares que, sin tener nuestra sangre, abrazan nuestro espíritu como si siempre nos hubiera esperado.

 No son el hogar de la infancia ni guardan las primeras memorias del corazón, pero con el paso del tiempo se vuelven refugio, escenario y testigo, ya sea temporalmente presencial, o en la distancia. Playas, calles, cafés y plazas que aprendimos a recorrer con asombro primero, con cariño después, hasta hacerlas, un poco nuestras.

 Todo empieza siendo ajeno, pero poco a poco se convierte en cotidiano, en íntimo. Y uno ama esos lugares con una ternura distinta, porque no estaban obligados a acogernos, y sin embargo, de alguna manera, lo hicieron.  Porque no los elegimos por herencia, sino por encuentro. Y ese encuentro, fortuito, misterioso, o buscado, se revela como algo profundo: uno no solo pertenece a donde nace, sino también a dónde se transforma. Los lugares que uno visita y que terminan por formar parte de su historia son una forma de hogar que no tiene raíces en la tierra, sino en la experiencia. Son tierras adoptivas del alma. Y merecen toda nuestra gratitud.

 Encaramada en la falda de la sierra frente al azul infinito del Mediterráneo, Mojácar se alza como un poema escrito en cal y luz. Villa Almeriense, de raíces moriscas y alma andaluza, es un rincón que seduce con la serenidad de su paisaje, la calidez de su gente y la magia intacta de su historia.

Sus casas encaladas, alineadas con armoniosa desorden, se funden con el cielo y el mar en una danza de blancos y azules que hipnotiza al visitante. Pasear por sus calles estrechas y empedradas es viajar en el tiempo: cada rincón, cada arco de piedra, cada maceta colgada con flores, parece susurrar relatos de antiguas culturas que convivieron bajo su sol ardiente.

Mojácar no solo cautiva por su estética; es un pueblo que late con una energía singular. Su símbolo, el Indalo, emblema de protección y fortuna, habla de un pueblo que honra su pasado mientras camina con dignidad hacia el futuro. Los Mojaqueros, orgullosos custodios de sus tradiciones, reciben al visitante con hospitalidad genuina, mezclando modernidad y autenticidad en una convivencia admirable.

El contraste entre la villa y su costa, Mojácar Pueblo y Mojácar Playa, ofrece lo mejor de dos mundos: la tranquilidad mística del casco antiguo y la vitalidad luminosa del litoral. Sus playas, extensas y algunas vírgenes, conservan un carácter natural que invita al descanso, al disfrute, y a la contemplación.

Y cuando cae la tarde, y el sol se despide tiñendo de oro las montañas de Sierra Cabrera, Mojácar se transforma en un escenario casi irreal, donde el tiempo se detiene y la belleza se impone sin esfuerzo.

Mojácar no se visita, se vive. Es un lugar que se graba en la memoria como un suspiro feliz, un refugio donde la historia, la naturaleza y el arte de vivir se abrazan con elegancia y orgullo.

Hemos tenido la dicha de visitar Mojácar en ocho ocasiones: seis maravillosas  y luminosas vacaciones de verano, y dos fines de año mágicos que dejaron huella en el alma. Cada verano fue un reencuentro con la luz, con las calles, bares, restaurantes y cafeterías que parecían esperarnos, en atardeceres que se funden en el horizonte como si el tiempo se detuviera para que pudieramos contemplarlos sin prisas. 

El rumor del mar
o del viento, o de la vida misma , es como una canción que conoces, un susurro que nos dice: "estás en casa"

Las visitas veraniegas nos regalaron risas interminables, caminatas al amanecer bajo un sol, generoso, sabores que evocamos el resto del año, como si los llevásemos en el paladar, y momentos tan simples como perfectos. Un paseo al atardecer, una larga siesta, una noche de luna llena sobre el mar. Allí, cada verano ha sido distinto, pero todos han compartido ese aire de libertad que solo respiras en los lugares que aprecias de verdad.

Después vinieron también dos fines de año, tal vez más íntimos, más pausados todavía, pero igual de intensos. Un clima nocturno más frío dibujaba en el aire una calma distinta, un descanso , a veces necesario para mirar hacia atrás y también hacia adelante. El mismo lugar, pero un tono distinto, casi sagrado, como si ese lugar supiera, que en ocasiones se cierran ciclos y se sueñan futuros.

Ahora, en la distancia pero cercanía del verano el corazón nos tira hacia allá, y volvemos todos los días con la memoria, pero no nos basta. Deseamos pisar esas playas y calles otra vez, mirar ese cielo y respirar ese aire. Porque ocho veces no han sido suficientes, y porque los lugares que uno quiere de verdad nunca se terminan de recorrer.

Volveremos, porque nos llama, y a veces el alma necesita regresar.




17.5.20

El tío Frasquito, la bruja de Mojácar y los polvos pichirichis


 El pasado verano, en uno de aquellos fantásticos días de vacaciones en los que el tiempo parece detenerse y la brisa del mar arrulla los pensamientos, nos contaron en Mojácar algunas historias tan antiguas como fascinantes. Relatos de brujas, chamanes y curanderos, transmitidos de generación en generación, que aún sobreviven en la memoria oral de sus gentes como un susurro del pasado que se niega a desaparecer.

Entre esas leyendas, una de las que más nos impactó fue la del tío Frasquito, un curandero muy conocido en la zona que aseguraba que, cada noche al caer el sol, veía cómo varias brujas sobrevolaban el cielo de Mojácar montadas en sus escobas. Aseguraba que, desde el porche de su casa, podía distinguir sus siluetas recortadas contra la luna, deslizándose en dirección a las sierras. Su mujer, aunque reconocía ciertas habilidades misteriosas en algunas mujeres del pueblo —como la capacidad de quitar el mal de ojo o curar verrugas con rezos—, no daba crédito a las visiones de su marido. Decía que ninguna de esas señoras tenía la pericia ni los medios para volar, y menos aún sobre una escoba. “Delirios de viejo”, murmuraba, “o tal vez efecto secundario de los dos o tres vasos de vino que se tomaba antes de cenar”.

Sin embargo, Frasquito no era tomado a broma por todos. Gozaba de cierta fama en la comarca por sus supuestos poderes curativos. Decían que había sanado casos de tuberculosis, aliviado males del corazón, e incluso devuelto la vista a un hombre que había quedado ciego tras una insolación. Y lo más sorprendente: jamás cobraba nada por sus servicios. Aunque no faltaba quien insinuara que una de sus hijas, discreta pero diligente, se encargaba de recoger generosos donativos “a voluntad” de quienes acudían a la casa con la esperanza de encontrar remedio a sus males.

Tal fue la notoriedad que alcanzó el tío Frasquito, que hubo quien hizo su agosto organizando viajes en mula, burro o en viejas camionetas, llevando y trayendo a enfermos y curiosos desde Mojácar, Garrucha, Turre y otras localidades cercanas. A veces varias veces al día.

En aquellos años de la posguerra, en un tiempo de carencias y supersticiones, la figura de la bruja —o, más bien, la curandera, la sanadora, la “curalotodo”— era algo habitual en los pueblos de la zona. Mojácar no era una excepción. La medicina oficial llegaba con cuentagotas, y en su lugar florecían los saberes antiguos: infusiones, ungüentos, rezos, y conjuros que se murmuraban al oído, casi como secretos que no debían escribirse nunca.

Bien entrado el siglo XX, ya en una época en la que el turismo comenzaba a transformar poco a poco el perfil de este rincón apartado del Cabo de Gata, surgió otra figura inolvidable: la tía Rosa, más conocida como La Cachocha. Mujer de fuerte carácter, mirada penetrante y sabiduría campesina, era célebre por preparar unos misteriosos “polvos mágicos” que todos conocían como los polvos pichirichis. Según se decía, estos polvos eran capaces de dotar a cualquier varón en edad de merecer del vigor, la seguridad y el atractivo necesario para conquistar a la mujer de sus sueños. Si el mozo no tenía encantos, los polvos suplían lo que la naturaleza no le había dado; y si los tenía, los multiplicaban.

Pero lo más curioso era que también funcionaban al revés. Si era la moza la interesada en camelarse a un muchacho, bastaba con esparcir una pizca del polvo en la bebida del pretendido y, según contaban, éste caía rendido a sus pies como por arte de magia.

Tal era la fe en estos polvos, que muchos jóvenes de la zona empezaron a mostrarse recelosos a la hora de aceptar una copa en casa ajena. Si no conocían bien a la anfitriona, preferían abstenerse, no fuera que la bebida viniera “aderezada” con los famosos pichirichis.

¿Verdad o fantasía? Lo cierto es que Mojácar tiene algo de embrujo, algo difícil de explicar. Tal vez sean sus calles blancas colgadas del monte, su aire marino cargado de leyendas o la forma en que el tiempo parece diluirse al atardecer. Quizá, solo quizá, aún quede algo de ese hechizo antiguo flotando en el ambiente. Y nunca mejor dicho.


14.5.20

Jorge Yepes

                                                                

                                                                   
                              Córdoba.
                              Lejana y sola.
                              Jaca negra, luna grande,
                              y aceitunas en mi alforja.
                              Aunque sepa los caminos
                              yo nunca llegaré a Córdoba.  
                              (Federico García Lorca)

Pero en este caso llegamos. Y ni lejana, ni sola, ni la muerte nos esperaba, como en los versos, antes de llegar a Córdoba. La ciudad nos recibió con los brazos abiertos, tibia de sol y de historia, como si supiera que ese sería nuestro último viaje "en condiciones" antes del vendaval que vendría después. Un tiempo incierto, inesperado, que nos ha dejado con el paso cambiado y demasiadas cosas en el tintero, con páginas a medio escribir, a medio vivir, esperando un futuro que aún no se ha atrevido a asomarse del todo.

Fueron solo cuatro días. Cuatro días que supieron a mucho, como saben las cosas buenas cuando se degustan sin prisa y con el corazón despierto. Córdoba nos enseñó que hay lugares donde el tiempo no se mide por horas, sino por momentos. Y aquel viaje nos lo confirmó: lo vivido allí fue intenso, pero nos dejó con ganas de volver, aunque de una manera más plácida, más sosegada, como quien regresa no para descubrir, sino para reencontrarse.

Porque Córdoba no es una ciudad cualquiera. Es un rincón del mundo donde la historia duerme al aire libre, donde los siglos se tocan con la yema de los dedos en cada columna, en cada callejuela, en cada sombra blanca del mediodía. Una ciudad que rebosa inspiración, talento, genio. Que aún respira el arte de los poetas, de los pintores, de los sabios de otros tiempos que dejaron allí su huella, su aliento, su duende.

Uno de esos días, justo antes de entregarnos al placer de un buen salmorejo, de un rabo de toro tierno como un recuerdo feliz, y de unos flamenquines crujientes como una carcajada inesperada, nos cruzamos con uno de esos artistas callejeros que parecen brotar del alma misma de la ciudad. Estaba allí, en un rincón empedrado, con su guitarra y su voz gastada, hilando melodías que olían a jazmín y a nostalgia. No pedía atención, pero la robaba. No reclamaba aplausos, pero se los ganaba. Era parte del paisaje colorista y humano que convierte a Córdoba en algo más que una ciudad: en una experiencia que se vive con los cinco sentidos.

Y quizás, de todo lo que nos trajimos de vuelta en la maleta ,además de las fotos, las risas, los paseos al atardecer y los sueños fugaces, fueron esos momentos inesperados, humildes y mágicos los que más entusiasmo nos dejaron. Porque viajar, al final, no es solo ver cosas nuevas, sino descubrir partes de ti que estaban dormidas, y que ciudades como Córdoba, con su belleza sabia y serena, saben despertar.

 Jorge Yepes, artista colombiano afincado en España desde hacía ya más de diez años, se nos apareció una mañana cordobesa con su bicicleta convertida en expositor ambulante. Una especie de galería rodante, modesta pero desbordante de sensibilidad, que parecía haber brotado del empedrado mismo de la ciudad. De su bicicleta colgaban decenas de dibujos a acuarela, cada uno con su propio universo. Retratos, escenas, personajes que parecían salidos de un sueño compartido entre la memoria y la actualidad, entre la poesía y la calle.

Cada obra tenía algo que la hacía especial: una mirada, un gesto, un trazo sutil que atrapaba el alma de lo representado. Allí estaban, como esperando que alguien les diera un hogar, desde iconos de nuestra cultura contemporánea hasta figuras que habitaban ya el territorio de la leyenda.

Y lógicamente, no pude resistirme a adquirir uno de ellos. Era Federico. Sí, nuestro Federico. Federico García Lorca, con la melancolía luminosa que solo los verdaderos artistas saben capturar. Desde entonces, ese retrato reina , porque no se puede decir de otra forma, el rincón que tengo en casa dedicado a su figura, a modo de pequeño santuario doméstico, íntimo y sincero. Un altar a la palabra, a la música, a la belleza.

A veces, en el vértigo cotidiano, olvidamos detenernos y mirar con atención lo que realmente importa. No está de más, de vez en cuando, pararse unos minutos a apreciar el valor del trabajo de estos artistas que se ganan la vida en la calle con lo que mejor saben hacer. Que con sus manos, sus colores, su vocación, no solo embellecen las aceras, sino que nos embellecen por dentro. A Jorge Yepes lo encontramos justo en la entrada de los Baños del Alcázar Califal. Fue un hallazgo, uno de esos regalos inesperados que a veces nos ofrecen los viajes.

Y si algún día volvemos a Córdoba, que volveremos, no dudaremos en buscarlo de nuevo. Porque en un mundo que a menudo pasa de largo, hay que aprender a detenerse donde habita el arte. Y agradecerlo.

9.5.20

Lisboa

                    
                    
                    Otra vez vuelvo a verte -Lisboa y Tajo y todo-
                    transeúnte inútil de ti y de mí,
                    extranjero aquí como en todas partes,
                    tan casual en la vida como en el alma....(Fernando Pessoa)

 Otra vez vuelvo a verte, Lisboa, aunque sea en fotografía, en este tiempo suspendido donde ni los GPS ni las brújulas sirven de nada. Nos orientábamos antes con mapas y estrellas; hoy, basta con perdernos dentro de nuestros propios hogares para entender que hay laberintos más íntimos y profundos que los del mundo exterior. En estos días de encierro, verte, aunque solo sea en papel satinado, duele y consuela a partes iguales. Qué sed de ti tengo, Lisboa, ciudad del susurro y la saudade.

Anoche soñé que regresaba. Tal vez fue mi subconsciente, herido por todas esas escapadas truncadas por la pandemia, el que decidió hacer las maletas sin pedirme permiso. En el sueño, no sabía si viajaba en tren, en avión o en coche: sólo sabía que llegaba. Y al llegar, la ciudad me hablaba. Con tu voz de piedra y marea, me reclamabas:
—Oye, nos has dejado tiradas… prometiste volver, y no lo has hecho.

Y uno, sumido en la quimérica narcosis del sueño, no sabe si sentir alegría por el reencuentro o remordimiento por el abandono. Despierto en la oscura tenebrosidad de la noche, con el corazón encogido por un leve cargo de conciencia, como quien ha incumplido un juramento sagrado.

Pero aún me dura el sueño. Porque en él, volvíamos a montar en aquel tranvía amarillo que sube jadeando por las cuestas de Alfama, serpenteando entre fachadas desconchadas y ropa tendida al viento. Volvíamos al castillo de San Jorge, donde la ciudad se despliega a nuestros pies como un tablero de azulejos vivos, y comíamos bacalao entre acordes de fado, esas canciones que lloran los desengaños del alma con la dignidad de los que saben perder. Qué bien nos entiende el fado en estos días grises: canta lo que no sabemos decir.

Y aún más: regresábamos a la torre de Belém, centinela del tiempo, y al Monumento a los Descubridores, que sigue oteando el horizonte con los ojos anclados en África y América, como si esperara noticias de carabelas que ya nunca volverán. Caminábamos por la orilla del Tajo, y la plaza del Comercio se abría ante nosotros como un teatro dorado donde el sol se despedía en una ovación de fuego. La puesta de sol sobre el río era tan perfecta que parecía irreal. Pero no lo era. Era Lisboa, en su estado puro: decadente, hermosa, fiel a su tristeza luminosa.

Al despertar, el sueño y los recuerdos se mezclaban como cartas agitadas en una baraja. Todo era confusión hasta que el primer sorbo de café comenzó a poner orden en mi memoria, como un bibliotecario sabio que recoloca los tomos en sus estantes. Entonces supe que no había sido solo un sueño: era también una promesa.

Lisboa, te lo juro con la tinta de estas palabras y el alma del viajero que aún vive en mí:
volveremos.
Y no será un regreso cualquiera. Será un reencuentro con todo lo que fuimos y todo lo que aún podemos ser.

1.5.20

Abdesalam Ben Arrabat


En el pintoresco y apacible pueblo de Benarrabá, uno de esos lugares por donde serpentea el río Genal, en la serranía malagueña de Ronda, aún se cuenta una leyenda vinculada directamente a las aguas que lo cruzan.

La fábula relata la historia de los tejidos que se elaboraban en esta villa, y que gozaron de gran fama tanto en la corte musulmana de Córdoba como en las de Málaga y Granada. El color carmín con que teñían las telas causaba auténtica admiración, por su brillo y viveza inusitados.

El artífice de esta maravilla era Abdesalam Ben Arrabat, tintorero y alquimista consumado, conocedor de todos los tintes y secretos de la época. Su pigmento mágico lo extraía de un insecto llamado “qármaz”, en realidad la cochinilla Hermes ilicia, que se posaba en las coscojas de pinos, encinas y alerces.

El secreto permaneció celosamente guardado hasta que, para desgracia de su linaje, uno de sus hijos reveló la fórmula: cochinilla, ácido sulfúrico y ácido nítrico, destilados con agua del río Genal.

Parece que, para algunas cosas, tener hijos no sale rentable…