Se habló en este blog de...

30.11.25

El hijo de la cómica

 


Anoche, en el Gran Teatro de Cáceres, El hijo de la cómica se elevó como una experiencia casi acústica, un ritual en torno a la palabra y a la memoria. Y allí, en el centro exacto del escenario, José Sacristán demostró una vez más que hay voces que no envejecen: se afinan. A sus 88 años, la suya no es solo un instrumento interpretativo, sino una geografía emocional. Su timbre, esa mezcla de grava noble, ironía tierna y respiración sabia, resonó con una profundidad que hizo del teatro una caja de resonancia íntima, cálida, casi confesional.

Sacristán no recita; modula el tiempo. Cada frase cae con un peso exacto, cada pausa es un continente, cada inflexión parece pulida por décadas de oficio y verdad. Su voz no busca el efecto, sino la hondura: vibra, acaricia, rasga o reconcilia, según lo exija el texto, pero siempre desde una autenticidad que solo puede ofrecer quien ha convivido con el escenario como con un viejo amigo.

Y qué decir del texto: el libreto de Fernando Fernán Gómez, construido a partir de sus propias vivencias, desde su nacimiento en Lima hasta el año 1943, late con esa mezcla inimitable de inteligencia, memoria y melancolía que definió al autor. Es un viaje vital lleno de luz y heridas, de humor y desgarro, de infancia, humildad y supervivencia. Sacristán lo acoge con respeto casi litúrgico, pero también con la libertad de quien entiende cada pliegue emocional del relato y lo devuelve enriquecido, como si él mismo hubiese estado allí, en esos primeros años del joven Fernando.

En esa conversación silenciosa entre dos gigantes, el uno ausente, pero vivo en sus palabras; el otro, presente y colosal sobre las tablas, se teje una de esas noches que solo el teatro es capaz de regalar. Una noche en la que la voz, la memoria y el talento construyen algo que trasciende la función y se instala en quienes tuvimos la fortuna de escucharlo.

27.11.25

Niebla con billete a 1969

 Esta mañana, a las 6:00, la niebla a las afueras de Cáceres no era niebla: era directamente una máquina del tiempo mal calibrada, como si algún técnico del clima hubiera dejado el botón de “viaje al pasado” en modo prueba. De pronto, sin comerlo ni beberlo, me vi entrando en un túnel espacio-temporal y ¡zas!, aparecí plantado en la Plaza Mayor en 1969, con más frío que en el pasillo de los yogures de Carrefour… pero sin yogures.

Lo primero que me sorprendió fue la estampa: la plaza con ese brillo mate de las cosas antiguas bien cuidadas, los soportales iluminados por bombillas amarillas que parecían cansadas de alumbrar, y un Seat 600 color crema aparcado torcido, como mandaba la tradición. Entre ese silencio casi solemne y el aire cortante, el Cáceres del 69 tenía ese toque de postal que hoy sólo encuentras en las casas de los abuelos.

Y allí iba yo, caminando con mis deportivas blancas totalmente fuera de la moda de la época, cuando lo que se llevaba eran los zapatos castellanos brillantes, los pantalones de pernera estrecha y las camisas con cuello pronunciado, bien planchadas. A mi paso, un grupo de chicas con abrigos de paño y moños altos me miraron como quien observa un espécimen recién escapado del futuro.

Como uno intenta no perder el norte ni en pleno salto temporal, aproveché para sacar una foto, que ya veré cómo explico en la tienda de revelado cuando vean en la imagen coches de hace medio siglo y yo vestido como si viniera del gimnasio. Después di una vueltecita por la plaza: ni coches híbridos, ni patinetes eléctricos, ni chavales diciendo “bro-bro”; lo único eléctrico era la mirada de una señora que me vio con un móvil en la mano y murmuró “este aparato no es de este mundo, Manuel”.

Me senté en una terraza, con sillas de hierro que pesaban lo mismo que un lavadero de piedra, a tomarme un café con leche por cuatro pesetas. Cuatro. Pesetas. Casi lloro. El camarero, bigote perfectamente recortado y chaleco marrón, me llamó “caballero”. Algo que en 2025 solo me pasa si voy a una boda o a entregar papeles en Hacienda.

Y entonces ocurrió lo realmente surrealista: me crucé con el mismísimo alcalde, don Alfonso Díaz de

 

Bustamante, que iba acompañado de dos concejales y lucía un abrigo oscuro con solapa ancha y un sombrero de ala corta como salido de un noticiario en blanco y negro. Al verme tan perdido, se acercó con una cortesía de otra época:

—¿Se encuentra bien, caballero? No me suena su rostro, y suelo conocer a casi todos los de la ciudad.

—Eh… vengo de… lejos —dije, sin mentir del todo.

El alcalde sonrió.

—Pues le diré una cosa: aquí en Cáceres, si viene para quedarse, no tardará en sentirse en casa. Y si sólo está de paso… disfrute de la plaza, que hoy está especialmente hermosa.

Me quedé a cuadros. No todos los días te topas con el alcalde de 1969 mientras intentas no desintegrarte entre dos líneas temporales. Y menos con uno tan elegante, tan propio de la moda masculina de entonces: barba bien afeitada, traje recto, corbata estrecha y ese aire de autoridad sobria que ya no se fabrica.

Luego pasé por una tienda. O mejor dicho: un templo del jamón y el queso a precios que hoy serían motivo de investigación internacional. Ver un cartel que decía “Jamón bueno: 240 pesetas” me provocó una especie de crisis existencial. No me llevé media despensa porque no sabía si un vórtice espacio-temporal permite regresar cargado de chacina sin abrir un agujero negro.

Entre puesto y puesto me crucé con Manolo, el de los ultramarinos, con su delantal azul y un peinado brillantinado que también era moda de la época. Me ofreció un paquete de Chester sin filtro “para entrar en calor”. Decliné. Bastante viaje llevaba ya en el cuerpo.

Y cuando la niebla volvió a formarse en un remolino sospechoso, como diciendo “última llamada al presente” tuve que regresar deprisa. Volví con las manos vacías, que luego Hacienda pregunta.

Para la próxima visita al 69 lo tengo clarísimo:

• Comprar un par de pisos en Cánovas.

• Unos terrenos en el Olivar de los Frailes.

• Y si me queda un minuto, hablar con el señor que inventó el precio del café en 2025 para que afloje un poquito.

En fin, que la niebla cacereña será muy traicionera… pero oye, te da cada viaje. Y visto lo visto, en el próximo igual me encuentro a Camilo Sesto ensayando o a un grupo de modistas comentando la última falda de tubo llegada de Madrid. Aquí, entre un salto temporal y otro, cualquier cosa puede pasar.

19.11.25

La sombra que aún espera


 En lo alto de un risco, donde el viento parecía hablar en voz baja y las noches caían como un manto espeso, se alzaba el castillo de San Alvar. Allí, en el salón principal, un lugar donde las telarañas parecían bordados antiguos y el eco era el único habitante fiel, vagaba un fantasma llamado Don Leandro.

Leandro no era un espectro furioso ni un alma en pena que buscara venganzas. Era, más bien, una sombra triste. Había sido señor del castillo muchos siglos atrás, cuando los estandartes aún flameaban y las almenas vibraban con risas, banquetes y música de laúd. Ahora, cada piedra estaba fría y vacía, como si el tiempo hubiera vaciado no solo las salas, sino también los recuerdos de todos menos los suyos.

Cada noche, Leandro recorría los pasillos recordando su vida. Veía, como en un sueño lejano, a su esposa Elena caminando junto a él por los jardines; escuchaba la carrera de sus hijos entre los patios; sentía el orgullo de las celebraciones, del hogar lleno. Pero al intentar acercar la mano a esas visiones, todo se desvanecía como polvo dorado.

Porque todos ellos, Elena, los niños, los amigos, los sirvientes, habían partido siglos atrás hacia un lugar al que él no podía seguir.

Leandro estaba atrapado en un pequeño pliegue entre dos mundos: el de los vivos, que ya no podían verlo, y el de los muertos, que no podían recibirlo. Era como una carta olvidada entre las páginas de un libro perdido.

A veces, cuando el amanecer teñía de rosa las almenas, Leandro sentía que algo tiraba de él, como una brisa cálida que casi lo llamaba por su nombre. Pero nunca era suficiente. Algo en el castillo, sus recuerdos, su amor, su pena, o tal vez su propio miedo, lo retenía allí, como una raíz que no quiere soltarse de la tierra.

Y aun así, cada noche, él seguía caminando, murmullo entre piedras, esperando el día en que sus pasos dejaran de resonar y, por fin, pudiera cruzar el umbral que lo separaba de los suyos.

Mientras tanto, el castillo de San Alvar seguía en pie, silencioso y solitario, guardando en su interior al último de sus habitantes: un fantasma que no asustaba a nadie, porque solo deseaba dejar de estar solo.

18.11.25

Atilano Coco


 En Guarrate, un pequeño pueblo de Zamora, cuando aún las campanas marcaban las horas como si cosieran el tiempo, nació un niño de nombre suave: Atilano, nombre de santo antiguo, de campo húmedo y trigo recién cortado. Nadie imaginó entonces que su destino sería como esas luces discretas que alumbran sin reclamar aplausos, como un farol en una esquina donde casi nadie se detiene.

Desde pequeño aprendió que la fe no es un ejercicio de estruendo, sino una lumbre mínima, un rescoldo que se cuida con la mano ahuecada. Cuando escuchó por primera vez la palabra metodista, no sintió la extrañeza de lo desconocido, sino la cercanía de algo que parecía ya escrito en su interior. Y así, con esa mezcla de timidez y determinación que acompaña a los que creen sin vanidad, emprendió camino a Inglaterra, donde el viento olía a libros abiertos y a iglesias sin oro, donde la oración era un murmullo y no un desfile.

Allí, en las capillas de madera oscura, supo que su misión no sería cambiar el mundo, sino estar en él con una dignidad silenciosa. Aprendió que, a veces, la fe solo consiste en sentarse al lado del que está solo.

Regresó a España con la modestia de los que no vuelven a casa para exhibir títulos, sino para sembrar esperanza. Volvió a Salamanca, a esas calles que parecen hechas para que los pasos resuenen, y allí levantó su pequeña iglesia, abierta como un libro cotidiano. Predicaba como quien habla con un vecino: sin altivez, sin dogma de piedra, sin temor a la duda. Y muchos, incluso los que no creían, reconocían en él la rara virtud de la coherencia.

Fue entonces cuando Miguel de Unamuno lo miró con interés. El rector, hecho de preguntas abrasadoras, de tempestades internas, veía en Coco algo que en él mismo escaseaba: la serenidad de quien ha elegido un camino y lo recorre sin ira. Atilano, por su parte, veía en Unamuno un alma contradicha que buscaba, como él, un refugio en la conciencia.

Solían caminar juntos por el casco viejo. Uno era incendio; el otro, brasa. Uno preguntaba; el otro escuchaba. Dos hombres tan distintos que parecían necesarios el uno para el otro.

Llegó el verano del 36 como llega un viento que arranca techumbres. Y a ese viento lo llamaron Guerra Civil. Las palabras se volvieron armas, la fe un campo de batalla, y la diferencia un delito.

Para un pastor protestante, en una España que exigía uniformidad espiritual, el peligro se volvió cotidiano. Pero Atilano no quiso esconderse. Siguió visitando enfermos, consolando familias, predicando con voz baja mientras por la ciudad resonaban otras voces que pedían pureza, obediencia, silencio.

Una noche lo apresaron. No hubo gritos ni resistencia; solo la firmeza de quien sabe que la violencia no entiende de razones, pero que aun así no renuncia a ellas. Lo acusaron de masonería, esa palabra mágica que entonces servía para encender hogueras, y también de ideas subversivas. Que un pastor hablase de libertad de conciencia ya era subversión suficiente para tiempos que exigían sumisión.

Unamuno intercedió. Lo hizo con la desesperación del que ve cómo la historia, esa bestia ciega, se lleva por delante a los justos y deja indemnes a los crueles. Pero su voz llegó tarde o llegó a oídos sordos, que en esos meses era lo mismo.

En prisión, Atilano escribía pequeñas notas en los márgenes de cualquier papel que encontraba. No pedía clemencia ni justificaba nada. A veces solo anotaba un versículo, o los nombres de su esposa y sus hijas, como quien escribe salmos personales para que no se los devore la memoria del miedo.

Los presos decían que tenía una paciencia extraña, casi luminosa. Mientras otros lloraban o maldecían, él parecía habitar un silencio suyo, como si protegiera a los demás del ruido interior.

La madrugada del 9 de diciembre de 1936 lo condujeron hacia la tapia donde tantos otros habían sido llevados. El frío era un espejo. El cielo, un pozo oscuro. Nadie anotó sus últimas palabras; no hubo testigos que quisieran recordarlas. Pero se dice que su mirada, antes del disparo, no tenía rencor.

Murió joven, demasiado joven, apenas un hombre que empezaba a construir futuro.

Después, como sucede con los hombres sin poder, su historia quedó enterrada bajo papeles oficiales, bajo silencios familiares, bajo la costumbre española de olvidar lo incómodo. Pero la memoria tiene la costumbre obstinada de volver, igual que una raíz atraviesa la piedra.

Y así, con los años, su nombre volvió a escucharse en templos protestantes, en libros, en estudios universitarios, en manos que buscaban justicia para quienes la guerra convirtió en sombra.

Hoy, Atilano Coco no es solo un pastor protestante ni solo un fusilado. Es una figura de luz tenue, de esas que no ciegan, pero acompañan. Una presencia que nos recuerda que hay vidas que, sin ruido, sin gestos teatrales, se convierten en ejemplos. Que la integridad, esa virtud que tanto escasea, puede vivirse de forma callada y firme, como un canto que solo escucha quien quiere escuchar.

Es, en definitiva, la historia de un hombre que eligió ser fiel a sí mismo, aun cuando el mundo se volvió en su contra.

Un hombre humilde. Un creyente tranquilo.

Un nombre que vuelve.


15.11.25

Cumplir 53


 Cumplir 53 es un poco como abrir un cajón que no recordabas tener: al principio te asustas (“¿pero esto estaba aquí?”), luego te reconoces (“anda, si esto es mío”) y, finalmente, te ríes porque dentro hay recuerdos, achaques opcionales y un número creciente de invitaciones a reencuentros donde todos fingen que “están igual que siempre”.

A los 53 descubres que ya no quieres impresionar a nadie. Que la siesta deja de ser un vicio para convertirse en un derecho constitucional. Que los camareros te llaman “caballero” pero tú sigues sintiéndote más cerca del chaval que pedía medios de vino con limón y en vaso de plástico y hamburguesa de la casa, en la desaparecida "La Encina".

A los 53 aprendes que la vida no se cuenta por años, sino por anécdotas: por esas veces en que reíste hasta dolerte la espalda, por las personas que se quedaron incluso cuando no estabas de humor, por las canciones que sigues cantando aunque ya no puedas alcanzar las notas y por los errores que, mira, al final resultaron ser atajos y grandes soluciones. 

A los 53 ya tienes claro que tu memoria funciona como el almacenamiento del móvil: está llena. Y si quieres meter algo nuevo, tienes que borrar tres cosas: normalmente, dónde dejaste las llaves, para qué entraste en la cocina y cómo se llama el vecino del tercero que lleva saludándote 20 años.

También descubres una sabiduría rara y preciosa: la de saber decir que no sin sentirte culpable, la de valorar más una buena compañía que una buena hora de llegada, la de entender que el plan perfecto es aquel que no exige nada salvo estar.

Cumplir 53 no es envejecer: es afinarte. Es como pasar de ser proyecto a ser versión definitiva (con alguna actualización pendiente, vale, pero estable). Es darte cuenta de que lo imprescindible cabe en un puñado de afectos y que lo demás… lo demás son historietas para reírte cuando toquen los 54.

Y lo mejor de cumplir años es la sensación, secreta pero real, de que aún queda muchísimo por estrenar: viajes, canciones, lecturas, vinos, amistades, tonterías que contar y fotos donde puedo asegurar que “salgo fatal”.

Así que, si como yo, cumples 53, felicidades: estás en la edad perfecta para tomarte la vida en serio, pero a ti mismo, nunca.

13.11.25

Los Javis


 No "sus" riais, pero estoy con un desasosiego y un principio de incertidumbre que no puedo soportar. Primero han sido Andy y Lucas, y confieso que aquello ya me ha dejado tocado. Una separación inesperada, un cataclismo sentimental de los que no llenan los informativos, pero sí dejan un silencio incómodo en el corazón de la rumbita pop española. Ahora son Los Javis los que anuncian su ruptura, y sinceramente, ya no sé si tengo fuerzas para otro golpe así.

Estamos viviendo un año durísimo para esas parejas en las que nunca supimos quién era quién, esos dúos que parecían concebidos por clonación más que por coincidencia. La ciencia aún no ha podido explicarlo, pero el ojo humano no distingue a ciertos binomios: uno empieza una frase y el otro la termina, uno parpadea y el otro ya está llorando por la misma emoción estética.

Con Los Javis no sabíamos quién dirigía y quién lloraba, quién decía “acción” y quién decía “bravísimo”. Eran un único ente luminoso, un concepto artístico con dos DNI. Y ahora, de pronto, el universo se desequilibra.

Se nos está desmoronando un sistema de referencias. Si esto sigue así, cualquier día Los Pimpinela anuncian “diferencias creativas con la canción de desamor”, Ibai y Piqué se reparten la custodia de Twitch, y David y José Muñoz, los Estopa, piden el indulto emocional en La Sexta Noche.

No se trata solo de música o de televisión: es el fin de una era. Aquella en la que crecimos creyendo que la amistad era un contrato vitalicio y las parejas artísticas, un matrimonio sagrado. Andy y Lucas, los Javis, Tip y Coll, Martes y Trece, Cruz y Raya… ¿quién queda? ¿A quién acudiremos ahora cuando necesitemos un referente de simbiosis absoluta? ¿A Mario y Luigi?

Lo peor es que uno ya no puede fiarse de nadie. Detrás de cada dúo hay un futuro comunicado de Instagram escrito con tono amable y foto en blanco y negro. “Nos queremos mucho, seguiremos siendo amigos”, dicen todos. Pero el daño ya está hecho: el público huérfano, los memes de luto, los fans en modo orfandad emocional.

Quizá sea el signo de los tiempos. La posmodernidad no destruye instituciones: las disuelve con un filtro sepia y una nota de voz. Y así vamos, navegando entre separaciones, hashtags y nostalgia.

Yo, por si acaso, voy preparando el alma para el próximo golpe. Porque si un día de estos me despierto y los del Río anuncian que se separan, juro que me doy de baja del siglo XXI.

11.11.25

Frankenstein: belleza, culpa y Netflix


 Es tan cíclico lo de resucitar a los clásicos que ya ni nos sorprende: cada década parece necesitar su propio Frankenstein y su propio Drácula, como si Hollywood y Europa compitieran por ver quién levanta antes al muerto. Y mientras Guillermo del Toro presenta su versión de Frankenstein en 2025, Luc Besson estrena en pocos días un nuevo Drácula. Sí, Luc Besson, el de El quinto elemento, porque claro, el conde transilvano necesitaba urgentemente una persecución con neones y música electrónica. En fin, el eterno retorno de los monstruos.

Pero volviendo a Frankenstein: lo de Del Toro no es una simple resurrección, sino una misa fúnebre con orquesta, lluvia perpetua y alma de tragedia romántica. Visualmente es un festín, un delirio gótico que solo él podría firmar, lleno de texturas húmedas, luces doradas y ecos de pintura flamenca. Jacob Elordi, con esa mezcla de belleza y extrañeza, da vida (literalmente) a la criatura más humana que se ha visto en mucho tiempo, y Oscar Isaac compone un Víctor Frankenstein atormentado, un hombre que juega a ser dios y acaba convertido en su propio monstruo. La película tiene esa atmósfera de cuento moral y de ruina moral que Del Toro maneja como nadie. Todo suena, se ve y se siente como una tragedia de gran pantalla. Y sin embargo, aquí viene la ironía: la mayor película gótica del año se estrena, salvo por escasos días en algunos días, directamente en Netflix.

 Frankenstein no es una película para ver en casa con el móvil vibrando al lado: es para verla en una sala oscura, con el sonido retumbando y el rostro de la criatura iluminado por un rayo. Pero nada, aquí estamos, reviviendo la épica de Shelley en el sofá, mientras Netflix te sugiere “ver también Emily in Paris”. Da un poco de pena, no por la película, que es magnífica, sino porque el rito se ha perdido.

Y si comparamos esta versión con las clásicas, el ejercicio se vuelve aún más interesante. Frente al hierático y trágico monstruo de Boris Karloff en la joya de James Whale (1931), el de Elordi es más introspectivo, más sensible, casi un ángel caído que se sabe víctima de la ambición ajena. Donde Whale construía horror y piedad en blanco y negro, Del Toro añade lirismo, carne y culpa. Frente al delirio visual de Kenneth Branagh en 1994, aquella Mary Shelley’s Frankenstein que era tan ampulosa como fascinante, esta versión resulta más contenida, más melancólica y más fiel al espíritu filosófico del original. Del Toro no busca el susto ni el exceso romántico, sino la poesía de lo maldito.

En conjunto, es una película enorme, hermosa, barroca y emocional. Y aunque algún purista pueda decir que el barroquismo de Del Toro roza lo excesivo, lo cierto es que pocos directores contemporáneos filman con tanto respeto por la materia del mito. Si Whale dio forma al monstruo, Branagh lo vistió de tragedia, y Del Toro lo ha envuelto en alma y conciencia.

Así que sí, otra vez Frankenstein. Pero esta vez, el monstruo respira. Y, por desgracia, lo hace frente a la pantalla de tu televisor, cuando debería rugir en la oscuridad de un cine.

6.11.25

Tarde de Noviembre en Elvas

 Se ha dormido el sol sobre la frontera,

y el Guadiana calla, como rendido;

tus manos, leves, tienen el sonido

de quien aún sueña, pero ya espera.


Cruza el otoño su primavera

de luces breves y amor contenido;

y el mundo, aunque incierto y dividido,

parece justo si estás, siquiera.


No sé qué haremos con los inviernos,

ni qué palabra pondrá el destino,

ni a qué puerto nos lleven los días.


Pero hay calor en tus ojos tiernos,

y en su reflejo, puro y vecino,

se hace feliz lo que no sabías.



27.10.25

La burbuja de la tarta de queso

 Vivimos en la era dorada de la tarta de queso. Da igual a dónde vayas: restaurante fino, tapería de toda la vida, gastrobar con bombillas colgando, mesón con mantel de cuadros, hamburguesería “artesana”, cafetería con nombre en inglés o bar de polígono con menú a 12,50. En todos lados, ahí está, agazapada en la carta como si fuera un requisito legal: tarta de queso. Y claro, siempre “casera”. Todo es “casero”. Da igual que venga envuelta en plástico individual, que lleve más horas en la nevera que la momia de Tutankamón, o que tenga el mismo sabor que el envase. Tú preguntas con inocencia:

—¿Es casera?

Y el camarero responde sin pestañear:

—Claro, hombre. La hace una señora que conocemos.

Sí, la señora… La Señora de las Tartas Industriales, la misma que surte a 400 bares y cuya receta secreta se guarda en un pendrive de Mercadona.

Luego está el sirope, ese charco rojo fosforito que parece un accidente de pintura. Lo echan por encima como si quisieran borrar las pruebas del crimen. “Sirope de frutos del bosque”, dicen. Pero ni un fruto ni un bosque: pura química con sabor a chicle barato. Y cuidado con el azul, que ese ya es directamente radiactivo.

Por si fuera poco, coronan el desastre con nata de spray. Un suspiro de gas propulsor que dura lo mismo que la ilusión del primer bocado. La ponen al lado de la tarta como si fuera un acompañamiento gourmet, y tú piensas: esto no es nata, es espuma de afeitar con complejo de postre.

Y así vamos, atrapados en la burbuja de la tarta de queso. Nadie se atreve a pedir otra cosa por miedo a quedar como raro. El flan ya es arqueología culinaria, el arroz con leche está en peligro de extinción y el tocino de cielo solo sobrevive en conventos o en recuerds de abuela. Pero cuidado, que toda burbuja explota. Y el día que lo haga, habrá bares con cámaras llenas de tartas sin dueño, camareros llorando sobre el sirope y chefs buscando desesperados en Google cómo se hace un flan.

Mientras tanto, seguiremos comiendo “tarta de queso casera” que viene en camión refrigerado, sonriendo y diciendo:

—Está buena, ¿eh?

Y sí… está buena, como todas. Porque, sinceramente, ya ni distinguimos si estamos comiendo queso, nata o nostalgia con sabor a estafa.

Y cuando llegue el Apocalipsis, ese de verdad, con fuego, langostas y reguetón, no quedarán ni los bancos ni los políticos… pero ahí seguirá ella: la tarta de queso, intacta, con su sirope brillante y su nata de spray todavía aguantando el tipo.

Porque si algo es eterno en este país, no es la fe ni el amor: es la tarta de queso “casera” del menú del día.

25.10.25

Viernes noche

 Viernes noche. Sushi en casa. Plan tranquilo, de esos que suenan bien cuando los dices:

—Esta noche, sushi y peli.

Y ya parece que tienes la vida ordenada.

Ella llega con la bandeja, yo pongo los platos y empieza la ceremonia japonesa de andar por casa.

—He comprado sushi del bueno —dice.

Traducción libre: bandejas de Shibuya con más arroz que peces en el mar.

Abrimos los palillos. Ella los maneja con elegancia. Yo, en cambio, parezco intentando atrapar una anguila invisible.

—No, así no, me corrige, se coge con estos dos dedos.

—Cariño, con esos dos dedos no cojo ni un billete de 50 del suelo —respondo mientras un maki sale rodando por la mesa.


Todo va bien hasta que aparece el wasabi. Ese punto verde traicionero que parece inofensivo… hasta que toca tu lengua.

Ella se pone un poco, yo, por orgullo, me echo el doble.

Tres segundos después, noto que me arde el alma.

—¿Está fuerte? —pregunta ella sonriendo.

—No, no, está perfecto, me está limpiando los pecados yblos malos deseos a gente residual—contesto con la lágrima viva.

Seguimos cenando, riéndonos, comentando lo exótico del menú, pero los dos sabemos la verdad:

estamos pensando en un poco de torta del casar o una tortilla de patatas.

Aun así, brindamos con vino, un "Bala perdida" que está cojonudo, nos miramos y decimos “hay que repetirlo pronto”.

Y puede que lo hagamos…

pero la próxima vez, con jamón, queso y lomo de Extremadura.

21.10.25

No me toquéis el reloj

 Yo creo que lo tenemos claro: si alguien intenta volver a cambiar la hora, nos encadenamos al reloj de la Puerta de la villa o a el de el Ayuntamiento en la plaza de España de Mérida. Que sí, que los expertos dirán lo que quieran, pero el cuerpo no entiende de ciencia ni de husos horarios: en este país, el cuerpo entiende de terrazas, de cañas al sol y de no salir de trabajar a oscuras como si fueras el conde "Brácula".

El horario de verano es la versión buena del año, como el colega guay, el que fue a Erasmus, el que no se deprime por la luz. En cambio, el horario de invierno es gris, melancólico y con olor a brasero de picón. ¿De verdad alguien quiere eso todo el año? Yo no. Quiero salir por la tarde y que todavía quede claridad para dudar si salir a andar por la isla o directamente al pestorejo.

Dicen que con el horario de verano dormimos peor. Mentira. Dormimos igual de mal, pero con la conciencia más tranquila, porque al menos sabemos que no estamos desperdiciando la vida entre penumbras. Y si el precio por tener sol hasta las nueve es un poco de ojeras, pues se lleva con dignidad: mejor ojeras con sol que alma apagada.

Además, pensemos en la economía: más horas de luz, más tiempo para consumir cerveza, raciones y gasolina. España se mantiene sobre tres pilares: el bar, la playa y la siesta. El horario de invierno solo favorece a uno de los tres. ¿Y así cómo vamos a levantar el país?

Yo digo sí al horario de verano eterno. Que se quede para siempre, como los chiringuitos que no cierran y las canciones de los 80 que vuelven cada año. Queremos días largos, noches suaves y la ilusión de que siempre es casi agosto.

Porque si nos quitan la luz, nos quitan la alegría. Y sin alegría, esto se nos queda en horario de Bélgica. Y sinceramente, yo a Bélgica la respeto, pero no quiero vivir con su clima ni con su reloj, ni con su comida.


20.10.25

Salamanca nos debía una sonrisa


 Dicen que uno nunca vuelve al mismo lugar, porque ni el sitio ni nosotros somos los mismos. Pero hay ciudades que se quedan dormidas dentro de la memoria esperando a que regresemos con otro ánimo, con la vida un poco más templada. Salamanca fue una de ellas.

Teníamos un recuerdo agridulce de la primera vez que fuimos a Salamanca. Fue en aquellos días nublados en que la vida parecía haberse detenido. Ella acababa de perder a su madre hacía apenas unas semanas, y a su padre tres meses antes. Llevábamos el duelo en silencio, sin pronunciarlo, como si decirlo en voz alta hiciera más real la ausencia. Recuerdo que llegamos a la ciudad al mediodía, con el cielo encapotado y un viento frío que bajaba desde el Tormes. Caminamos por las calles empedradas sin rumbo, deteniéndonos frente a la fachada dorada de la Universidad, que parecía observarnos con la paciencia de los siglos. La Plaza Mayor, iluminada en tonos amarillos, nos pareció entonces demasiado grande, demasiado viva para nuestro ánimo. Cenamos sin hambre en un restaurante casi vacío y regresamos al hotel temprano, con la sensación de que aquel viaje era una tregua breve en mitad de una tormenta interior.

Ocho años después, volvimos a Salamanca. Y fue como si la ciudad nos recibiera distinta, o quizás fuéramos nosotros los que habíamos cambiado. El mismo sol que entonces se escondía tras las nubes ahora bañaba las piedras con un resplandor alegre, casi festivo. La Plaza Mayor seguía siendo el corazón palpitante de la ciudad, pero esta vez nos invitó a quedarnos, a reír, a brindar. Paseamos por el casco antiguo, por las callejuelas que desembocan en la catedral, y todo nos pareció nuevo: los estudiantes, los músicos callejeros, las terrazas llenas, los colores. Era como si la ciudad hubiera esperado a que volviéramos para mostrarnos su cara luminosa.

Esa noche fuimos al concierto tributo a Supersubmarina en la sala La chica de ayer. Y fue mágico. Entre las guitarras y las luces de neón, sentimos algo parecido a la felicidad pura, esa que llega sin pedir permiso y se queda un rato largo. Cantamos todas las canciones, incluso aquellas que años atrás nos sabían a melancolía. Supersubmarina, aunque ausentes, estaban allí, en cada verso, en cada nota, en la gente que coreaba sus letras con la esperanza intacta de que algún día vuelvan.

Salimos de la sala con el eco de la música en el pecho y la certeza de que, esta vez sí, Salamanca nos había regalado una versión mejor de nosotros mismos. Caminamos sin prisa por las calles silenciosas hasta encontrar un pequeño restaurante japonés abierto. Allí, entre risas y makis, nos dimos un festín de sushi que supo a celebración, a alivio, a vida.

La tristeza de aquel primer viaje se había disuelto en alegría y en el rumor amable de una ciudad que, cuando menos lo esperas, te devuelve las ganas de quedarte un poco más.

16.10.25

El milagro del anonimato

 Yo también me tengo que creer, porque lo dice un jurado, la nota de prensa y hasta las redes sociales con su habitual fervor ingenuo, que, entre más de 1300 manuscritos anónimos, ha ganado Juan del Val. Sí, ese Juan del Val. El mismo que participa en programas, escribe columnas, posa en alfombras rojas y opina sobre la vida con la naturalidad de quien ha convertido las tertulias televisivas mediatizadas en un género literario.


Dicen que participó bajo seudónimo, y yo, que soy un alma crédula, intento imaginarlo enviando su novela desde un correo de Gmail que no contenga su nombre, ni su firma, ni su ego. Una proeza solo al alcance de unos pocos elegidos. Me lo imagino titulando el archivo “manuscrito_definitivo_version_final_ahora_sí.docx” y cruzando los dedos para que nadie, absolutamente nadie, sospechara nada al leer frases del tipo “porque la autenticidad es un ejercicio de autoestima pública”.

Claro, y luego el jurado, exhausto tras leer 1299 novelas de desconocidos, se encuentra con esa prosa: ese estilo tan televisivamente existencial, tan mezcla de tertulia y epifanía. Y uno de ellos, entre bostezo y café, dice:

—Oye, esto suena a alguien…

Y otro responde:

—No, imposible. Si fuera famoso, no se habría presentado al concurso.

El milagro del anonimato: ese raro fenómeno por el cual los escritores con más visibilidad, editoriales y portadas consiguen pasar desapercibidos justo cuando hay un premio de por medio.

“La vida mentirosa de los adultos”, escribió Elena Ferrante. Pues la vida milagrosa de los premiados, diría yo. Porque aquí, entre nosotros, el anonimato literario dura lo mismo que una entrevista en “El Hormiguero”.

Pero qué bonito es creer, ¿eh? Creer que todos parten desde el mismo punto, que los jurados leen sin prejuicios, que el talento se impone al apellido y que la literatura, de vez en cuando, se cuela entre tanto foco.

Y mientras tanto, los demás escritores anónimos siguen, con sus manuscritos durmiendo en carpetas polvorientas, soñando con que algún día alguien, sin reconocer su letra, diga eso de:

—Este sí, este es el bueno.

Aunque claro, quizás lo que falte no sea talento, sino un apellido con micrófono.

15.10.25

Tu Saeta. Adaptación en prosa a la letra de la canción de Supersubmarina. Autores originales: José Marín Torres "Chino", Jaime Gandía Quesada, Juan Carlos Gómez Parrilla y Antonio Jesús Cabrera.


Llevas ya un mes, tal vez dos, instalada en este corazón que, por más que lo mires, no te pertenece. Lo ocupaste con una naturalidad pasmosa, como quien llega a una casa que ha estado siempre abierta, sin pedir permiso, sin anunciarte. Y ahora paseas por sus estancias sin preocuparte del ruido, del desorden que vas dejando atrás, de las ventanas abiertas de par en par por las que se cuela el frío.

No te culpo por completo. Al principio pensé que era cosa mía, una ilusión más, otra vez lo de siempre: el idealismo de creer que el amor se construye con fuegos artificiales y canciones tristes. Pero pronto dejaste claro que no estabas aquí para quedarte. Venías de paso, como esos inquilinos que alquilan por semanas y no se molestan en cambiar el calendario de la pared.

Y desde entonces, me estás golpeando fuerte. No con palabras, ni siquiera con gestos. Con tu ausencia en mitad de tu presencia. Con tu forma de estar sin estar. Con esas cadenas invisibles que arrastras cada noche por el pasillo, cuando todo está en silencio. Las oigo perfectamente. Son las cadenas del desencanto, del desinterés, del hastío. Y vienen hacia mí, sin prisa pero sin pausa, anunciándose como una procesión de espectros.

Afinas tu arco en Do, como si fueras una arpía antigua sacada de un mito olvidado, y apuntas con deliberada precisión hacia mi pulmón. No basta con herirme en el pecho, no. Vas más allá. Apuntas al lugar exacto donde nace el aire, donde intento aún respirar. No quieres que lo haga. No quieres que me recupere.

Y lo peor es esa calma tuya, ese susurro frío con el que entonas oraciones que sólo entienden los dioses que se alimentan del rencor. Pides mi destrucción. Como si mi dolor pudiera darte alivio, o como si con él pudieras construir un pedestal nuevo para tus ruinas emocionales.

Y mientras tanto, perfumas la escena con jazmín. Ese olor tuyo, que antes me llevaba a la infancia o al deseo, ahora lo inunda todo hasta volverlo irrespirable. Has intoxicado el aire. Has convertido el amor en una sala cerrada sin ventanas. Pobrecito de mí.

A estas alturas, ya me da igual que nos miren. Que nos juzguen. Que dicten sentencia. Que nos pongan etiquetas o diagnósticos. Que digan quién fue el culpable. Porque el daño ya está hecho. Y si algo he aprendido es que en las batallas del alma nadie gana nunca del todo.

Yo peleé. Peleé como un cabrón. Sin pausa. Sin dignidad. Me abrí en canal por el esternón y puse todo sobre la mesa. El corazón, las vísceras, las palabras. Y lo único que recibí fue silencio. Un silencio espeso, inmenso, que aún hoy se desliza por los pasillos de esta casa que ya no reconozco.

Y ahora sólo hay dolor. Dolor que lo tiñe todo. Que se mete debajo de las uñas y entre los dientes. Dolor que gobierna mis actos, mis palabras, mis sueños. Dolor que no me deja dormir.

¿Sabes? Mis virtudes ya no tienen efecto en ti. Aquello que un día te hizo mirarme con ternura, ahora te parece molesto. Me he convertido en un eco, en un espejo roto. Abril, con su luz y su promesa de flores, queda tan lejos que parece otra vida.

Somos como niños. Niños caprichosos, llorones, malcriados. Que todo lo consiguen dando voces y montando berrinches. Que esperan que alguien venga a poner orden. ¿Hasta dónde vamos a llegar?

Que nos miren. Que nos juzguen. Que lo digan. Que hablen de quién tuvo la culpa. Que abran los archivos y las fotos y las cartas. Que busquen el error. Porque yo ya estoy cansado. Cansado de defenderme. Cansado de justificarme.

Y tal vez, sólo tal vez, el error fue no saber irnos a tiempo.


14.10.25

Federico y Lanjarón

 Desde tiempos antiguos, el nombre de Lanjarón ha estado unido al rumor del agua. Entre las montañas que anuncian la Alpujarra, este pueblo blanco y vertical parece nacido de las fuentes que lo atraviesan. Sus manantiales, la Capuchina, el Salado, el San Vicente, el Capilla, el Capuchino,

han sido cantados por poetas, visitados por reyes y recetados por médicos. No hay en toda Granada un lugar donde el agua suene tan pura ni donde la piedra conserve con tanta fidelidad la memoria de los pasos que la han pisado. Las aguas de Lanjarón, mineralizadas y generosas, fueron consideradas desde el siglo XIX un remedio casi milagroso para los males del cuerpo y del espíritu. Quien bebía de ellas, decían los antiguos, rejuvenecía, y quien las escuchaba encontraba un poco de paz.

Por eso, no es extraño que Federico García Lorca, alma de aguas profundas, hallara allí un refugio para su sensibilidad.

La primera vez que fui a Lanjarón fue en 2019. No buscaba solo un destino, sino una presencia: la de Federico. Me llevó hasta allí la curiosidad por ese lugar que tantas veces aparece entre las sombras luminosas de su biografía, entre los rumores del agua y las palabras que aún parecen flotar en el aire. Nos alojamos en el Hotel España, el mismo donde la familia García Lorca pasaba sus temporadas de descanso.

Aquel edificio, con sus galerías antiguas y su aroma de piedra húmeda, parecía conservar la respiración del poeta. Desde la ventana, el rumor constante de las fuentes llegaba como una música remota, y entendí por qué Lorca llamó a Lanjarón “Puerta de la Alpujarra”: porque allí uno siente que el alma se abre, como si el agua fuera capaz de lavar no solo el cuerpo, sino también el tiempo.

Federico decía escribiendo a sus amigos: «Lanjarón en otoño es precioso». La madre de Federico, Vicenta Lorca, estaba enferma de una afección hepática y un médico le recetó un tratamiento con aguas de la fuente Capuchina del pueblo, famosa por sus propiedades curativas. Desde 1917 hasta 1934 la familia Lorca pasó unas semanas al año en Lanjarón, en el Hotel España, que se mantiene hasta el día de hoy.

Durante aquellas estancias en el balneario y en el hotel, Lorca conoció en 1917 a una aristócrata, María Luisa Nétera Ladrón de Guevara, con quien, al parecer, mantuvo una relación amorosa «no consumada». En Lanjarón escribió algunos poemas del Romancero Gitano, realizó varios dibujos, y parte de su correspondencia con Ana María Dalí está datada en el pueblo. En 1924 escribe a su amigo, el diplomático cubano Melchor Fernández Almagro:

«Qué lugar tan admirable. Deberías venir a visitar este paraíso. He encontrado romances y cuentos curiosos».

Fue entonces cuando Lorca bautizó a Lanjarón como la Puerta de la Alpujarra, una denominación que se ha convertido en el eslogan turístico del municipio. En otra carta a su hermano, hablando de la Alpujarra, escribió:

«Vi una reina de Saba desgranando maíz sobre una pared color betún y violeta, y vi a un niño de rey disfrazado de hijo de barbero».

Compartió su atracción por la Alpujarra con su amigo Manuel de Falla. Ambos se fotografiaron junto a un alcornoque, que hace poco se secó, en el Haza del Lino, en el término de Polopos. Recorrieron juntos Órgiva, Soportújar, Carataunas, Pampaneira, Bubión, Capileira o Pitres. Lorca, a veces, se aventuraba solo, otras en compañía de Falla. Tenían un chófer , taxista de profesión, Paco Murillo, con quien la familia Lorca mantenía una relación entrañable. El padre de Federico incluso le pagaba la letra del coche. Murillo los llevaba a la Alpujarra, en ocasiones a escondidas del patriarca.

Una hija de este chofer, que aún acude a las excursiones de Isacio, cuenta que conserva el último paquete de tabaco de la marca Lucky que tuvo Lorca antes de ser fusilado; faltan varios cigarrillos, pero el recuerdo, dice, sigue intacto.

En algunos pueblos de la Alpujarra, el poeta observó con dolor cómo la Guardia Civil imponía su ley con brutalidad. Supo que en Carataunas un cabo arrancaba un diente con unas tenazas a cada gitano que le molestaba, y que en Cañar un muchacho de catorce años fue paseado por el pueblo con un madero atado a los brazos, recibiendo correazos y obligado a cantar. Aquellas historias inspiraron sus versos del Romancero Gitano y del Romance de la Guardia Civil Española.

Y Lorca no fue el único fascinado por Lanjarón. Pedro Antonio de Alarcón visitó la Alpujarra en 1872 y lo plasmó en su célebre libro La Alpujarra. Dijo: «Lanjarón es un sueño de poetas». Al llegar a la altura de la Fuente de las Adelfas, a la entrada del pueblo, exclamó, palabras hoy reproducidas en cerámica sobre la fuente—:«¡Alto y parada! Dejemos la pluma y tomemos los pinceles, olvidemos las enfermedades físicas y morales que se curan en esta villa y volvamos a la Madre Naturaleza ante el edén que se presenta a nuestra vista».

Años más tarde, Isabel García Lorca, en su libro de memorias Recuerdos míos, evocó también aquellas temporadas en Lanjarón como una de las etapas más felices de su infancia:

«Recuerdo el murmullo del agua, las tardes de paseo por el balneario y a mi madre tomando las aguas con la serenidad de quien se siente mejor. Federico parecía otro: escribía, dibujaba, reía con una alegría que solo allí, entre los chopos y el aire puro, se le veía».

Y quizás sea eso lo que convierte a Lanjarón en algo más que un lugar: en un estado del alma. Un sitio donde el tiempo se disuelve en agua y poesía, donde las montañas se abren como un libro, y donde, como escribió Manuel Vicent,

«el enigma de la existencia consiste en que el tiempo entero se acumula en el presente… El pasado y el futuro bailan en la punta de una aguja de nieve que es el alma».

Han pasado ya siete veranos desde aquella primera vez que llegué a Lanjarón buscando a Federico. Siete veranos de agua, de silencio y de regreso. Cada año, el pueblo me recibe con la misma luz oblicua sobre los tejados, el mismo aroma a piedra mojada y a eucalipto, y la sensación, cada vez más cierta, de que en sus calles algo del poeta sigue respirando.

He recorrido una y otra vez el camino hasta el Hotel España, como quien vuelve a visitar una memoria que no le pertenece pero le ha adoptado. En su galería principal todavía se siente el eco de las risas, las tertulias familiares, los versos a medio escribir. A veces pienso que Federico sigue allí, apoyado en la baranda, mirando cómo el agua cae, cómo el tiempo pasa y se renueva, igual que el rumor de las fuentes que nunca se detiene.

Lanjarón se ha convertido para mí en un lugar de fidelidad: al paisaje, a la palabra y al misterio. Durante siete veranos he aprendido que uno no vuelve al mismo sitio, sino a la misma emoción. Que el agua que corre es también la vida que se escapa, y que en cada visita el poeta me susurra lo mismo: que el alma se renueva solo si escucha.


Este año, además, hemos tenido el placer de conocer a Soledad Ramos López y su asociación cultural +Q2, que con entusiasmo y dedicación promueven la literatura y la cultura en Lanjarón. Se puede redescubrir los rincones del pueblo a través de la mirada colectiva de quienes trabajan para que la poesía y la memoria histórica encuentren su lugar en la vida cotidiana de la localidad. Su labor hace sentir que la presencia de Federico no solo se conserva en los libros, sino también en la conciencia cultural viva del pueblo.

Y así, entre montañas y manantiales, entre pasado y presente, Lorca ha sido mi guía invisible. Cada año he ido a su encuentro, sin buscarlo del todo y sin dejar de encontrarlo nunca. Porque Lanjarón, al final, no es solo un lugar en el mapa: es un estado del alma donde el agua y la poesía se confunden, donde la literatura se cultiva, y donde el tiempo, como escribió Manuel Vicent,  parece caber entero en una sola gota.

Lanjarón es hoy, como lo fue para Lorca, un lugar donde los manantiales susurran versos, donde cada rincón guarda un eco de historia y cada paso invita a beber del agua que, milagrosamente, hace perdurar la memoria del poeta y de quienes cultivan su legado.

9.10.25

El rumor de los trenes


Hubo un tiempo, no tan lejano, aunque el calendario diga otra cosa, en que el ferrocarril era la columna vertebral del país. A finales de los setenta y principios de los ochenta, los trenes cruzaban España como venas de hierro, llevando el pulso de un mundo que todavía creía en los oficios, en la puntualidad de los silbatos y en los jefes de estación con gorra roja. En Mérida, la vieja estación era un pequeño reino de humo, grasa y horarios, y por sus vías pasaban los trenes de media y larga distancia, los mercancías interminables, los que iban a Lisboa, los que regresaban de Madrid con las ventanillas empañadas y los que, al pasar de madrugada, despertaban el corazón de un niño que soñaba con lugares lejanos.

Yo vivía en Santa Catalina, una barriada humilde que entonces olía a cal, a pan de tahona y a los primeros Seat 124 aparcados junto al bordillo. Las vías del tren pasaban tan cerca que bastaba abrir la ventana para ver los destellos rojizos de los faroles de cola y escuchar el retumbar de los vagones al acoplarse —¡clanc!— aquel sonido seco y metálico que los ferroviarios llamaban el choque de topes. Era una especie de sacudida del mundo, como si alguien allá lejos estuviera encajando piezas de un sueño colectivo.

A veces pensaba en mi abuelo Pepe. Fue ferroviario, jefe de tren durante toda una vida. Lo recuerdo con su gorra y su reloj de cadena, hablando con respeto y cariño de las locomotoras, de los maquinistas que conocían el país mejor que los mapas y de la importancia de los horarios, “porque un tren que llega puntual —decía— es un país que aún cree en sí mismo”. Cuando pasaban los convoyes nocturnos, yo imaginaba que alguno de ellos lo llevaba al frente de la composición, anotando tiempos en una libreta, silbando bajito entre la humareda. Quizá fue él quien me dejó esa fascinación por los raíles, ese estremecimiento que provoca el paso del hierro sobre el hierro.

Por las noches, cuando el silencio se estiraba por las calles y solo se oía el ladrido de un perro o el runrún de una Vespa perdida, llegaba el rumor de los trenes. Primero un zumbido lejano, luego el golpeteo rítmico de las ruedas sobre las juntas de los raíles —tac-tac, tac-tac— hasta que la casa entera parecía respirar con el paso del convoy. Desde la cama, yo imaginaba cada destino: los trenes de largo recorrido iban, sin duda, a lugares donde la nieve era blanca de verdad y los mares tenían otros nombres; los de mercancías, en cambio, arrastraban misterios: carbón, naranjas, madera húmeda, incluso, así lo creía yo, cartas sin dueño o juguetes que se habían perdido en Navidad.

A veces el viento parecía traer voces: una risa de maquinista, un silbato, el crujido de una puerta corrediza. Entonces yo inventaba historias. En una de ellas, un tren nocturno llevaba consigo un vagón lleno de sueños extraviados, y cada niño que no podía dormir tenía un billete invisible para subir en él. En otra, los conductores eran una hermandad secreta que conocía los secretos del país: sabían quién se marchaba de madrugada, quién regresaba derrotado, quién se despedía para siempre en un andén cualquiera.

Mi madre decía que me dormiría con el primer tren que pasara, pero era mentira: me quedaba despierto esperando el siguiente. Había algo hipnótico en aquel traqueteo lejano, algo que daba consuelo, como si el mundo siguiera girando a pesar de todo. El ferrocarril era, sin saberlo, el metrónomo de nuestras noches.

A veces, al amanecer, cuando el sol apenas tocaba los balcones de los pisos de Santa Catalina, se veían los raíles brillar entre los matorrales. El tren ya había pasado, dejando tras de sí un olor a hierro, gasóleo y posibilidad. Yo salía en bicicleta hasta el terraplén, recogía alguna tuerca caída, un trozo de madera o un papel manchado de grasa, y me parecía un tesoro traído de otro mundo.

Hoy, cuando oigo de lejos el eco de un tren —ya casi todos silenciosos, modernos, sin alma—, cierro los ojos y vuelvo a aquella habitación. A mi lado, el niño que fui escucha el choque de topes, el largo silbido del maquinista y el palpitar de las vías.

Y durante un instante, el mundo vuelve a moverse con la cadencia de entonces: lenta, constante, como un corazón de acero que no ha dejado nunca de latir.

Y en algún lugar, estoy seguro, mi abuelo Pepe sigue mirando su reloj de cadena, comprobando que todo marcha a su hora. 

8.10.25

Volverá la lluvia de la infancia


 Volverá la lluvia de la infancia,

con su olor a tierra recién mojada,

cuando el cielo plomizo era anuncio

de un milagro pequeño y cotidiano.


Caerán las gotas lentas en los cristales,

dibujando carreras inciertas,

y nosotros, tras el visillo bordado,

miraremos como quien ve un misterio.


La calle, desierta, olerá a pan y a leña,

los charcos serán mares diminutos

donde navegarán barquitos de papel

hechos con deberes y sueños arrugados.


Tronará a lo lejos, como un gigante dormido,

y las madres correrán a cerrar ventanas,

mientras las luces tiemblan en la penumbra

de salones con mantas y dibujos animados.


En la radio sonará un parte de tarde,

algún transistor chisporroteará en la cocina,

y el tiempo parecerá más denso, más lento,

como si las horas supieran quedarse.


Volverá la lluvia de la infancia,

aunque ya no llueva igual ni estemos allí,

porque en algún rincón del alma

siguen mojados los patios de 1982.


Y cada trueno lejano nos devuelve,

sin avisar, a esa ventana empañada

donde un niño, con la nariz pegada al vidrio,

esperaba que escampara… para salir a jugar.


7.10.25

La última ovación

 El cielo de agosto se abría como un telón inmenso sobre Knebworth Park. Desde el centro del escenario, las luces parecían querer perforar la noche, extenderse más allá de los límites del parque, llegar a todos los lugares donde alguna vez sonó una canción suya. Freddie entrecerró los ojos un segundo; no para huir de la intensidad de los focos, sino para grabar cada instante en la memoria.


El rugido de las ochenta mil gargantas era un océano. No tenía principio ni fin. Era un oleaje que subía y bajaba con cada gesto suyo, como si el público respirara al compás de su pecho. Durante un instante —mínimo, invisible para cualquiera— Freddie sintió el peso de la historia sobre sus hombros. No era un peso triste. Era el vértigo de saber que estaba tocando la cima. Y que las cimas, por definición, no se repiten muchas veces.

La música arrancó con fuerza, y él volvió a ser ese dios terrenal que había construido a base de coraje y talento. A su izquierda, Brian May hacía rugir su Red Special como si cada acorde abriera un portal al cielo; su melena ondeaba como un estandarte bajo los focos, y cada solo era una conversación íntima entre guitarra y multitud. Detrás, Roger Taylor marcaba el pulso con precisión quirúrgica, convirtiendo el aire en ritmo; sus baquetas eran los latidos de aquel corazón colectivo. Y a su derecha, John Deacon, silencioso y firme, sostenía con su bajo la arquitectura invisible sobre la que se alzaba toda la emoción. Juntos eran más que una banda: eran un fenómeno, una sinfonía humana.

Cada paso, cada nota, cada sonrisa amplia de Freddie era una llamarada. Se movía con la seguridad de quien domina su arte, pero en el fondo, una brizna de melancolía le rozaba el corazón: una intuición suave pero persistente de que esa noche, de algún modo, era distinta.

Entre canción y canción, cuando la banda afinaba y Brian lanzaba un arpegio, Freddie miraba al público y pensaba: “Esto es más grande que nosotros. Esto quedará cuando todo lo demás se apague.” No pensaba en la enfermedad —todavía secreta, silenciosa—, ni en el futuro incierto. Pensaba en lo que había construido con sus compañeros, en las noches infinitas en las que soñaron ser escuchados. Y allí estaban: una multitud respondiendo como un solo cuerpo, cantando “Radio Ga Ga” con las manos alzadas, como si saludaran al propio destino.

Freddie no temía al final. Le temía, más bien, al olvido. Pero esa noche, viendo las luces parpadear como estrellas sobre una constelación humana, comprendió que no sería olvidado. No él. No su voz. No Brian, ni Roger, ni John. No esa manera única que tenían los cuatro de desafiar la gravedad de la vida con música.

Cuando llegó el último bis, “We Are the Champions”, su garganta ardía, pero no por el esfuerzo, sino por la emoción. Alzó los brazos y escuchó cómo el público devolvía cada sílaba multiplicada por miles. A su lado, Brian soltaba los acordes finales como si fueran fuegos artificiales; Roger cantaba con fuerza tras la batería, y John sonreía discretamente, sabiendo que aquello era irrepetible. En ese instante, Freddie sintió que ya no era un hombre frente a una multitud, sino un alma fundida con muchas otras. Era música. Era energía. Era una verdad compartida.

Y en medio del clamor, una certeza luminosa lo atravesó: “Cuando no pueda cantar, otros cantarán por mí. Cuando no esté aquí, seguiré en cada voz que se atreva a levantar la suya sin miedo.”

Entonces sonrió. No con tristeza, sino con la serenidad de quien ha amado su vida sin reservas. Dio un último giro, extendió los brazos como alas, y dejó que la ovación lo envolviera como un abrazo final. No sabía si volvería a estar allí, pero sí sabía algo con absoluta claridad: había vivido intensamente cada compás, junto a aquellos tres hombres que fueron su familia sobre el escenario.

La última ovación no fue un adiós. Fue una promesa: la de seguir resonando más allá del tiempo.


6.10.25

Guillermo Fernández Vara

 Coincidíamos muchas mañanas, allá por el año 2006, cuando aún trabajábamos en la antigua oficina de Correos de Mérida, bajando a desayunar a la calle San Salvador, en ese tramo en el que el bullicio de la ciudad todavía se estaba desperezando. Él, con su inseparable maletín, subía con paso tranquilo pero firme por la calle San Juan de Dios, rumbo a la Asamblea de Extremadura. Siempre, sin excepción, nos regalaba un “buenos días” cordial, de esos que no se dicen por compromiso ni de pasada, sino mirando a los ojos, reconociendo al otro como parte del mismo paisaje diario.

Aquellas escenas cotidianas, que entonces parecían tan simples, cobran hoy un valor inesperado al conocer la noticia de su fallecimiento. Guillermo Fernández Vara fue, antes que nada, un hombre cercano. Antes incluso de ocupar la presidencia de la Junta de Extremadura, cargo al que accedería poco después, ya transmitía una serenidad y una educación que llamaban la atención en tiempos políticos en los que la estridencia parecía imponerse.

Médico de profesión y político por vocación de servicio, Vara fue durante años una de las figuras más reconocibles y respetadas de la vida pública extremeña. Presidió la Junta de Extremadura en varias etapas, dejando una huella marcada por la estabilidad institucional, el diálogo y una visión tranquila pero firme de la política. No era un hombre de titulares altisonantes, sino de convicciones silenciosas, constancia y respeto por las instituciones y las personas.

Con su marcha, se va una parte importante de la memoria política y social de Extremadura. Queda su legado, su ejemplo y, para quienes lo vimos de cerca aunque fuera en un cruce de calles al empezar la jornada, la imagen de un hombre sencillo en medio de grandes responsabilidades.

En tiempos como los actuales, en los que la crispación política parece haberse instalado como norma y el ruido sustituye al diálogo, la figura de Guillermo Fernández Vara adquiere un valor aún mayor. Su talante templado, su manera de escuchar antes de responder y su respeto por el adversario contrastan con una escena pública cada vez más dominada por la confrontación y el eslogan fácil. Recordarle hoy no es solo rendir homenaje a su trayectoria, sino también reivindicar otra forma de hacer política: más serena, más humana y, sobre todo, más útil para la convivencia.

Descanse en paz, Guillermo Fernández Vara.


2.10.25

Donde empieza la calma


 El sol salía sobre el horizonte como una naranja madura que se dejara caer lentamente en brazos del mar. Era agosto en el Cabo de Gata, y el aire todavía conservaba ese calor que se adhiere a la piel como un recuerdo del amanecer. La playa del Palmeral, de piedras pulidas y silencios compartidos, se extendía ante mí como un refugio. Había dejado las chanclas a un lado, y avanzaba descalzo, sintiendo bajo los pies la textura del mundo real, tangible, sin filtros.

Me detuve frente al mar justo cuando el sol comenzaba a rozar la línea del agua. No dije nada. No hacía falta. En el murmullo de las olas encontraba más respuestas que en cualquier conversación apresurada. Cerré los ojos un instante, como si así pudiera grabar en mi interior la escena: la brisa suave, el rumor del agua, el cielo encendido en naranjas y dorados.

Cerca, algunas personas hablaban en voz baja, reían, compartían ese instante. Una pareja de chicas se abrazaban mirando el amanecer, como si en ese gesto simple se sostuviera el universo. Y quizás era así. Tal vez la humanidad sobrevivía gracias a esos pequeños pactos silenciosos: un amigo que escucha, un abrazo inesperado, una mirada cómplice frente al mar.

Pensé en el mundo más allá de esa playa. En las noticias, en el ruido constante, en las heridas abiertas de una humanidad que a veces parece no aprender. Pero allí, en ese instante preciso, todo se reducía a lo esencial: el sol, el mar, la tierra bajo mis pies, y la certeza de que aún quedaban lugares donde respirar hondo y sentir que la vida, a pesar de todo, sigue mereciendo la pena.

Cuando el primer rayo de sol apareció tras el horizonte, abrí los ojos. La mañana llegaba sin prisa, como quien sabe que la esperanza no se extingue con la salida del sol, sino que se guarda en la memoria de quienes estuvieron presentes para verla.

Me incliné, me calcé de nuevo las chanclas y comenzé a caminar por la orilla, acompañado por el rumor de las olas y la sensación clara de que, aunque el mundo cambie, hay momentos que nos devuelven la fe en él. 

30.9.25

Septiembre

 Septiembre llegó estando en Mojácar sin hacer ruido, como quien se quita los zapatos para no despertar a nadie. No irrumpe: se desliza. Trae consigo ese aire, a veces tibio, que aún guarda restos de verano, pero ya perfuma las tardes con una brisa distinta, más clara, más lenta.

El verano se ha ido, como siempre lo hace, sin despedidas teatrales. No se marcha de golpe, se disuelve. Un día te das cuenta de que el sol ya no aprieta igual, que la sombra se ha vuelto más alargada, que las chicharras callaron sin que nadie les avisara. Intentar retener el verano es como intentar atrapar agua con las manos: cuanto más fuerte aprietas, más rápido se escurre entre los dedos.

Septiembre es ese umbral donde todo vuelve a ordenarse. Las rutinas regresan como trenes puntuales tras un largo desvío: el despertador, las calles con prisas, los pupitres, los calendarios llenos. Pero también es un mes de comienzo silencioso, una oportunidad para ajustar el paso, limpiar el aire de dulces excesos y mirar hacia adelante con calma.

El otoño asoma despacio, con el pudor de quien sabe que trae cambios. Es la estación de los tonos cálidos y las luces oblicuas, de la belleza contenida. Y en cierto modo, es también la estación de quienes hemos pasado ya el umbral de los cincuenta.

Porque hay un otoño en la vida que no es tristeza ni ocaso, sino madurez que florece de otra manera. A esa edad ya no se corre detrás de veranos imposibles: se disfruta el paseo, se valora la sombra fresca, se eligen las compañías con el instinto afinado de quien ha aprendido a escuchar el corazón sin ruidos de fondo.

Como los árboles que pierden hojas para prepararse para lo que vendrá, uno también aprende a soltar lo innecesario: miedos, prisas, máscaras. Queda lo esencial, lo que de verdad da sentido. Y en esa desnudez hay belleza y fuerza.

Septiembre no es el fin de nada, sino el suave comienzo de otra etapa. La luz baja del verano deja paso a una claridad más serena, más íntima. La vida también, al llegar su propio otoño, no se apaga: se vuelve sabia, pausada y luminosa.

Porque cada estación tiene su esplendor, y el otoño, en la naturaleza y en la vida,


es la prueba de que el tiempo no solo pasa: también pule, revela y embellece.

29.9.25

Milli Vanilli: La verdad desafinada detrás del éxito perfecto


En los últimos años de la década de los 80, cuando MTV dictaba la estética global y la música pop alcanzaba cotas de espectáculo visual sin precedentes, dos jóvenes irrumpieron en escena como si fueran el molde perfecto de una fantasía pop globalizada. Rob Pilatus y Fab Morvan formaban Milli Vanilli, un dúo franco-alemán que en apenas dos años pasó de actuar en discotecas de Múnich a llenar estadios en Estados Unidos, vender más de 30 millones de discos y ganar un Grammy. Su ascenso fue meteórico, brillante… y completamente construido sobre una mentira.

Su álbum debut, “Girl You Know It’s True” (1989), fue un bombazo: temas como “Blame It on the Rain”, “Baby Don’t Forget My Number” o la propia “Girl You Know It’s True” dominaron las listas de éxitos internacionales. Con rastas cuidadas al milímetro, movimientos coreográficos sincronizados y una imagen multicultural perfectamente diseñada, Rob y Fab encarnaban la juventud globalizada que la industria musical buscaba vender a finales de los ochenta. Eran fotogénicos, carismáticos y diferentes. Tenían todo… excepto la voz.

Detrás del fenómeno se encontraba Frank Farian, productor alemán con olfato comercial, que ya había ideado grupos como Boney M utilizando voces y rostros distintos. Repitió la fórmula: contrató a cantantes profesionales para grabar las canciones y reclutó a Rob y Fab para ser el rostro visible del proyecto. Lo que comenzó como un acuerdo puntual se convirtió en una maquinaria multimillonaria que giraba a un ritmo que los dos jóvenes apenas podían controlar. Ellos soñaban con cantar de verdad, pero la industria no quería su voz: quería su imagen.

El 21 de julio de 1989, en Bristol (Connecticut), durante un concierto retransmitido por MTV, ocurrió el incidente que cambió todo: la pista de playback se atascó y empezó a repetir en bucle “Girl you know it’s… Girl you know it’s…”. Rob entró en pánico y huyó del escenario. Aquel fallo técnico se convirtió en símbolo de lo que estaba por descubrirse: un fraude monumental. En 1990, tras meses de sospechas, Farian confesó públicamente que ni Rob ni Fab cantaban. El Grammy que les habían otorgado fue retirado , una medida sin precedentes, y el dúo se convirtió en objeto de burlas, demandas y desprecio mediático. En cuestión de semanas, pasaron de la cima a la humillación pública.

La película “Milli Vanilli” (2024), dirigida por Simon Verhoeven, no se limita a contar este escándalo como una anécdota de la historia pop. Construye, con sorprendente sensibilidad, un relato íntimo y complejo sobre dos jóvenes atrapados en una maquinaria cultural que los superó. Es una obra que equilibra con precisión la espectacularidad musical de la época con la dimensión humana de sus protagonistas.

Uno de los grandes aciertos de la cinta son sus intérpretes principales.

  • Tijan Njie, en el papel de Rob Pilatus, realiza una interpretación magnética y profundamente conmovedora. Con una presencia física imponente, Njie capta la dualidad de Rob: su ambición desbordante y su creciente vulnerabilidad. A lo largo del metraje, su mirada cambia: pasa de la euforia juvenil a un dolor silencioso y autodestructivo que el actor transmite con matices sutiles, evitando el melodrama fácil.

  • Elan Ben Ali, como Fab Morvan, es el contrapunto perfecto. Su interpretación destila calma y lucidez, construyendo un personaje más reflexivo, que observa cómo la situación se desborda sin poder evitarlo. Su relación con Rob es uno de los ejes emocionales del film: una amistad intensa, fraternal, pero también marcada por tensiones morales y caminos distintos frente al mismo engaño.

El reparto se completa con Matthias Schweighöfer, que da vida a Frank Farian. Lejos de interpretar un villano de opereta, Schweighöfer construye un personaje inquietante precisamente por su normalidad: un hombre encantador, seguro de sí mismo, que maneja las piezas del tablero con frialdad empresarial. Su interpretación evita clichés, mostrando cómo la industria puede ser despiadada sin necesidad de monstruos explícitos.

La película recrea con precisión quirúrgica la estética de finales de los 80 y principios de los 90. La fotografía utiliza luces de neón, brillos y encuadres característicos de la MTV dorada, pero también contrasta con tonos más fríos y oscuros en los momentos de caída. La dirección artística acierta al no caricaturizar la época: la reproduce con cariño, sin ironía.

Las secuencias musicales son vibrantes y espectaculares. Se reconstruyen videoclips y actuaciones icónicas con gran detalle, y el famoso momento de Bristol está filmado con tensión cinematográfica: el bucle sonoro del playback, la confusión del público, el rostro de Rob congelado en el pánico… Es el clímax perfecto de una historia que, aunque todos conocemos su desenlace, logra emocionar por su ejecución.

La banda sonora es, inevitablemente, un personaje más. Los éxitos de Milli Vanilli suenan con fuerza y nostalgia, recordándonos que, más allá de la mentira, eran canciones excelentes, parte indeleble de la cultura pop de su tiempo.


El guion se detiene en aspectos que muchas narraciones sobre este caso han pasado por alto: la dimensión psicológica y cultural de Rob y Fab. Dos jóvenes de orígenes inmigrantes —Rob era hijo de madre alemana y padre afroamericano, Fab nació en París y se crió en un entorno humilde— que buscaban un lugar en la industria. La película muestra cómo, en un mundo que valoraba la apariencia exótica pero no necesariamente las voces distintas, fueron utilizados como escaparate de un producto diseñado por otros.

Más que señalar culpables de forma simplista, el film propone una reflexión sobre la fabricación de ídolos en la era mediática. Rob y Fab no inventaron el fraude; fueron piezas vistosas en un sistema que antepuso la estética a la autenticidad. Y cuando la verdad salió a la luz, fueron ellos quienes cargaron con todo el peso del escándalo.

La parte final de la película es, sin duda, la más emocional. Rob Pilatus, tras la caída, nunca consiguió recomponer su vida. Intentó, junto a Fab, grabar un álbum en el que cantaban realmente, pero la industria y el público ya les habían dado la espalda. Entre problemas legales, aislamiento y adicciones, Rob entró en un declive personal que culminó con su muerte en 1998, a los 32 años, por sobredosis accidental en un hotel de Fráncfort. Su historia es la de un joven que soñó con brillar y acabó devorado por la presión de sostener una mentira global.

La película trata su final con respeto y sin morbo, enfocándose en el ser humano detrás del personaje. No hay glorificación ni sensacionalismo: hay un retrato doliente de alguien que no supo encontrar su voz,  literal y figuradamente, en un sistema que no se la permitió.

Milli Vanilli es, en última instancia, una película poderosa y necesaria. Brilla por sus interpretaciones, su rigor estético y su capacidad para narrar una historia archiconocida desde un ángulo humano y profundo. Es un biopic que entretiene, emociona y, sobre todo, reivindica la dimensión trágica y real de un fenómeno pop que se convirtió en sinónimo de fraude.

Tijan Njie y Elan Ben Ali logran que Rob y Fab no sean simples figuras mediáticas, sino seres humanos atrapados en un torbellino que los desbordó. La dirección de Simon Verhoeven equilibra espectáculo y reflexión con inteligencia, y el resultado es una obra que no solo revisita un episodio cultural, sino que lo resignifica.

La historia de Milli Vanilli no es solo la historia de una mentira musical. Es la historia de cómo la fama puede ser un espejismo cruel, de cómo la industria fabrica y destruye ídolos, y de cómo la búsqueda de autenticidad puede llegar demasiado tarde.
Y en el centro de todo, la figura de Rob Pilatus, un joven que soñó con cantar… y terminó convertido en el eco doloroso de una canción que no era suya.


24.9.25

El James Bond de Nuestra Infancia: Recordando a Roger Moore


Cuando Roger Moore fue anunciado como el nuevo James Bond en 1972, el escepticismo era palpable. Sean Connery había dejado una marca indeleble con su carisma rudo, su mirada fría y una masculinidad directa que definió la primera etapa del personaje. Moore, en cambio, llegaba con una imagen más pulida, popular por interpretar al carismático Simon Templar en la serie "El Santo". Su reto no era solo llenar los zapatos de Connery, sino reinterpretar al agente 007 para una nueva generación de espectadores.

Inicio de la Era Moore (1973-1974): Un Bond Más Sofisticado

Su debut en "Vive y deja morir" (1973) marcó un punto de inflexión. Desde los primeros minutos se notaba el cambio: Moore no intentaba imitar a Connery. Su Bond era más elegante, más irónico, menos agresivo. La película fue un éxito comercial, y con ella comenzó una nueva etapa para la franquicia.

"Vive y deja morir" también introdujo a 007 en una estética más influenciada por la cultura pop de la época, con toques del cine blaxploitation y escenas de acción más alocadas, incluyendo la famosa persecución en lanchas por los pantanos de Luisiana.

Le siguió "El hombre de las pistolas de oro" (1974), donde enfrentó a uno de los villanos más carismáticos de la saga: Scaramanga, interpretado por Christopher Lee. Aunque esta entrega recibió críticas mixtas, consolidó la idea de que Moore daría un giro más ligero y entretenido al personaje.

Consolidación y Éxito Global (1977-1981): El Bond de la Aventura Global

Moore alcanzó su punto más alto con "La espía que me amó " (1977), considerada por muchos como una de las mejores películas de la franquicia. Con una mezcla perfecta de acción, espionaje, humor y romance, esta cinta presentó a uno de los villanos icónicos: Jaws, el asesino de dientes metálicos.

Luego llegó "Moonraker" (1979), llevándolo literalmente al espacio. La película fue una respuesta al fenómeno de Star Wars, pero también fue criticada por su tono excesivamente fantástico. A pesar de ello, fue uno de los mayores éxitos comerciales de la saga en su momento.

"Solo para sus ojos" (1981) representó un intento de volver a una narrativa más realista, alejada de la extravagancia espacial. Moore mostró aquí una faceta más seria de Bond, que recibió elogios por su tono más sobrio y la intensidad emocional de ciertas escenas.

Declive y Últimos Años como Bond (1983-1985)

En los años 80, Moore continuó en el papel con "Octopussy" (1983), una mezcla exótica de acción, comedia y ambientación en la India. Aunque entretenida, empezaban a notarse señales de agotamiento en el enfoque de la saga.

Su última película, "Panorama para matar" (1985), fue probablemente la menos lograda de su etapa. A sus 57 años, Moore ya no podía ocultar que estaba muy por encima de la edad del personaje. Él mismo bromeó que se sentía “como el tío de las chicas Bond”. A pesar de contar con Christopher Walken como villano, y con Duran Duran en el tema musical (éxito en los rankings), la película marcó el final de una era.

El Estilo Moore: Un Bond a su Manera

A diferencia del Bond de Connery, que era letal, seductor y con cierto grado de crueldad, el Bond de Roger Moore era un caballero británico de espíritu ligero. Prefería el ingenio al músculo, el comentario mordaz al puñetazo, y siempre tenía un gesto de galantería incluso en las situaciones más peligrosas.


Algunas características clave de su Bond fueron: Elegancia sin esfuerzo: Siempre impecablemente vestido, incluso en medio de explosiones o peleas.


Humor constante: Ironía británica, frases ingeniosas y la famosa ceja levantada que se volvió su sello personal.

Pacifismo personal: Moore odiaba la violencia. Rechazaba la idea de glorificar la brutalidad y, aunque mataba como Bond, lo hacía con una sonrisa y lo justo necesario.

Aventuras exóticas: Su Bond fue el más viajero, con localizaciones que incluían Egipto, Brasil, India, Siberia, París, entre otros.

Anecdotario de la Producción

Inseguridad inicial: Moore reconoció en varias entrevistas que al principio tenía miedo de no ser aceptado. Sabía que Connery era adorado, pero decidió no imitarlo.

Problemas físicos en las escenas de acción: A medida que pasaban los años, el uso de dobles se volvió cada vez más evidente. En su última película, se decía en tono de broma que tenía “doble hasta para subir escaleras”.

Relación con sus coprotagonistas: Fue muy querido por sus compañeras de reparto. Aunque la diferencia de edad con algunas actrices fue tema de debate, Moore se mostraba siempre respetuoso y bromista.

Solidaridad con el equipo: Moore era conocido por su amabilidad con los técnicos y el equipo de producción. No se comportaba como una estrella distante, sino como un compañero más.

Despedida del Rol y Vida Posterior

Tras abandonar el papel de Bond, Moore se alejó de los grandes papeles de acción. Dedicó buena parte de su vida a la filantropía, convirtiéndose en embajador de buena voluntad de UNICEF, lo que él mismo consideró su labor más importante.

Mantuvo siempre una relación afectuosa con la saga de Bond, asistiendo a eventos, convenciones y hablando abiertamente de su etapa con gratitud y humor. Su autobiografía y entrevistas están llenas de anécdotas divertidas y reflexiones humildes.

Roger Moore falleció en 2017, a los 89 años, dejando un legado no solo como actor, sino como hombre de principios, sentido del humor y una figura entrañable del cine británico.

Conclusión: El Legado del Bond Más Encantador

Roger Moore no fue el Bond más fiel a las novelas de Ian Fleming, ni el más duro ni el más moderno. Pero sí fue el más encantador, el que supo adaptarse al espíritu de su tiempo, el que convirtió al espía en una figura pop internacional y eterna.

Su interpretación, marcada por la ligereza y la elegancia, ayudó a que la franquicia sobreviviera a los cambios culturales de los años 70 y 80, manteniéndola relevante y divertida.

Para muchos, Roger Moore fue el Bond que les abrió las puertas al mundo del agente 007, y eso, en sí mismo, es un legado imborrable.