Se cumplen ya tres décadas desde que desapareció uno de los personajes más entrañables y emblemáticos de la infancia para las generaciones que crecieron entre los años 60 y 70, un tiempo en el que la televisión era un refugio de inocencia y magia en un mundo todavía marcado por las heridas de la posguerra y los albores de una sociedad en transformación. En mi memoria, aquel entrañable icono se presenta como un destello tenue, una imagen difusa que el tiempo ha suavizado, pero que permanece anclada en el rincón más sensible de la memoria infantil, donde los sueños y la realidad se entrelazan.
Posteriormente, tuve la fortuna de acompañar (por televisión) y admirar a la familia Aragón en sus inolvidables programas, verdaderos hitos de la cultura televisiva española, que con su sencillez, humor y ternura tejieron un lazo indisoluble con el público. Hoy, en un panorama audiovisual dominado por la inmediatez y la espectacularidad, resulta casi impensable que estos espacios tan genuinos puedan encontrar cabida.
Es inevitable sentir una profunda melancolía al contemplar cómo aquellos tiempos —en los que la televisión era una ventana a un mundo de esperanza, valores y autenticidad— se desvanecen, dejando atrás un legado imborrable que, sin embargo, parece perderse en la vorágine del cambio cultural y tecnológico. Aquella era fue, sin duda, un capítulo irrepetible en la historia de nuestra cultura popular.
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