
Por desgracia, en los próximos tres años se cumplirá el 70 aniversario de muchas de las atrocidades más terribles cometidas en este país. Crímenes que no fueron obra del azar ni consecuencia de los combates, sino parte de un plan meticuloso de exterminio. La represión que llevaron a cabo las fuerzas nacionales no fue una reacción, sino una condición misma del golpe de Estado, como señala Anthony Beevor en su monumental historia de la Guerra Civil: “La represión no fue tanto la consecuencia de los enfrentamientos como uno de los requisitos del golpe”.
La madrugada del 18 de agosto de 1936 fue una de esas noches que nunca terminan. Federico García Lorca fue sacado del Gobierno Civil de Granada, donde llevaba retenido dos días eternos. Lo acompañaban tres hombres: el maestro de escuela de Pulianas, Dióscoro Galindo González, y los banderilleros anarquistas Joaquín Arcollas Cabezas y Francisco Galadí Melgar. Iban “de paseo”, ese eufemismo helador que el franquismo utilizó para disfrazar el asesinato.
El vehículo –un coche, un camión, da igual: el verdugo no siempre viaja en forma concreta– se dirigió hacia las afueras, rumbo a Víznar, apenas a unos kilómetros de la ciudad. Allí permanecieron encerrados en un edificio que antes había sido residencia de verano para los niños granadinos. Una casa alegre, ahora convertida en antesala de la muerte. Las horas que pasaron allí no se pueden contar, pero debieron de ser lentas. Muy lentas. Como el silencio que antecede a lo irreversible.
A los cuatro les dijeron que, al día siguiente, serían destinados a trabajos en la carretera. Se lo creyeron. Hasta pocos minutos antes de la saca. Solo entonces comprendieron. Uno de los custodios relató años después que ofreció a Lorca la posibilidad de rezar. El poeta, que no recordaba oración alguna, fue ayudado con un "Yo pecador", y, según aquel hombre, sintió alivio en la plegaria.
“¡Que subáis al camión!”, les ordenaron. Y los condenados subieron. ¿Qué otra cosa podían hacer? El vehículo arrancó. Tomó un camino angosto, probablemente lleno de baches. En las noches de agosto, el mundo es casi mudo. Frena. Acelera. Frena. Finalmente se detiene junto a unos olivos.
“¡Que bajéis!”, gritan. Y los condenados bajan. Porque la obediencia del que va a morir es el último acto humano que le permiten.
No sabemos si era noche cerrada o si ya clareaba. Si la oscuridad obligó a encender los faros o si la luz bastaba para distinguir los bultos. Lo cierto es que allí, junto a aquellos árboles mudos, terminó la vida de Federico. Según testigos indirectos, lo remataron de un tiro en la nuca. Se resistía. El muy cabrón se resistía a morir. Porque hay quien se aferra a la vida incluso cuando le han quitado todo, menos el miedo.
Los verdugos regresaron a Granada. ¿Con prisa? ¿Sin ella? Dejaron tras de sí cuatro cuerpos y un charco de sangre sobre la tierra caliente. Luego vinieron los enterradores. No hubo ceremonia. Ni respeto. Un agujero en la tierra, lo justo para contener cuatro cadáveres, uno sobre otro. Y encima, la vergüenza tapada apenas con la tierra mínima.
No. No fue el azar. No fue un error. La muerte de Lorca –como la de tantos– fue la ejecución de una consigna: borrar a quienes representaban otra España, moderna, libre, sensible, igualitaria. Matar su voz, su belleza, su risa. El poeta, el maestro, los obreros anarquistas. No eran enemigos, eran símbolos. Y por eso los mataron.
La España eterna, decían. Pero era la España del miedo, la que prefirió la sombra al canto.
Hoy, cuando se cumplen casi 70 años de aquella madrugada, el eco del disparo aún resuena. No como un trueno, sino como un susurro que no se deja enterrar.
Si muero,
dejad el balcón abierto .
El niño come naranjas.
(Desde mi balcón lo veo.)
El segador siega el trigo.
(Desde mi balcón lo siento.)
¡Si muero,
dejad el balcón abierto
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